miércoles, 11 de septiembre de 2013

 HORACIO CHIFFLET GIL                             

 
Tres hermanos”




Fueron suficientes nada más que cuatro gotas de lluvia tamborileando en el techo de la casa, para que Pedro decidiera por su propia cuenta, con muy poco trabajo y mucha capacidad de decisión, faltar a la escuela.
Se dio media vuelta en el catre, se tapó hasta la cabeza para no oír nada y  poder seguir durmiendo con total tranquilidad, como a él le gustaba y despuntar el somnoliento vicio.
 Se imaginó que se terminaría el mundo con tanta lluvia y la pequeña cañada que había que cruzar y que generalmente moría de sed por falta de agua, sería un torrente incontenible, e imposible de badear.
 Fueron suficientes nada más que cuatro golpecitos en la puerta, para que sus dos hermanos lo despertaran y lo arrancaran de lo que para él era placentera felicidad. Como era buena cosa, duró poco.
 ¡”Está lloviendo”!!...les gritó Pedro…sin abrir los ojos y sin salir de abajo de la manta que lo cubría…”! mejor no vamos a la escuela”!...generalizó su decisión, como dando una orden.
¡”No está lloviendo …abombao”!....le respondió Luisito, el hermano mayor, soltando una risotada sonora, suficiente para espantar los gorriones del paraíso del patio y unas golondrinas que tenían nido debajo del alero del corredor…”es el tanque del molino que se está volcando”….apurate que te voy ensillando el petizo”!
Pedro era el menor de los tres hermanos con edad escolar,  o hermanos a medias. A veces era el más consentido y otras se llevaba las culpas, por lo tanto no hablaba mucho, ni en la casa ni en la escuela, cosa que había hecho que la maestra, mandara misivas a su madre, observando esa conducta y otras más, de poca importancia.
 Pedro era el contraste de la casa y de la escuela, porque sin saber por qué ni como y nadie preguntaba demasiado por miedo a que lo trataran de curioso, Pedro era de piel muy blanca y de cabellera completamente rubia, casi blanco el pelo, cosa que llamaba la atención, frente a sus dos hermanos con facha de tapes. Ojitos negros, estirados y el pelo como chuza, los diferenciaban de cerca y desde más lejos.

               La cabellera amarilla de Pedro, era un punto de referencia en cualquier lugar que estuviera, e hizo que más de una compañerita precoz en la escuela, lo mirara con insistencia, usando ojos de picardía.
Al mismo tiempo, hizo también que los compañeros, le consiguieran en corto plazo y le acomodaran para que tenga y guarde, el apodo de “huevo frito”. Algunos abreviaban el sobrenombre y lo llamaban simplemente, “huevo” y otros se decidían por “frito”. Solamente su mamá y la maestra de la escuela, lo llamaban por su nombre, como correspondía, cosa que a Pedro lo llenaba de satisfacción, pues veía con orgullo, su nombre impreso a toda tinta, en un cuadro de la clase, donde aparecía un señor con barba y bigote abundante
Allá marcharon los tres hermanos, subidos cada uno en sendos petizos de distinto pelo, pero los tres con las patas cortas y llenos de mañas que solo ellos se las conocían de memoria.
 Allá marcharon, rumbo a la escuela, meta talón y talón, trote y trote.
 Pedro más remolón, unos metros más atrás, hacía que sus hermanos, tuvieran que lentecer el paso para esperarlo. Todavía cargaba con el sueño interrumpido de la mañana. Parecía que todo el peso estaba en los párpados.
Todos los días el mismo trayecto, atravesando campo, sin tener la necesidad de salir a la calle. Solamente cruzaban una cañada tristona, apenas un tajo en la tierra, huérfana de anguilas y berro por naturaleza propia, y además dos porteras de alambre. De cualquier manera, una legua y media de ida y otra para volver, no era poca cosa para los hermanos ni para los petizos.
 Lo hacían con la alegría de inocentes cachorros, jugueteando, sin pensar mucho y sin darse cuenta en lo bueno que aprendían. Las túnicas blancas volvían con los bolsillos llenos de cosas nuevas, que guardaban en sus mentes frágiles. Enriquecían sin darse cuenta.
 Chiquilines con las rodillas sucias por fuera y de cabecitas limpias por dentro. Se iban forjando lentamente en la fragua de la enseñanza.
 Hasta que llegó el momento como todos los días y en el mismo lugar, del ritual sagrado, que sólo ellos sabían y guardaban dentro de sus intimidades particulares. Era como una obligación cumplir con aquello que parecía un rito.
 Una carrera de caballos con patas cortas que se cumplía desde la primera portera a la segunda, cruzando un llano, que los contendores conocían de memoria, con los ojos cerrados, metro por metro.
 Todos sabían en el lugar, el momento y el tiempo, en que se rompía la monotonía quieta y silenciosa del campo, con el grito de Luisito en la cinta imaginaria de la largada.
 ¡!”Ba ha ha”!!!!...y partían como centellas. Cortaban el rezongo del viento, resoplando, devorando la distancia. El perdedor, limpiaría la cocina de su casa, esa noche.
 Lo sabían los teros, que jamás se animaron a hacer el nido en el medio de la pista, una familia de pájaros carpinteros que escandalizaban cada mañana el lugar. Lo sabía un montecito de espinillos, coronillas y talas que los veían pasar, temblando el piso con el redoblar de cascos.

 Eran un ventarrón que soplaba el diablo, por eso toda la bichuria del campo, como que se aprontaban para verlos pasar y formarles un marco vivo de espectadores. Se adherían al ritual, las más variadas familias biológicas del llano.
 Nadie supo bien porqué pasó, lo que pasó.
              Llegaron a la sentencia y Pedro no estaba en su montura. El petizo tubiano se olvidó del muchacho en la mitad del ventarrón y un silencio largo invadió la mañana clara en el medio del campo. Pedro no estaba.
El sol jugaba en su cabellera cuando lo vieron desde lejos, tirado en el medio del camino, junto a una piedra. Quieto, inmóvil, un hilo de sangre le asomaba en la nariz.
 Los hermanos temblaban como tiemblan las plumas del chingolo, cuando parado en la punta de un cardo, soporta el viento pampero, fuerte y frío.
 Lo tocaron y le hablaron cada vez más alto, como que Pedro y su alma se fueran alejando cada vez más, hasta perderse en el silencio verde y más verde de la inmensidad del  campo.
  Pedro quedó inmóvil y sin respuesta.
Lo taparon con la jerga y le pusieron el cojinillo en los pies.
 Llegaron a la escuela envueltos en lo más profundo de los silencios, y ni el cobre de la piel les disimulaba la palidez que pinta la tristeza. Un paisaje triste se había adueñado del camino que los llevaba a la escuela.
 No abrieron la boca en toda la mañana, solamente temblaban y las miradas que se cruzaron a cada momento, parecían que iban con lágrimas. Flechazos de angustia que solamente ellos dos, apenas si asimilaban.
                 ”Pedro no vino a clase hoy”?....preguntó la maestra con extrañeza.
 El punto de referencia no estaba en clase, su lugar estaba vacío.
 Ausencia que desequilibraba el panorama general de la clase.
 ¡”Se durmió”!....respondió Luisito en voz baja y entrecortada, que apenas se oía. Siempre era el que llevaba la voz del grupo. Quiso seguir insinuando algo, pero tuvo miedo, miedo de chiquilín encerrado en su amargura y todo terminó ahí como si fuera asunto concluido, sin arreglo. El diablo se había metido en la carrera de petizos.
 El encierro introvertido de los hermanos, buscaba la luz y de alguna manera buscaban abrirse, levantar el telón del miedo.
 Por orden de la maestra siempre se sentaron en bancas separadas, casi en extremos diferentes. No les era fácil comunicarse.
Ciriaco empezó a escribir una carta, en el mismo momento en que la maestra empezaba a llenar el pizarrón, de un lado a otro y de arriba abajo, con el verbo “acompañar” y en lo más alto escribió una frase explicativa, ejemplarizante…”yo acompaño a mi hermano a la escuela”.
Ciriaco terminó la carta y con ella envolvió una goma para darle más consistencia al envío. La carta hizo una parábola en el aire, cortó el aire, cruzó toda la clase y el destino fue exacto, de acuerdo a lo que pretendía.
 La maestra interrumpió poniéndose de frente y les dijo…”a copiar todo lo que está en el pizarrón, tal cual”…”sin hablar ni distraerse”…”y después haremos un dictado cuyo título es…”Mis hermanos y yo”. Todo lo tenía planificado y sincronizado.
 Luisito abrió la carta de Ciriaco y leyó, si es que se podía leer lo que decía….hizo el esfuerzo porque mayor era su avidez por informarse:
                  “luisito….tengo susto…creo después voy a yorar un poco….la maestra me ba retar….a pedro las mosca le ban echar queresa…..se ba abichar….tendra gusano….bi un carancho bolando y dando buelta…..me ciero ir con pedro pa espantarle las mosca”!
 Toda la amargura acumulada y apretada, en un corazón tan chico, Ciriaco la volcó en pocas y mal escritas palabras. Toda la sensibilidad de niño, en cuatro líneas cortas, desarticuladas, en un papel arrugado.
 Líneas escritas temblando de miedo y que no pudo terminar, antes de que llegara la primera lágrima anunciada, fugada de unos ojos tristes
 Cuando Luisito terminó de leer la carta, cuando la clase entera terminó de copiar lo del pizarrón, cuando la merienda ya se salía de los bolsillos de las túnicas, levantaron la cabeza y ahí estaba… parado en la puerta de la clase, recortada su figura flacuchina en contra luz y mirándolos a todos. Parecía que venía del desierto, finitas sus piernas como un par de palillos, parecía que quería verlos a todos al mismo tiempo, como que hacía mucho tiempo que no los veía. Estaba más pálido que su propia palidez y más blanco que su propia blancura y se mantuvo serio y firme cuando la maestra le gritó…
¡”Pedro”!!…..estas son horas de llegar a clase!...te gusta dormir….quedate parado en el fondo…cuando termine hablamos”!!
 Uno por uno se fueron yendo por el camino largo y polvoriento, el mismo camino que mañana los traería de nuevo a clase. Jugueteando, riendo de cualquier cosa, pechando, correteándose, tirando piedras a lo pájaros, repleto el corazón de tanta alegría.
 Adentro del salón de clase, solamente Pedro y la maestra, metidos en el silencio, como estudiando posturas y el diálogo que correspondía para la ocasión. Hasta que se partió el silencio con palabras envueltas en preguntas. Interrogadora la maestra, quería aclarar la situación, sin entrar en rigores que no venían al caso, según su pensamiento, generalmente conciliador. Parada, con las manos atrás y mirando a Pedro por arriba de los lentes, sobrándole autoridad, le dijo,,,
 “¿Así que llegas tarde a la escuela, porque te gusta dormir, Pedro?...se te pegan las sábanas en la mañana”?
     -¡”No maestra”!!….lo que pasa…lo que pasa…lo que pasa es  que hoy en el camino… me morí un poco”!!
 Se miraron largo rato, no entendían nada, no volaba una mosca, sólo se veía un signo de interrogación en cada ojo de la maestra, sacando en conclusión, en definitiva, que la mentirilla ingenua e inocente, salva la situación.
  ¡”Andá para tu casa Pedro….tus hermanos te están esperando…y mañana me decís con más claridad, …como se hace para morir un poco”!!
Ahí van, de vuelta a casa, tres paisanitos de túnicas blancas, a pura conversación, soltando al viento risotadas fuertes, con Luisito escribiendo con el dedo en el aire…” viva mis hermanos”… hasta que llegaron a la portera y otra vez y caprichosamente el grito retumbante en las piedras del cerro….!!”ba ha ha”!!... los lanzó en una enloquecida carrera de petizos patas cortas. Parecía que los corría el diablo, cuando golpeaban los cascos en el suelo como si fuera un trueno largo que se perdía en la llanura, desafiante, pero sin resolver todavía, quien limpiaría la cocina esa noche.                                                               
HORACIO CHIFFLET                                                   ABRIL 2010                                                                                                                                      
                
El carrero Isabelino”


        Lento el andar, adormecidos y cabizbajos, la yunta de bueyes va cinchando de la carreta de Isabelino, el viejo carrero del pago, que cumple con el oficio de llevar y traer, cualquier material por encargue.

       Anda por esos caminos de la campaña, caminos largos, polvorientos algunas veces, o chapoteando barro en otras, con lluvias tercas o con el sol que achicharra hasta los espartillos, cuando le tira fuego a los días de enero. A veces el invierno lo maltrata, entonces él se aprieta adentro del poncho arriba de la carreta, se amontona contra sí   mismo, guapea y guapea, porque está hecho de buena madera, al igual que la carreta.

          
       Se les duerme el tiempo en las patas de los bueyes y a pesar del grito de Isabelino incentivándolos para apurar el paso, la carreta sigue su marcha perezosa. Muy despacio el girar de las ruedas que dejan escapar quejidos de lapacho en cada barquinazo del camino.    Ahí no importa la hora de llegada, suben la cuesta y se van por el llano perezosamente en un bostezo con andar cansino, siempre despacio, por más que los bueyes sientan la picana, aguijoneándoles el lomo, en esta cuesta y en la otra.

       Es por eso que a Isabelino el carrero, no le molesta mucho que los otros paisanos del rancherío donde vive, ranchos de poca paja y muchos flecos, le ajusten el apodo de… “despacito”…como una forma de quererlo un poco, que en definitiva es la realidad de su vida. Todo lo hace despacito, sin apurarse, como que la yunta de bueyes de pelo chorreado, le hubieran marcado a través del tiempo y sin darse cuenta, el ritmo de su vida.        


    Una coyunda imaginaria, fuerte y de buen cuero, hacían una sola pieza; Isabelino, la carreta y los bueyes, como que siempre hubieran estado ahí, incorporados al paisaje de las distancias largas, donde no se perdonan leguas.

        Sobra el tiempo y si hay que apurarse, empieza antes. El sol naciente cuando revienta en el horizonte, siempre lo encuentra andando, despacio pero andando. Desde temprano ya se le escucha al viejo carrero el grito de…

-¡” Vamo Rincón ….que’l camino no termina aquí”!
-¡” Vamo Arrayan…no se me duerma mi amigo … que ahí viene un repecho largo con zanjones recién inaugurao”!
       
       Siempre les dice lo mismo, como una frase hecha con un molde, aunque por delante, no hubiera ningún repecho.         

     Los postes del alambrado se adormecen al verlos pasar. Caminos perdidos, donde la soledad se aburre, caminos lejanos, por donde el viento llega cansado y los cerros y valles respiran el tiempo que el charrúa dejó.

     Isabelino y su carreta llevaban esos rumbos, cargados de piedras moras para arreglar una entrada en un portón de estancia. Caminos desconocidos para Isabelino, lugares que nunca había alcanzado, donde las leguas se estiran para marcar mayor distancia. Las recomendaciones recibidas para poder llegar al lugar, se hacían cada vez más necesarias, por eso la memoria tenía que tener más claridad, como la luz del día, como la luna llena en la noche, cosa que a veces a Isabelino le fracasaba.

     ¡”Vamo Arrayan…no se me entregue ahora viejo buey….las leguas ya se están achicando”!…les decía….al despuntar en cada cuchilla y tener por delante, un horizonte nuevo, que se abría para darles paso, aunque se enturbie en los ojos cansados de los bueyes, al morir el día, después de marchar una jornada entera.

     Isabelino pudo ver a la distancia un cartel indicador, en un costado del camino, de esos carteles eternos, que los años transforman y lo van torciendo de a poco. Tan grande era la ansiedad acumulada y la incapacidad de lectura, que mucho antes de llegar al lugar, pretendió con apuro descifrar lo que decía. Isabelino ya sabía de antemano, que era tarea difícil de enfrentar.

     Letra por letra empezó a nombrar, queriendo formar una frase. Se le enredó en la mente como una ráfaga de tiempo huido su poco tiempo de escuela, apenas un año que ahora en éste momento le machacaba no poder leer con claridad, aunque no fuera con rapidez.

     Ojos turbios por el desgaste, incapacidad de lectura, propio de primer año de escuela y el cansancio del día, se juntaron y conspiraron contra la ansiedad de Isabelino, cuando quiso leer lo que decía, al momento de llegar al letrero.

    Se sintió tan poca cosa, tan inferiorizada estaba su alma, que recorrió su cuerpo de punta a punta, aunque no se daba mucha cuenta, la importancia de saber leer con claridad. Igual se maldijo una y otra vez el haber pensado en su niñez, que ir a la escuela era perder el tiempo y que era cosa reservada para unos pocos.

     Prefirió atornillarse arriba de una carreta y hablar nada más que con los bueyes, durante todo el día y todos los días, año tras año, sacando en conclusión al final, que él y los bueyes, los bueyes y él, eran la misma cosa y que todos vivían nada más que para cinchar de la misma carreta, tragándose los barquinazos que le dio la vida, sin poder salir de la misma huella, de los mismos caminos. Pensó que al igual que los bueyes, era una bestia más. Le sobraba el tiempo para pensar en sus cosas al carrero Isabelino.

     Se moría la tarde, un sol caído en desgracia, le daba paso al silencio del atardecer y el viento desinquieto, ya había amainado. Un poco más de camino y desprendería los bueyes para acampar y pasar la noche bajo la luz  de un fuego lento, del que encierra las miradas mojando los ojos y el reflejo de las pequeñas llamas.

     Isabelino seguía incentivando a la yunta de bueyes barcinos, con la punta de la picana y al mismo tiempo embutido en los recuerdos nostálgicos, sin lograr en el esfuerzo, terminar con la lectura del cartel indicador. Una pestañada larga del viejo carrero, el cansancio del duro trajinar durante el día, no lo dejaron ver con claridad, un pozo inmensamente grande en el medio de la huella. Cuando menos se lo esperaba, cayó una rueda y después la otra, se sintió un fuerte golpe y enseguida el quebrarse de los rayos de las rueda. Reventó el lapacho en cien astillas y la carreta se fue sobre un lado para caer estrepitosamente en un zanjón, con toda la carga de piedras moras. Todo fue muy rápido, como una pestañada de lechuza, el mundo entero se vino al suelo.

    Isabelino Rivero, a pesar de sus años largos, no pudo manejar la situación.          Descontrolados los bueyes, rodaron sin remedio, sumergidos en una situación desesperada. Un pozo grande como una olla había terminado con el viaje de piedras moras, antes de tiempo, antes del anochecer.

     Cuanto fracaso en tan corto tiempo. No pudo Isabelino cumplir con la responsabilidad encomendada, no pudo llegar a destino, todo terminó con la carreta desecha, y la yunta de bueyes, nobles bestias corajudas, lastimadas. Cuanto esfuerzo para un final infeliz, cuanto sacrificio inhumano para no poder llegar a destino.

     Isabelino despertó tres días después en su rancho, rodeado, acompañado de su mujer y sus hijos, memorizando, recomponiendo todo lo anteriormente sucedido. Le era difícil contar la historia, por lo menos en esos primeros días.

     Golpeado por las piedras, triste su alma, más por la carreta y los bueyes que por su propia persona, de tal manera que en las noches de insomnio, interrumpidas apenas por el canto de algún gallo fuera de hora, conversaba con ellos, sus dos compañeros de viaje y de infortunios.

     Los días pasaron enganchados unos con otros, como si fueran una ristra, colgada en las ancas del tiempo. El tiempo, que cuando lo dejan pasar con prudencia, todo lo sabe, el que todo lo cura o lo arregla, el que pone las cosas en su lugar, el que da las razones a quien corresponda, el que perdona. Parece que siempre tiene razón.

     Los bueyes curaron sus heridas, la carreta se recompuso, volvió a soltar al viento olores de lapacho fresco, volvió la talla en su madera perpetua, para encastrar sus partes. Volvieron a quejarse las ruedas, en cada barquinazo de los pozos y zanjones nuevos. Sin embargo en el pensamiento del viejo carrero, había algo que lo llevaba prendido como abrojo en la lana, cosa que el tiempo no lo pudo arrancar. Era como un sentimiento de culpa, el que mortifica, el que aguijonea el pensamiento al igual que la picana en el lomo de los bueyes, o las espuelas en las costillas del potro. Una tortura espiritual.




    Isabelino seguía sin saber leer ni escribir, apenas algunas letras deshilvanadas, apenas si se animaba a firmar con un garabato ilegible, desprendido de un puño tembloroso y con un lápiz mal tomado, como si fuera una picana.

     ¡”No has aprendido a leer, Isabelino”!!.....fue lo último que escuchó de una maestra, antes de subirse a la carreta de su padre y no bajarse más. Se subió a la carreta de los años, sin estar preparado.

     Hacía tanto tiempo de eso que ahora lo alcanzaba a escuchar nuevamente, cuando veía sus recuerdos a través de un cristal muy turbio, de esos que no dejan ver el pasado con claridad.


     Un día de Marzo, cuando el otoño empieza a tironearle las primeras hojas amarillas a los árboles, con días tibios y sosegados, Isabelino cortó las amarras de la inseguridad, juntó coraje y se presentó en la escuela del pago…

-¡” Buen día maestra”!....le dijo…con el sombrero en la mano, desparramado el andar y con cierta inclinación hacia adelante. La misma inclinación que llevaba arriba de la
carreta, tenía el molde de carrero después de tantos años. Le estiró la mano con mucha timidez y respeto.

-¡” Buen día don Isabelino”!....que se le ofrece por aquí,… después de tanto tiempo”?...le respondió la maestra, con una sonrisa amplia que le unía las dos orejas.
-¡”Quisiera maestra platicar algún asuntito que he estao pensando…y que lo llevo metido en el mate…vio?...porque ultimadamente he tenido ese tiempo y quiero que me diga…sin molestarla claro está”!….y si me dice que no…es NO!!… y a otra cosa mariposa”!

¡” Acaso no tendría que haber en cada escuela ‘e la campaña…un rinconcito pa’ un adulto”?...o estoy errao ‘e la muestra”!...le dio la última pitada al pucho de tabaco negro y lo tiró hacia un costado…y como añadidura…. escupida y pisotón.                                                                                                                       

     Tomó la postura de un oyente.
-¡”Don Isabelino….y se puede saber …que quiere hacer el adulto en ese rinconcito”?...le respondió la maestra con mucha seriedad, como queriendo adivinar las intenciones del carrero.

-¡” Maestra”!...yo quiero…si pa’ usté no es mucha molestia…que me enseñe de nuevo a ler y escribir …porque no alcancé a estar un año en esta escuela y me tuve que subir a la carreta ‘e mi padre… y no me pude bajar má…sabe maestra…tengo que trabajar…entonce yo quisiera que”!…

-¡”Lo entiendo perfectamente don Isabelino…y no se preocupe que todo se arregla en esta vida…ahora vaya para su casa que dentro de unos días yo lo mando a buscar….me entendió Isabelino”?

     La maestra se quedó mirándolo como se perdía con su tranco lerdo y torcido, por el medio de la calle angosta y se quedó pensando…

¡”Este hombre,… está abriendo una senda…y hay que dejarlo pasar”!... el tiempo dirá sobre los resultados”!

   A los pocos días de Marzo, a Isabelino Rivero, ya le habían acomodado y ordenado los horarios y días de clase, de acuerdo a su edad y su trabajo.

     Un nuevo alumno en la escuela del pago, había comenzado las clases, después que le recomendaron los útiles de trabajo y el libro 1º-, que lo conseguía en la biblioteca de la escuela.

     Una nueva aventura para Isabelino, había comenzado, aunque ahora en distinto terreno. Estaba descubriendo cosas nuevas, que antes las veía a la distancia y de poca importancia. Descubrió la alegría de leer y escribir correctamente, como se debe y no comprendía, como no había tomado antes la iniciativa. Ya no se sentía como un buey más cinchando de la carreta. Había aceptado el desafío a pesar de su edad y ahora veía con orgullo propio y coraje suficiente, que podían llegar otros desafíos.

     Se sorprendió la maestra cuando Isabelino pidió cierto día para llevar a su casa, un libro de Serafín J. García y más adelante otro de Javier de Viana. A pasos de gigante adelantaba su lectura y su escritura. Fue el momento en que todos comprendieron por que quería Isabelino, un rinconcito para un adulto, en la escuela del pago.

     Sin embargo nadie comprendió el porqué en aquella mañana fría de un invierno escarchado, cuando el viejo carrero dejó el mate amargo de lado, prendió los bueyes en la carreta y se largó al camino, quebrando el hielo de los charcos, por el mismo camino largo cruzado por zanjones y pozos grandes como una olla. Otra vez a desafiar horizontes nuevos, que le daban paso, otra vez con el mismo paso lerdo de bueyes cansados. Cansados los ojos con el solo hecho de mirar el camino.

     Se encontró con el mismo letrero indicador, letrero eterno, que el tiempo maltrata pero no lo borra, que todavía está ahí, torcido, pero está, para que Isabelino con más sangre que los bueyes, lo desafiara.
     Lo leyó con rapidez, unió las letras y palabras, unió la frase en menos que canta un gallo y que aquella vez le había marcado la vida. Antes o después de que se cayera en el pozo.

     Comenzó a reírse Isabelino, cada vez con más alegría y más fuerza, de tal manera que la risa golpeaba en las piedras, en los árboles y hacía un eco en todo el llano y en los cerros. Esa era su alegría, podía leer rápido, sin titubeos, sin tener la necesidad de volver a empezar una y otra vez, tartamudeando, tembloroso y sin definir nada.
     Cada vez mayor era su alegría, a pesar de que el letrero indicador decía burlonamente......”.cuidado con el pozo”
     Apagó el fuego, enganchó los bueyes y se volvió para su rancho…silbándole al destino, una chamarrita alegre.
¡”Vamo Rincón…que`l camino no termina aquí”!!
¡”Vamo Arrayan….no se me duerma mi amigo… que ahí viene un repecho largo con zanjones recién inaugurao”!!

miércoles, 21 de agosto de 2013


Conferencia sobre políticas culturales


Julio Cortázar




Hablar de los problemas de la cultura es en sí mismo un problema cultural, con todos los riesgos que supone estar situado en el interior del terreno que se busca conocer. No siendo un antropólogo cultural sino un escritor de ficciones, lo que alcanzo a vislumbrar en este campo está teñido  de literatura y acaso sólo sea literatura; si de todos modos me interrogo sobre la 
cuestión, lo hago porque soy un escritor latinoamericano y eso supone, cuando se lo es honestamente, pensar y actuar en un contexto donde realidad geopolítica y ficción literaria mezclan cada vez más sus aguas. Felizmente, creo, porque al hablar de cultura desde una de las dos orillas no me parece que conduzca a nada que no sea abstracto e inoperante.


Aclaración sobre lo que precede: Desde hace un cuarto de siglo, los escritores latinoamericanos leídos apasionadamente por un número de lectores que no cesa de multiplicarse, han sido o son aquellos para quienes la literatura constituye una de las tentativas de hacer frente a la cuestión de la identidad cultural de sus pueblos y contribuir con las armas de la invención y la imaginación a volverla más honda y más completa. Es cosa sabida que una gran mayoría de lectores latinoamericanos , al "descubrir" por fin a sus propios autores, ha dado un paso adelante en el descubrimiento de su propia identidad cultural. Las literaturas foráneas, módulos y ejemplos en la primera mitad del siglo - que hasta en eso era un siglo colonial- comparten hoy un vasto espectro de lecturas en el que han cesado de ser el color dominante. Y si la calidad literaria requerida para ese ajuste ha sido innegablemente muy grande en los escritores vernáculos, sobran las pruebas de que las calidades ficcionales no 
hubieran bastado para mover el fiel de la balanza; el lector latinoamericano, incierto en cuanto a su identidad profunda y dado con la misma incertidumbre a todos los vientos de la imitación y los prestigios foráneos, empezó a conocer hacia los años cincuenta una literatura próxima y por decirlo así personal, en la que bruscamente se miró como en un espejo que lo llamaba o lo repelía, buscaba su contacto o lo denunciaba. Porque en esa literatura subyacía no sólo el trasfondo de lo latinoamericano sino su crítica, la exhumación de lo olvidado o desconocido, y la indagación de raíces menospreciadas o sustituidas por influencias exteriores.


Se ve entonces por qué hablé de la fusión de realidad geopolítica y de ficción literaria, sin la cual nuestra literatura, hubiera seguido siendo solamente eso, literatura, vehículo de solaz estético y de cultura desarraigada. Pero a la hora de seguir buscando los motores operantes en el proceso de la cultura, el panorama de los escritores se detiene brutalmente frente a barreras que los antropólogos y los etnólogos conocen mejor que ellos. De este lado de la barrera - que abarca esencialmente los sectores urbanos, y el del mestizaje en su conjunto -, el hecho de hacer una literatura que sea al mismo tiempo un sistema de interrogaciones y respuestas con respecto  los valores nacionales en toda su gama social, política, ética y estética, ha 
determinado una creciente toma de conciencia que gravita ya innegablemente en el proceso histórico de nuestros pueblos, pese a las fuerzas regresivas para quienes este proceso vale tan sólo como su coro de caza por derecho propio. Y sin embargo, ¿qué magnitud real puede tener esa toma de conciencia histórico-cultural cuando se piensa en el inmenso sector indígena y, dentro del área del mestizaje, el rural? Basta imaginarlo para sentirse totalmente extrañado en un continente que es el nuestro pero en el cual sólo ocupamos culturalmente una ínfima parcela, aunque sea la que domina económica y políticamente y se propone como una totalidad que a nadie engaña.


Entonces, ¿tiene sentido seguir hablando de identidad y cultura nacionales frente a un mosaico de heterogeneidades como el que presenta América Latina, incluido por supuesto el Brasil? ¿Tiene sentido hablar de culturas nacionales cuando en la gran mayoría de los casos la cultura del poder - mestiza y urbana- coexiste con otras estructuras culturales diferentes y a veces 
hasta violentamente opuestas? Sí, en la medida en que optemos por una decisión selectiva, y una esperanza intercultural a largo plazo; pero cuando a un escritor latinoamericano le plantean el tema de la cultura universal, se encoge de hombros: demasiadas barreras conoce en su país como para entrar en una proyección sin duda necesaria, pero que para él es tan remota como vertiginosa.


Todo esto suena negativamente, y sin embargo el escritor conoce también los lados positivos de ese segmento de tarea cultural que le ha tocado cumplir desde que dejó de entender la literatura como un puro ejercicio artístico. Su inserción contemporánea en los procesos geopolíticos le ha permitido descubrir la posibilidad de despertar ecos dormidos, imágenes 
subyacentes, formas y herencias telúricas que los procesos de colonialismo primero, y de aculturación foránea más tarde, habían sumido en un limbo  del que apenas se asomaban fragmentariamente en el folklore, las artes, las conductas y los temperamentos. La literatura así entendida y practicada hace pensar en la rama de avellano del rabdomante: los manantiales, las venas metálicas están siempre ahí, y bastaba mostrarlos para que sus legítimos dueños los recuperaran. A los españoles suele asombrarles la forma y la intensidad con que los novelistas latinoamericanos han asumido el habla de sus países, como si esto no fuera a la vez prueba e instrumento de su adhesión a los valores culturales sobre los cuales jugarán después todos los 
niveles posibles de la lengua, todas las experiencias y los sincretismos y las invenciones. Lo positivo está en llevar a sus últimas consecuencias, dentro del pequeño sector a su alcance, esa catalización de fuerzas auténticas, de valores propios; la cultura es más contagiosa que los elefantes, y el en que los procesos históricos latinoamericanos de signo negativo (pienso sobre todo el los del Cono Sur) sean sustituidos por los que emanen de la cultura profunda de los pueblos, lo ya conseguido en un pequeño sector nacional se comunicará espontáneamente a los otros actores, en la medida en que caigan las barreras de todo tipo que hoy los aíslan. Esto ya ocurre en alguna medida, aunque bajo un signo harto más negativo que positivo: la televisión urbana deja su impronta en las zonas rurales más aisladas, sin hablar de los periódicos, el cine y otros eventuales vehículos de cultura; pero éstas son cosas que la UNESCO conoce de sobre y mucho mejor que yo.

Aquí una  digresión sólo en apariencia literaria. Cuando se habla de cultura en América Latina, no puedo dejar de pensar en la obra de José Lezama Lima como su paradigma a la vez secreto y resplandeciente. Sin decirlo jamás de manera expresa, la novelística de Lezama parece estar indicando a nuestros escritores el sentido más hondo de esa tarea en que están empeñados desde hace un cuarto de siglo. Porque todavía más allá y más adentro de esa fusión de lo imaginativo con l
a realidad histórica, al escritor latinoamericano le cabe llevar hasta sus últimas consecuencias la difícil búsqueda y el cateo de todas las fuentes de la savia nacional. En Lezama  la vertiginosa exploración cultural en sus formas más complejas y universales coexiste con la realidad cubana más entrañable; pero en esa simultaneidad, y ahí está la lección nunca dicha, ninguna forma o nivel de cultura es visto como superior a los otros.

 Maravilla la naturalidad con que Lezama pasa de una visión platónica o de un comentario erudito sobre Omar Kayam a la enamorada descripción de una receta de cocina, de un vestido de novia o de un juego de niños. En eso, creo, reside la intuición más profunda de una cultura sin las jerarquías casi escolásticas que tanto mal nos han hecho. A nuestra literatura, si 
ha de seguir siendo útil para la causa de la cultura, le toca darse como una empresa de catalización; al sumirse de lleno en nuestra realidad, la transmutará en la redoma verbal que a su vez la transmitirá en su forma más unitiva y totalizadora; puesto que lo que llamamos cultura no es en el fondo otra cosa que le presencia y el ejercicio de nuestra identidad en toda su fuerza.

Sí, pero...

Se me perdonará la torpeza cuando digo que recorro los temarios de tantas reuniones consagradas a la cultura sin encontrar jamás una referencia tácita o explícita a lo que llamaré en abstracto la función del poder. Supongo que de eso se habla o se trata entre líneas, pero frente a enunciados que exponen la cultura como "in vitro", se siente la necesidad de preguntarse 
cómo se puede tratar de cultura y sociedad, de políticas culturales y de cooperación cultural entre tantos otros temas y problemas, sin plantearse previamente el del poder en sus formas presentes y activas, llámense imperialismo, políticas hegemónicas, nacionalismos agresivos, etc.

Sin entrar en lo concreto, que nadie desconoce: Cuando se habla de "políticas culturales", ¿no sería tiempo de hacer frente al problema inverso, es decir al de las culturas de las políticas? Desde siempre, toda política, como latencia  casi universal de la voluntad de poderío, sólo acepta y apoya una cultura que favorezca sus fine, ya sea una parte de la propia cultura nacional o de alguna otra análoga y por tanto conveniente. Lo que traba los mecanismos y las finalidades del poder, es denunciado y combatido como formas negativas de la cultura. Llevar el debate a la esfera de la política (aunque sólo sea platónicamente, pero Platón sigue teniendo una inmensa fuerza en el campo del espíritu), parecería una de las condiciones básicas para que las políticas de la cultura alcanzaran alguna vez su plena eficacia. ¿Por qué no una conferencia sobre el tema?



Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales - UNESCO, México, diciembre de 1982



Julio Cortázar


Poema

Te amo por ceja, por cabello, te debato en
corredores blanquísimos donde se juegan las
fuentes de la luz,
te discuto a cada nombre, te arranco con
delicadeza de cicatriz.
Voy poniéndote en el pelo cenizas de relámpago
y cintas que dormían en la lluvia.
No quiero que tengas una forma, que seas
precisamente lo que viene detrás de tu
mano;
porque el agua, considera el agua, y los leones
cuando se disuelven en el azúcar de la fábula,
y los gestos, esa arquitectura de la nada,
 encendiendo las lámparas a mitad del
encuentro.
toda mañana es la pizarra donde te invento y
te dibujo.
Pronto a borrarte, así no eres, ni tampoco con
ese pelo lacio, esa sonrisa.
Busco tu suma, el borde de la copa donde el
vino es también la luna y el espejo.
 Busco esa línea que hace temblar a un hombre
en una galería de museo.
Además te quiero, y hace tiempo y frío.








Veredas de Buenos Aires


De pibes la llamamos vereda
y a ella le gustó que la quisiéramos,
en su lomo sufrido dibujamos tantas rayuelas.
Después, ya más compadres, taconeando,
dimos vuelta manzana con la barra
silbando fuerte para que la rubia del almacén
saliera a la ventana.
A mi me tocó un día irme lejos,
pero no me olvidé de las veredas,
aquí o allá las siento
como la fiel caricia de mi tierra.







Nocturno

Tengo esta noche las manos negras, el corazón sudado
como después de luchar hasta el olvido con los ciempiés del humo.
Todo ha quedado allá, las botellas, el barco,
no sé si me querían, y si esperaban verme.
En el diario tirado sobre la cama dice encuentros diplomáticos,
una sangría exploratoria lo batió alegremente en cuatro sets.
Un bosque altísimo rodea esta casa en el centro de la ciudad,
yo sé, siento que un ciego está muriéndose en las cercanías.
Mi mujer sube y baja una pequeña escalera
como un capitán de navío que desconfía de las estrellas.
Hay una taza de leche, papeles, las once de la noche.
Afuera parece como si multitudes de caballos se acercaran
a la ventana que tengo a mi espalda.

(esto de los caballos me recuerda a cierto relato)


 

 




Nocturno. Los amantes


¿Quién los ve andar por la ciudad
si todos están ciegos ?
Ellos se toman de la mano: algo habla
entre sus dedos, lenguas dulces
lamen la húmeda palma, corren por las falanges,
y arriba está la noche llena de ojos.

Son los amantes, su isla flota a la deriva
hacia muertes de césped, hacia puertos
que se abren entre sábanas.
Todo se desordena a través de ellos,
todo encuentra su cifra escamoteada;
pero ellos ni siquiera saben
que mientras ruedan en su amarga arena
hay una pausa en la obra de la nada,
el tigre es un jardín que juega.

Amanece en los carros de basura,
empiezan a salir los ciegos,
el ministerio abre sus puertas.
Los amantes rendidos se miran y se tocan
una vez más antes de oler el día.

Ya están vestidos, ya se van por la calle.
Y es sólo entonces
cuando están muertos, cuando están vestidos,
que la ciudad los recupera hipócrita
y les impone los deberes cotidianos. 


"Creo que ningún escritor tiene derecho a dificultar deliberadamente la lectura al lector: porque esto se llama pedantería o insuficiencia. Es el caso del que no tiene nada que decir y entonces lo dice en un lenguaje muy complicado, para disimular que no está diciendo absolutamente nada." 



Julio Cortázar (1914-1984), escritor argentino

Las Palabras

Conferencia de Julio Cortázar, Madrid (1981)




Si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad. En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo que fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las oímos caer como piedras opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje, o a percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas corno monedas gastadas, a perderlas cada vez más como signos vivos y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados. Los que asistimos a reuniones como ésta sabemos que hay palabras-clave, palabras-cumbre que condensan nuestras ideas, nuestras esperanzas y nuestras decisiones, y que deberían brillar como estrellas mentales cada vez que se las pronuncia. Sabemos muy bien cuales son esas palabras en las que se centran tantas obligaciones y tantos deseos: libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo, justicia social, democracia, entre muchas otras. Y ahí están otra vez esta noche, aquí las estamos diciendo porque debemos decirlas, porque ellas aglutinan una inmensa carga positiva sin la cual nuestra vida tal como la entendemos no tendría el menor sentido, ni como individuos ni como pueblos. Aquí están otra vez esas palabras, las estamos diciendo, las estamos escuchando Pero en algunos de nosotros, acaso porque tenemos un contacto más obligado con el idioma que es nuestra herramienta estética de trabajo, se abre paso un sentimiento de inquietud, un temor que sería más fácil callar en el entusiasmo y la fe del momento, pero que no debe ser callado cuando se lo siente con fuerza y con la angustia con que a mí me ocurre sentirlo. Una vez más, como en tantas reuniones, coloquios, mesas redondas, tribunales y comisiones, surgen entre nosotros palabras cuya necesaria repetición es prueba de su importancia; pero a l a vez se diría que esa reiteración las está como limando, desgastando, apagando. Digo: "libertad" digo: "democracia", y de pronto siento que he dicho esas palabras sin haberme planteado una vez más su sentido más hondo, su mensaje más agudo, y siento también que muchos de los que las escuchan las están recibiendo a su vez como algo que amenaza convertirse en un estereotipo, en un clisé sobre el cual todo el mundo está de acuerdo porque ésa es la naturaleza misma del clisé y del estereotipo: anteponer un lugar común a una vivencia, una convención a una reflexión, una piedra opaca a un pájaro vivo. ¿Con qué derecho digo aquí estas cosas? Con el simple derecho de alguien que ve en el habla el punto más alto que haya escalado el hombre buscando saciar su sed de conocimiento y de comunicación, es decir, de avanzar positivamente en la historia como ente social, y de ahondar como individuo en el contacto con sus semejantes. Sin la palabra no habría historia y tampoco habría amor; seriamos, como el resto de los animales, mera sexualidad. El habla nos une como parejas, como sociedades, como pueblos. Hablamos porque somos, pero somos porque hablamos. Y es entonces que en las encrucijadas críticas, en los enfrentamientos de la luz contra la tiniebla, de la razón contra la brutalidad, de la democracia contra el fascismo, el habla asume un valor supremo del que no siempre nos damos plena cuenta. Ese valor, que debería ser nuestra fuerza diurna frente a las acometidas de la fuerza nocturna, ese valor que nos mostraría con una máxima claridad el camino frente a los laberintos y las trampas que nos tiende el enemigo, ese valor del habla lo manejamos a veces como quien pone en marcha su automóvil o sube la escalera de su casa, mecánicamente, casi sin pensar, dándolo por sentado y por valido, descontando que la libertad es la libertad y la justicia es la justicia, así tal cual y sin más, como el cigarrillo que ofrecemos o que nos ofrecen. Hoy, en que tanto en España como en muchos países del mundo se juega una vez más el destino de los pueblos frente al resurgimiento de las pulsiones más negativas de la especie, yo siento que no siempre hacemos el esfuerzo necesario para definirnos inequívocamente en el plano de la comunicación verbal, para sentirnos seguros de las bases profundas de nuestras convicciones y de nuestras conductas sociales y políticas. Y eso puede llevarnos en muchos casos sin conocer a fondo el terreno donde se libra la batalla y donde debemos ganarla. Seguimos dejando que esas palabras que transmiten nuestras consignas, nuestras opciones y nuestras conductas, se desgasten y se fatiguen a fuerza de repetirse dentro de moldes avejentados, de retóricas que inflaman la pasión y la buena voluntad pero que no incitan a la reflexión creadora, al avance en profundidad de la inteligencia, a las tomas de posición que signifiquen un verdadero paso adelante en la búsqueda de nuestro futuro. Todo esto sería acaso menos grave si frente a nosotros no estuvieran aquellos que, tanto en el plano del idioma como en el de los hechos, intentan todo lo posible para imponernos una concepción de vida, del estado, de la sociedad y del individuo basado en el desprecio elitista, en la discriminación por razones raciales y económicas, en la conquista de un poder omnímodo por todos los medios a su alcance, desde la destrucción física de pueblos enteros hasta el sojuzgamiento de aquellos grupos humanos que ellos destinan a la explotación económica y a la alienación individual. 
Si algo distingue al fascismo y al imperialismo como técnicas de infiltración es precisamente su empleo tendencioso del lenguaje, su manejo de servirse de los mismo conceptos que estamos utilizando aquí esta noche para alterar y viciar su sentido más profundo y proponerlos como consignas de su ideología. Palabras como patria, libertad y civilización saltan como conejos en todos sus discursos, en todos sus artículos periodísticos. Pero para ellos la patria es una plaza fuerte destinada por definición a menospreciar y a amenazar a cualquier otra patria que no esté dispuesta a marchar de su lado en el desfile de los pasos de ganso. Para ellos la libertad es su libertad, la de una minoría entronizada y todopoderosa, sostenida ciegamente por masas altamente masificadas. Para ellos la civilización es el estancamiento en un conformismo permanente, en una obediencia incondicional. Y es entonces que nuestra excesiva confianza en el valor positivo que para nosotros tienen esos términos puede colocarnos en desventaja frente a ese uso diabólico del lenguaje. Por la muy simple razón de que nuestros enemigos han mostrado sus capacidad de insinuar, de introducir paso a paso un vocabulario que se presta como ninguno al engaño, y si por nuestra parte no damos al habla su sentido más auténtico y verdadero, puede llegar el momento en que ya no se vea con la suficiente claridad la diferencia esencial entre nuestros valores políticos y sociales y los de aquellos que presentan sus doctrinas vestidas con prendas parecidas; puede llegar el día en que el uso reiterado de las mismas palabras por unos y por otros no deje ver ya la diferencia esencial de sentido que hay en términos tales como individuo, como justicia social, corno derechos humanos, según que sean dichos por nosotros o por cualquier demagogo del imperialismo o del fascismo. Hubo un tiempo, sin embargo, en que las cosas no fueron así. Basta mirar hacia atrás en la historia para asistir al nacimiento de esas palabras en su forma más pura, para asentir su temblor matinal en los labios de tantos visionarios, de tantos filósofos, de tantos poetas. Y eso, que era expresión de utopía o de ideal en sus bocas y en sus escritos, habría de llenarse de ardiente vida cuando una primera y fabulosa convulsión popular las volvió realidad en el estallido de la Revolución Francesa. Hablar de libertad, de igualdad y de fraternidad dejó entonces de ser una abstracción del deseo para entrar de lleno en la dialéctica cotidiana de la historia vivida. Y a pesar de las contrarrevoluciones, de las traiciones profundas que habrían de encarnarse en figuras como la de Napoleón Bonaparte y de las de tantos otros, esas palabras conservaron su sabor más humano, su mensaje más acuciante que despertó a otros pueblos, que acompañó el nacimiento de las democracias y la liberación de tantos países oprimidos a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del nuestro. Esas palabras no estaban ni enfermas ni cansadas, a pesar de que poco a poco los intereses de una burguesía egoísta y despiadada empezaba a recuperarlas para sus propios fines, que eran y son el engaño, el lavado de cerebros ingenuos o ignorantes, el espejismo de las falsas democracias como lo estamos viendo en la mayoría de los países industrializados que continúan decididos a imponer su ley y s
us métodos a la totalidad del planeta. Poco a poco esas palabras se viciaron, se enfermaron a fuerza de ser viciadas por las peores demagogias del lenguaje dominante. Y nosotros, que las amamos porque en ellas alienta nuestra verdad, nuestra esperanza y nuestra lucha, seguimos diciéndolas porque las necesitamos, porque son las que deben expresar y transmitir nuestros valores positivos, nuestras normas de vida y nuestras consignas de combate. Las decimos, si, y es necesario y hermoso que así sea; pero ¿hemos sido capaces de mirarlas de frente, de ahondar en su significado, de despojarlas de la adherencias, de falsedad, de distorsión y de superficialidad con que nos han llegado después de un itinerario histórico que muchas veces las ha entregado y las entrega a los peores usos de la propaganda y la mentira? Un ejemplo entre muchos puede mostrar la cínica deformación del lenguaje por parte de los opresores de los pueblos. A lo largo de la segunda guerra mundial, yo escuchaba desde mi país, la Argentina, las transmisiones radiales por ondas cortas de los aliados y de los nazis. Recuerdo, con asco que el tiempo no ha hecho más que multiplicar, que las noticias difundidas por la radio de Hitler comenzaban cada vez con esta frase: Aquí Alemania, defensora de la cultura». Si, ustedes me han oído bien, sobre todo ustedes los mas jóvenes para quienes esa época es ya apenas una página en el manual de historia. Cada noche la voz repetía la misma frase: .Alemania, defensora de la cultura». La repetía mientras millones de judíos eran exterminados en los campos de concentración, la repetía mientras los teóricos hitleristas proclamaban sus teorías sobre la primacía de los arios puros y su desprecio por todo el resto de la humanidad considerada como inferior. 
La palabra cultura, que concentra en su infinito contenido la definición más alta del ser humano, era presentada como un valor que el hitlerismo pretendía defender con sus divisiones blindadas, quemando libros en imnensas piras, condenando las formas más audaces y hermosas del arte moderno, masificando el pensamiento y la sensibilidad de enormes multitudes. Eso sucedía en los años cuarenta, pero la distorsión del lenguaje es todavía peor en nuestros tilas, cuando la sofisticación de los medios de comunicacióxi::Ja vuelve aún más eficaz y peligrosa puesto que aho:tánquea los últimos umbrales de la vida individual, y de§eié los canales de la televisión o las ondas radiales puede invadir y fascinar a quienes no siempre son capaces de reconocer sus verdaderas intenciones. Mi propio país, la Argentina, proporciona hoy otro ejemplo de esta colonización de la inteligencia por deformación de las palabras. En momentos en que diversas comisiones internacionales investigaban las denuncias sobre los::miles y miles de desaparecidos en el país, y daban a.. conocer informes aplastantes donde todas las formas de vióláción de derechos humanas aparecían probadas y.documentadas; la junta militar organizó una propaganda basada en el siguiente slogan: «Los argentinos somos derechos y humanos». Así, esos dos términos indisolublemente ligados desde la Revolución Francesa y en nuestros días por la Declaración de las Naciones Unidas, fueron insidiosamente separados, y la noción de derecho pasó a tomar un sentido totalmente disociado de su significación ética, jurídica y política para convertirse en el elogio demagógico de una supuesta manera de ser de los argentinos. Véase como el mecanismo de ese sofisma se vales de las mismas palabras: como somos derechos y humanos, nadie puede pretender que hemos violado los derechos humanos. Y todo el mundo puede irse a la cama en paz. Pero acaso no haya en estos momentos una utilización mas insidiosa del habla que la utilizada por el imperialismo norteamericano para convencer a su propio pueblo y a los de sus aliados europeos de que es necesario sofocar de cualquier manera la lucha revolucionaria en El Salvador. Para empezar se escamotea el termino «revolución«, a fin de negar el sentido esencial de la larga y dura lucha del pueblo salvadoreño por su libertad -otro término que es cuidadosamente eliminado-; todo se reduce así a lo que se califica de enfrentamientos entre grupos de ultraderecha y de ultraizquierda (estos últimos denominados siempre como «marxistas«), en medio de los cuales la junta de gobierno aparece como agente de moderación y de estabilidad que es necesario proteger a toda costa. La consecuencia de este enfoque verbal totalmente falseado tiene por'abjeto convencer a la población norteamedcara de que frente a toda situación polítieaxprisideráda como inestable en los países vecinos, el debél~de los Estados Unidos es defender la democracia dentro y fuera de sus frcinteras, con lo cual ya tenemos bien instalada la palabra «democta en un contexto con el que naturalmente no tiene nada.que ver. Y así podíamos seguir pasando revista al doble juego de escamoteos y de tergiversaciones verbales que.como se puede comprobar cien veces, golpea a las puertas de nuestro propio discurso político con las armas de la televisión, de la prensa y del cine, para ir generando una confusión mental progresiva, un desgaste de valores, una lenta enfermedad del habla, una fatiga contra la que no siempre luchamos como deberíamos hacerlo. ¿Pero en qué consiste ese deber? Detrás de cada palabra está presente el hombre como historia y como conciencia, y es en la naturaleza del hombre donde se hace necesario ahondar a la hora de asumir, de exponer y de defender nuestra concepción de la democracia y de la justicia social. Ese hombre que pronuncia tales palabras, ¿está bien seguro de que cuando habla de democracia abarca el conjunto de sus semejantes sin la menor restricción de tipo étnico, religioso o idiomático? Ese hombre que habla de libertad, ¿está seguro de que en su vida privada, en el terreno del matrimonio, de la sexualidad, de la paternidad o la maternidad, está dispuesto a vivir sin privilegios atávicos, sin autoridad despótica, sin machismo y sin feminismo entendidos como recíproca sumisión de los sexos? Ese hombre que habla de derechos humanos, ¿está seguro de que sus derechos no benefician cómodamente de una cierta situación social o económica frente a otros hombre que carecen de los medios o la educación necesarios para tener conciencia de ellos y hacerlos valer? Es tiempo de decirlo: las hermosas palabras de nuestra lucha ideológica y política no se enferman y se fatigan por sí mismas, sinoo por el mal uso que les dan nuestros enemigos y que en muchas circunstancias les damos nosotros. Una crítica profunda de nuestra naturaleza, de nuestra manera de pensar, de sentir y de vivir, es la única posibilidad que tenemos de devolverle al habla su sentido más alto, limpiar esas palabras que tanto usamos sin acaso vivirlas desde adentro, sin practicarlas auténticamente desde adentro, sin ser responsables de cada una de ellas desde lo más hondo de nuestro ser. Sólo así esos términos alcanzarán la fuerza que exigimos en ellos, sólo así serán nuestros y solamente nuestros. La tecnología le ha dado al hombre máquinas que lavan las ropas y la vajilla, que le devuelven el brillo y la pureza para su mejor uso. Es hora de pensar que cada uno de nosotros tiene una máquina mental de lavar, y que esa máquina es su inteligencia y su conciencia; con ella podemos y debemos lavar nuestro lenguaje político de tantas adherencias que lo debilitan. Sólo así lograremos que el futuro responda a nuestra esperanza y a nuestra acción, porque la historia es el hombre y se hace a su imagen y a su palabra.