miércoles, 11 de septiembre de 2013

 HORACIO CHIFFLET GIL                             

 
Tres hermanos”




Fueron suficientes nada más que cuatro gotas de lluvia tamborileando en el techo de la casa, para que Pedro decidiera por su propia cuenta, con muy poco trabajo y mucha capacidad de decisión, faltar a la escuela.
Se dio media vuelta en el catre, se tapó hasta la cabeza para no oír nada y  poder seguir durmiendo con total tranquilidad, como a él le gustaba y despuntar el somnoliento vicio.
 Se imaginó que se terminaría el mundo con tanta lluvia y la pequeña cañada que había que cruzar y que generalmente moría de sed por falta de agua, sería un torrente incontenible, e imposible de badear.
 Fueron suficientes nada más que cuatro golpecitos en la puerta, para que sus dos hermanos lo despertaran y lo arrancaran de lo que para él era placentera felicidad. Como era buena cosa, duró poco.
 ¡”Está lloviendo”!!...les gritó Pedro…sin abrir los ojos y sin salir de abajo de la manta que lo cubría…”! mejor no vamos a la escuela”!...generalizó su decisión, como dando una orden.
¡”No está lloviendo …abombao”!....le respondió Luisito, el hermano mayor, soltando una risotada sonora, suficiente para espantar los gorriones del paraíso del patio y unas golondrinas que tenían nido debajo del alero del corredor…”es el tanque del molino que se está volcando”….apurate que te voy ensillando el petizo”!
Pedro era el menor de los tres hermanos con edad escolar,  o hermanos a medias. A veces era el más consentido y otras se llevaba las culpas, por lo tanto no hablaba mucho, ni en la casa ni en la escuela, cosa que había hecho que la maestra, mandara misivas a su madre, observando esa conducta y otras más, de poca importancia.
 Pedro era el contraste de la casa y de la escuela, porque sin saber por qué ni como y nadie preguntaba demasiado por miedo a que lo trataran de curioso, Pedro era de piel muy blanca y de cabellera completamente rubia, casi blanco el pelo, cosa que llamaba la atención, frente a sus dos hermanos con facha de tapes. Ojitos negros, estirados y el pelo como chuza, los diferenciaban de cerca y desde más lejos.

               La cabellera amarilla de Pedro, era un punto de referencia en cualquier lugar que estuviera, e hizo que más de una compañerita precoz en la escuela, lo mirara con insistencia, usando ojos de picardía.
Al mismo tiempo, hizo también que los compañeros, le consiguieran en corto plazo y le acomodaran para que tenga y guarde, el apodo de “huevo frito”. Algunos abreviaban el sobrenombre y lo llamaban simplemente, “huevo” y otros se decidían por “frito”. Solamente su mamá y la maestra de la escuela, lo llamaban por su nombre, como correspondía, cosa que a Pedro lo llenaba de satisfacción, pues veía con orgullo, su nombre impreso a toda tinta, en un cuadro de la clase, donde aparecía un señor con barba y bigote abundante
Allá marcharon los tres hermanos, subidos cada uno en sendos petizos de distinto pelo, pero los tres con las patas cortas y llenos de mañas que solo ellos se las conocían de memoria.
 Allá marcharon, rumbo a la escuela, meta talón y talón, trote y trote.
 Pedro más remolón, unos metros más atrás, hacía que sus hermanos, tuvieran que lentecer el paso para esperarlo. Todavía cargaba con el sueño interrumpido de la mañana. Parecía que todo el peso estaba en los párpados.
Todos los días el mismo trayecto, atravesando campo, sin tener la necesidad de salir a la calle. Solamente cruzaban una cañada tristona, apenas un tajo en la tierra, huérfana de anguilas y berro por naturaleza propia, y además dos porteras de alambre. De cualquier manera, una legua y media de ida y otra para volver, no era poca cosa para los hermanos ni para los petizos.
 Lo hacían con la alegría de inocentes cachorros, jugueteando, sin pensar mucho y sin darse cuenta en lo bueno que aprendían. Las túnicas blancas volvían con los bolsillos llenos de cosas nuevas, que guardaban en sus mentes frágiles. Enriquecían sin darse cuenta.
 Chiquilines con las rodillas sucias por fuera y de cabecitas limpias por dentro. Se iban forjando lentamente en la fragua de la enseñanza.
 Hasta que llegó el momento como todos los días y en el mismo lugar, del ritual sagrado, que sólo ellos sabían y guardaban dentro de sus intimidades particulares. Era como una obligación cumplir con aquello que parecía un rito.
 Una carrera de caballos con patas cortas que se cumplía desde la primera portera a la segunda, cruzando un llano, que los contendores conocían de memoria, con los ojos cerrados, metro por metro.
 Todos sabían en el lugar, el momento y el tiempo, en que se rompía la monotonía quieta y silenciosa del campo, con el grito de Luisito en la cinta imaginaria de la largada.
 ¡!”Ba ha ha”!!!!...y partían como centellas. Cortaban el rezongo del viento, resoplando, devorando la distancia. El perdedor, limpiaría la cocina de su casa, esa noche.
 Lo sabían los teros, que jamás se animaron a hacer el nido en el medio de la pista, una familia de pájaros carpinteros que escandalizaban cada mañana el lugar. Lo sabía un montecito de espinillos, coronillas y talas que los veían pasar, temblando el piso con el redoblar de cascos.

 Eran un ventarrón que soplaba el diablo, por eso toda la bichuria del campo, como que se aprontaban para verlos pasar y formarles un marco vivo de espectadores. Se adherían al ritual, las más variadas familias biológicas del llano.
 Nadie supo bien porqué pasó, lo que pasó.
              Llegaron a la sentencia y Pedro no estaba en su montura. El petizo tubiano se olvidó del muchacho en la mitad del ventarrón y un silencio largo invadió la mañana clara en el medio del campo. Pedro no estaba.
El sol jugaba en su cabellera cuando lo vieron desde lejos, tirado en el medio del camino, junto a una piedra. Quieto, inmóvil, un hilo de sangre le asomaba en la nariz.
 Los hermanos temblaban como tiemblan las plumas del chingolo, cuando parado en la punta de un cardo, soporta el viento pampero, fuerte y frío.
 Lo tocaron y le hablaron cada vez más alto, como que Pedro y su alma se fueran alejando cada vez más, hasta perderse en el silencio verde y más verde de la inmensidad del  campo.
  Pedro quedó inmóvil y sin respuesta.
Lo taparon con la jerga y le pusieron el cojinillo en los pies.
 Llegaron a la escuela envueltos en lo más profundo de los silencios, y ni el cobre de la piel les disimulaba la palidez que pinta la tristeza. Un paisaje triste se había adueñado del camino que los llevaba a la escuela.
 No abrieron la boca en toda la mañana, solamente temblaban y las miradas que se cruzaron a cada momento, parecían que iban con lágrimas. Flechazos de angustia que solamente ellos dos, apenas si asimilaban.
                 ”Pedro no vino a clase hoy”?....preguntó la maestra con extrañeza.
 El punto de referencia no estaba en clase, su lugar estaba vacío.
 Ausencia que desequilibraba el panorama general de la clase.
 ¡”Se durmió”!....respondió Luisito en voz baja y entrecortada, que apenas se oía. Siempre era el que llevaba la voz del grupo. Quiso seguir insinuando algo, pero tuvo miedo, miedo de chiquilín encerrado en su amargura y todo terminó ahí como si fuera asunto concluido, sin arreglo. El diablo se había metido en la carrera de petizos.
 El encierro introvertido de los hermanos, buscaba la luz y de alguna manera buscaban abrirse, levantar el telón del miedo.
 Por orden de la maestra siempre se sentaron en bancas separadas, casi en extremos diferentes. No les era fácil comunicarse.
Ciriaco empezó a escribir una carta, en el mismo momento en que la maestra empezaba a llenar el pizarrón, de un lado a otro y de arriba abajo, con el verbo “acompañar” y en lo más alto escribió una frase explicativa, ejemplarizante…”yo acompaño a mi hermano a la escuela”.
Ciriaco terminó la carta y con ella envolvió una goma para darle más consistencia al envío. La carta hizo una parábola en el aire, cortó el aire, cruzó toda la clase y el destino fue exacto, de acuerdo a lo que pretendía.
 La maestra interrumpió poniéndose de frente y les dijo…”a copiar todo lo que está en el pizarrón, tal cual”…”sin hablar ni distraerse”…”y después haremos un dictado cuyo título es…”Mis hermanos y yo”. Todo lo tenía planificado y sincronizado.
 Luisito abrió la carta de Ciriaco y leyó, si es que se podía leer lo que decía….hizo el esfuerzo porque mayor era su avidez por informarse:
                  “luisito….tengo susto…creo después voy a yorar un poco….la maestra me ba retar….a pedro las mosca le ban echar queresa…..se ba abichar….tendra gusano….bi un carancho bolando y dando buelta…..me ciero ir con pedro pa espantarle las mosca”!
 Toda la amargura acumulada y apretada, en un corazón tan chico, Ciriaco la volcó en pocas y mal escritas palabras. Toda la sensibilidad de niño, en cuatro líneas cortas, desarticuladas, en un papel arrugado.
 Líneas escritas temblando de miedo y que no pudo terminar, antes de que llegara la primera lágrima anunciada, fugada de unos ojos tristes
 Cuando Luisito terminó de leer la carta, cuando la clase entera terminó de copiar lo del pizarrón, cuando la merienda ya se salía de los bolsillos de las túnicas, levantaron la cabeza y ahí estaba… parado en la puerta de la clase, recortada su figura flacuchina en contra luz y mirándolos a todos. Parecía que venía del desierto, finitas sus piernas como un par de palillos, parecía que quería verlos a todos al mismo tiempo, como que hacía mucho tiempo que no los veía. Estaba más pálido que su propia palidez y más blanco que su propia blancura y se mantuvo serio y firme cuando la maestra le gritó…
¡”Pedro”!!…..estas son horas de llegar a clase!...te gusta dormir….quedate parado en el fondo…cuando termine hablamos”!!
 Uno por uno se fueron yendo por el camino largo y polvoriento, el mismo camino que mañana los traería de nuevo a clase. Jugueteando, riendo de cualquier cosa, pechando, correteándose, tirando piedras a lo pájaros, repleto el corazón de tanta alegría.
 Adentro del salón de clase, solamente Pedro y la maestra, metidos en el silencio, como estudiando posturas y el diálogo que correspondía para la ocasión. Hasta que se partió el silencio con palabras envueltas en preguntas. Interrogadora la maestra, quería aclarar la situación, sin entrar en rigores que no venían al caso, según su pensamiento, generalmente conciliador. Parada, con las manos atrás y mirando a Pedro por arriba de los lentes, sobrándole autoridad, le dijo,,,
 “¿Así que llegas tarde a la escuela, porque te gusta dormir, Pedro?...se te pegan las sábanas en la mañana”?
     -¡”No maestra”!!….lo que pasa…lo que pasa…lo que pasa es  que hoy en el camino… me morí un poco”!!
 Se miraron largo rato, no entendían nada, no volaba una mosca, sólo se veía un signo de interrogación en cada ojo de la maestra, sacando en conclusión, en definitiva, que la mentirilla ingenua e inocente, salva la situación.
  ¡”Andá para tu casa Pedro….tus hermanos te están esperando…y mañana me decís con más claridad, …como se hace para morir un poco”!!
Ahí van, de vuelta a casa, tres paisanitos de túnicas blancas, a pura conversación, soltando al viento risotadas fuertes, con Luisito escribiendo con el dedo en el aire…” viva mis hermanos”… hasta que llegaron a la portera y otra vez y caprichosamente el grito retumbante en las piedras del cerro….!!”ba ha ha”!!... los lanzó en una enloquecida carrera de petizos patas cortas. Parecía que los corría el diablo, cuando golpeaban los cascos en el suelo como si fuera un trueno largo que se perdía en la llanura, desafiante, pero sin resolver todavía, quien limpiaría la cocina esa noche.                                                               

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