viernes, 22 de julio de 2011

Dolmen Cicus



Ángel Juárez Masares


Dolmen Cicus tuvo que reconocer aquella noche que no estaba inspirado para trabajar. Había mezclado varias pócimas sin demasiado entusiasmo, y un líquido viscoso e incoloro goteaba lentamente en un matraz luego de recorrer una larga serpentina.
Atravesando el atiborrado laboratorio llegó hasta la única ventana del recinto y la abrió de par en par. Una brisa húmeda penetró proveniente de los campos circundantes trayendo además olor a hierba fresca.
Hacía mucho tiempo que Dolmen Cicus trabajaba en la fórmula que lo sacaría de pobre –según aseguraban sus clientes- y que además le abriría la puerta de las grandes Corporaciones.
No obstante la cercana posibilidad de éxito, algunas noches la duda se enroscaba en su interior y no lo dejaba trabajar –y lo que es peor aún- no lo dejaba dormir. Entonces se asomaba a esa ventana y volvía a contemplar el paisaje hasta donde la claridad de la noche se lo permitiera.
Algunas veces –cuando la luna brillaba en todo su esplendor- se veía claramente el suave declive de la colina sobre la que se encontraba la casa. El camino que corría más abajo, las arboledas de mas allá, luego campos sembrados, y casi al horizonte y perdidas entre las sombras, otras arboledas.
Otras noches, la oscuridad era de tal magnitud que apenas se veía el trozo de terreno que cubría el resplandor de la ventana. En esas ocasiones, el cielo tomaba protagonismo, ofreciendo estrellas perfectamente recortadas en aquella tela negra. La línea del horizonte se perdía entonces en algún lugar, allá lejos y abajo, donde las últimas estrellas se tornaban débiles e insignificantes.
Cuando esto sucedía, Dolmen Cicus apagaba las luces y se quedaba largo rato en la ventana disfrutando  esa extraña sensación de ser un punto en el espacio. Con un poco de práctica, al cabo de unos minutos se comenzaba a perder el sentido de la orientación, y era placentero no saber a ciencia cierta donde era arriba o abajo, atrás o adelante. Para ello había que estar de pié, con los brazos caídos, y no prestar atención al cuerpo físico, sólo dejar que las funciones vitales continuaran desarrollándose automáticamente.
Así estuvo esa vez un tiempo que no pudo precisar y que tampoco le interesaba hacerlo, solo disfrutándolo.
Luego retornó al centro del recinto, encendió las luces, hizo lo propio con su pipa, y se sentó en un pequeño escritorio lleno de papeles.
No pudo recordar la cantidad de veces que había repetido la fórmula. Sabía que estaba cerca de conseguir el resultado, pero fallaba en la cantidad de uno de los componentes.
Dolmen Cicus se descubrió de pronto cansado y con sueño, lo que no dejaba de ser una buena noticia, de manera que decidió aprovechar esa circunstancia e irse a dormir, de modo que se levantó y caminó hasta el fondo del laboratorio para tirarse –aún con la túnica puesta- sobre un camastro hundido en el centro y sin almohada, donde –extrañamente- se quedó dormido de inmediato.

Zeta 30 había precipitado en la redoma, y se veía como un asqueroso resto de vómito. El goteo se había detenido al tornarse demasiado denso el excipiente a causa del frío, y en la parte superior del tubo mayor había millones de minúsculas esferas condensadas. Pero como si esto no fuera suficiente, los restos depositados en la serpentina presentaban ahora un alarmante color azulado.
Dolmen Cicus vio aquello y maldijo haberse dormido.
Lentamente se preparó un café espeso, y mientras lo bebía acercó un mechero a la redoma, le puso fuego, y sentó a observar el proceso.
Al cabo de unos minutos, Zeta 30 comenzó a pasar de su estado semi-sólido a líquido, y su aspecto pasó de asqueroso a soportable. También a causa del calor desaparecieron las esferas que colgaban del techo del tubo mayor, y los restos depositados en la serpentina retomaron su color original.
A esta altura estaba como la última vez, de modo que tomó una pequeña grabadora y comenzó a recitar los próximos pasos. Agregaría cuatro miligramos más de Zeta, pero esta vez 32. Reforzaría el PH del excipiente para conseguir un producto más líquido y minimizar el decantado en la serpentina, y bajaría la cantidad de exhitanil en un 0,06% en relación al total de la suspensión. Estaba seguro que este componente se había convertido en el cuello de botella de su fórmula y que –en la medida que pudiera controlarlo- estaría más cerca del resultado final.
Si bien no tenía claro el día exacto, sabía que pronto vendrían los enviados de su cliente, ansiosos por llevar la fórmula a los poderosos del Consejo que se reunía a cinco mil kilómetros de allí, en el piso 80 de uno de los edificios de oficinas más importantes del planeta.
En realidad, Dolmen Cicus no recordaba cuánto tiempo llevaba trabajando en esa fórmula. ¿Dos años?... ¿tres?...
¿Cuánto tiempo hacía que no veía a otras personas que no fueran los enviados, o el proveedor que venía cada quince días a traerle provisiones?
De todas maneras estaba seguro que el final se acercaba, y que si los sombríos individuos de trajes y gafas negras tardaban una semana más, él tendría pronta la fórmula y podría retirarse a vivir como un rey el resto de su existencia.
Y fue uno de esos días que el milagro sucedió.
Había limpiado y esterilizado meticulosamente todo el instrumental, y puesto a punto sus componentes, rectificando hasta la obsesión, pesos, medidas, densidades, y temperatura.
Retomó entonces la tarea desde el principio, y en un par de días el esfuerzo de años dio sus frutos. El último tramo de casi tres metros de serpentina, matraces, redomas, y recipientes de vidrio de las más variadas formas y tamaños, expulsó apenas dos milímetros de un líquido incoloro en un tubo de ensayo diminuto.
Eso era todo.
Ahora sí, sólo quedaba pasar en limpio la fórmula final que debería ser entregada a sus clientes junto con la muestra del producto, y quemar todos los borradores, porque era condición fundamental del trato que no existiera copia de la misma, ni aún en su poder. Todo estaría entonces supeditado a lo que eventualmente pudiera quedar en su memoria, lo cual –dada la complejidad de la fórmula- la hacía prácticamente imposible de repetir.

Y fue una tarde que caía una llovizna cerrada y fría cuando llegaron los emisarios. Venían como siempre en un gran coche negro de vidrios polarizados, y metidos en largos abrigos grises.
Saber que finalmente podrían llevarse la fórmula y no regresar más a ese remoto e insignificante lugar del mundo, no logró alterar en nada sus rostros inexpresivos.
Cumplieron con lo pactado dejándole un documento bancario que avalaba un depósito a su nombre por una suma sideral –el cual tendría vigencia tras la aprobación y firma del Presidente del Consejo- y asistieron a la destrucción de notas y cintas grabadas. No hablaron siquiera de la posibilidad de que pudiera repetir la fórmula o que hubiera ocultado copias, porque todos sabían que en ello le iba la vida. De manera que tomaron las hojas, pusieron el tubo de ensayo en un recipiente cilíndrico de metal blindado, metieron todo en un maletín que aseguraron con esposas a la muñeca de uno de ellos, y se fueron sin saludar, protocolo que consideraban absolutamente innecesario.
Esa noche Dolmen Cicus tampoco pudo dormir. Anduvo de un lado a otro del laboratorio poniendo algunas cosas en orden, y tratando en vano de hacer lo mismo con sus pensamientos. Al amanecer se puso un abrigo por encima y se fue a caminar por el campo. No recordaba cuanto tiempo hacía que no daba un paseo, y se sorprendió del alarde de vida que le ofrecía la naturaleza. Escándalo de pájaros en los arbustos, insectos que levantan vuelo a su paso entre los pastos, flores amarillas coronando la copa de algunos árboles, y la huída ocasional de algún conejo entre las matas.
Al horizonte, el sol comenzaba a abrirse paso entre nubes teñidas de rojo y amarillo.
Anduvo largo rato sin un rumbo definido, describiendo un amplio círculo que lo llevó de regreso a la casa ya muy entrada la mañana. Una vez allí no fue al laboratorio. Decidió sentarse en una vieja mecedora que tenía bajo el alero, y encender la media carga que aún contenía su pipa.
Imaginó la llegada de los emisarios a la Gran Sala donde los poderosos rodeaban una gigantesca mesa que –en realidad- no tenía nada encima, lo cual sin duda resaltaba su carácter simbólico, y por un momento le invadió una sensación de terror no habitual en él, que solía moverse con científica frialdad.
Superado el trance, Dolmen Cicus trató de ordenar su pensamiento utilizando criterios técnicos. Había culminado lo que era el sueño de cualquier científico en el campo de la química, porque el poder de su fórmula no tenía precedentes. A partir de ella el mundo no sería el mismo, y una vez recibido el aval, no le alcanzaría el resto de su vida para despilfarrar el dinero que le sería depositado en un Banco extranjero.
Podía concluir entonces que estaba satisfecho.

Cuando los hombres entraron a la Gran Sala, quienes se hallaban sentados a la mesa estaban en silencio. Se detuvieron en medio del recinto y liberaron el maletín de la muñeca del portador, quien lo puso frente al hombre que ocupaba la cabecera. Hecho esto se retiraron de inmediato.
Nadie del Consejo se inmutó. El hombre principal tomó un sorbo de agua de la copa que tenía enfrente, y luego deslizó bajo su nariz un habano cubano -sin encender por supuesto- porque allí el aire no podía ser contaminado.
Sin prisa pero sin poder disimular un ligero temblor en sus manos, el hombre abrió el maletín y puso sobre la mesa el pequeño recipiente blindado que contenía el tubo de ensayo con la obra máxima de Dolmen Cicus. Allí convergieron las miradas de todos.
El hombre principal levantó la vista y dijo:
-Señores…lo que hoy tenemos ante nosotros no tiene precedentes en la historia de la humanidad. Esto sólo puede ser comparado al momento que nuestros antepasados cavernícolas lograron dominar el fuego…
Naturalmente depende de nosotros la utilización de este elemento, aún mas allá –como todos sabemos- de las decisiones que pueda tomar El Presidente.
Hemos esperado muchos años por esto, y hemos invertido mucho dinero en él, pero este pequeño cilindro se convertirá de ahora en más en la llave del mundo. Y es nuestra.-
El hombre hizo una pausa para oler nuevamente su tabaco y continuó:
-Podemos decir hoy sin temor equivocarnos, que hemos traído desde el fondo de la historia la piedra arrojada por la honda de David.
Estamos ante la más poderosa arma de destrucción masiva jamás creada, a la que llamaremos “DATREBIL 1”.-
Dicho esto, todos se pusieron de pié y aplaudieron la buena nueva, al tiempo que se abrieron las puertas y  varios mozos entraron portando bandejas repletas de copas de champaña que fueron dejando sobre la mesa para retirarse de inmediato.

Una vez efectuada la entrega del maletín, los portadores se habían retirado del edificio, y se hallaban sentados en un café cercano ante sendos vasos de whisky comentando las alternativas de la operación. Pronto serían  contactados nuevamente para cumplir otra misión que los llevaría quien sabe a qué remoto lugar del mundo.
A través del ventanal se veía pasar la gente, mientras al otro lado de la calle algunos obreros trabajaban en una alcantarilla, a pocos metros de un tipo que filmaba algo con su cámara.

Fue a casi media mañana de ese once de setiembre de 2002, cuando el primer avión se incrustó justo en el piso 80 del edificio donde los emisarios acababan de realizar la entrega, y en el momento exacto en que los hombres del Consejo alzaban sus copas para brindar por “DATREBIL 1”, la más poderosa arma de destrucción masiva jamás creada.

No fue hasta bien entrada la mañana siguiente que Dolmen Cicus se enteró del suceso. Se hallaba abriendo una latas de alimentos para preparar su almuerzo cuando escuchó un noticiero que brindaba detalles del ataque, o mejor dicho, de los ataques, porque a esa hora ya era tema conocido en todo el mundo.
Quizá fue su instinto de conservación que se activó por una razón ignota, lo que le permitió asimilar la noticia con cierta calma, o por lo menos, sin entrar en shock.
Giró lentamente hacia el receptor aún con el abrelatas en la mano, y trató de prestar atención a las palabras del locutor.
Escuchó el desarrollo de la noticia durante algunos minutos, y de pronto giró el dial de un manotazo para descubrir que no era uno sino dos los aviones, y no uno sino dos los edificios impactados.
A partir de allí, los movimientos de Domen Cicus se tornaron  cada vez mas parsimoniosos, como si tomara extrema precaución de  en ser absolutamente conciente de lo que hacía. Bajó al sótano por la antigua escalera de ladrillos cuyos escalones estaban gastados al centro, gozando el roce del pasamanos de madera entre sus dedos. Al avanzar, aspiró el típico olor a humedad y moho del subsuelo, y faltando tres peldaños  se detuvo un momento y comenzó a entonar una melodía incomprensible, muy cercana quizá a una canción de cuna.
De uno de los últimos estantes extrajo una botella de vino que limpió de telas y de polvo con el faldón de su camisa, y regresó con ella acunada entre los brazos.
Una vez en la sala comedor, Dolmen Cicus puso la mesa como nunca antes lo había hecho. Hurgó en algunos cajones hasta dar con un finísimo mantel de hilo que su madre había traído de Rumania, y aunque estaba un poco amarillento en los bordes, igual lo puso.
Desde otro cajón sacó una salsera de plata, cubiertos, y un portaservilletas del mismo metal.
Alhajada que hubo la mesa, terminó de abrir las latas de conserva y se sentó a comer, no sin antes paladear largamente el oscuro vino del sótano familiar.

El muchacho que más o menos cada quince días llevaba las vituallas a la casa de Dolmen Cicus fue quien encontró el cadáver.
Estaba de bruces sobre la mesa, y su mano derecha aferraba aún la copa de vino. A su lado había un pequeño tubo de ensayo con restos de una extraña sustancia.

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