Las Palabras
Conferencia de Julio
Cortázar, Madrid (1981)

Si algo distingue al fascismo y al imperialismo como técnicas de infiltración
es precisamente su empleo tendencioso del lenguaje, su manejo de servirse de
los mismo conceptos que estamos utilizando aquí esta noche para alterar y
viciar su sentido más profundo y proponerlos como consignas de su ideología.
Palabras como patria, libertad y civilización saltan como conejos en todos sus
discursos, en todos sus artículos periodísticos. Pero para ellos la patria es
una plaza fuerte destinada por definición a menospreciar y a amenazar a
cualquier otra patria que no esté dispuesta a marchar de su lado en el desfile
de los pasos de ganso. Para ellos la libertad es su libertad, la de una minoría
entronizada y todopoderosa, sostenida ciegamente por masas altamente
masificadas. Para ellos la civilización es el estancamiento en un conformismo
permanente, en una obediencia incondicional. Y es entonces que nuestra excesiva
confianza en el valor positivo que para nosotros tienen esos términos puede
colocarnos en desventaja frente a ese uso diabólico del lenguaje. Por la muy
simple razón de que nuestros enemigos han mostrado sus capacidad de insinuar,
de introducir paso a paso un vocabulario que se presta como ninguno al engaño,
y si por nuestra parte no damos al habla su sentido más auténtico y verdadero,
puede llegar el momento en que ya no se vea con la suficiente claridad la
diferencia esencial entre nuestros valores políticos y sociales y los de
aquellos que presentan sus doctrinas vestidas con prendas parecidas; puede
llegar el día en que el uso reiterado de las mismas palabras por unos y por
otros no deje ver ya la diferencia esencial de sentido que hay en términos
tales como individuo, como justicia social, corno derechos humanos, según que
sean dichos por nosotros o por cualquier demagogo del imperialismo o del
fascismo. Hubo un tiempo, sin embargo, en que las cosas no fueron así. Basta
mirar hacia atrás en la historia para asistir al nacimiento de esas palabras en
su forma más pura, para asentir su temblor matinal en los labios de tantos visionarios,
de tantos filósofos, de tantos poetas. Y eso, que era expresión de utopía o de
ideal en sus bocas y en sus escritos, habría de llenarse de ardiente vida
cuando una primera y fabulosa convulsión popular las volvió realidad en el
estallido de la Revolución
Francesa. Hablar de libertad, de igualdad y de fraternidad
dejó entonces de ser una abstracción del deseo para entrar de lleno en la
dialéctica cotidiana de la historia vivida. Y a pesar de las
contrarrevoluciones, de las traiciones profundas que habrían de encarnarse en
figuras como la de Napoleón Bonaparte y de las de tantos otros, esas palabras
conservaron su sabor más humano, su mensaje más acuciante que despertó a otros
pueblos, que acompañó el nacimiento de las democracias y la liberación de
tantos países oprimidos a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del
nuestro. Esas palabras no estaban ni enfermas ni cansadas, a pesar de que poco
a poco los intereses de una burguesía egoísta y despiadada empezaba a
recuperarlas para sus propios fines, que eran y son el engaño, el lavado de
cerebros ingenuos o ignorantes, el espejismo de las falsas democracias como lo
estamos viendo en la mayoría de los países industrializados que continúan
decididos a imponer su ley y s
us métodos a la totalidad del planeta. Poco a
poco esas palabras se viciaron, se enfermaron a fuerza de ser viciadas por las
peores demagogias del lenguaje dominante. Y nosotros, que las amamos porque en
ellas alienta nuestra verdad, nuestra esperanza y nuestra lucha, seguimos
diciéndolas porque las necesitamos, porque son las que deben expresar y
transmitir nuestros valores positivos, nuestras normas de vida y nuestras
consignas de combate. Las decimos, si, y es necesario y hermoso que así sea;
pero ¿hemos sido capaces de mirarlas de frente, de ahondar en su significado,
de despojarlas de la adherencias, de falsedad, de distorsión y de
superficialidad con que nos han llegado después de un itinerario histórico que
muchas veces las ha entregado y las entrega a los peores usos de la propaganda
y la mentira? Un ejemplo entre muchos puede mostrar la cínica deformación del
lenguaje por parte de los opresores de los pueblos. A lo largo de la segunda
guerra mundial, yo escuchaba desde mi país, la Argentina , las
transmisiones radiales por ondas cortas de los aliados y de los nazis.
Recuerdo, con asco que el tiempo no ha hecho más que multiplicar, que las
noticias difundidas por la radio de Hitler comenzaban cada vez con esta frase:
Aquí Alemania, defensora de la cultura». Si, ustedes me han oído bien, sobre
todo ustedes los mas jóvenes para quienes esa época es ya apenas una página en
el manual de historia. Cada noche la voz repetía la misma frase: .Alemania,
defensora de la cultura». La repetía mientras millones de judíos eran
exterminados en los campos de concentración, la repetía mientras los teóricos
hitleristas proclamaban sus teorías sobre la primacía de los arios puros y su
desprecio por todo el resto de la humanidad considerada como inferior.
La palabra cultura, que concentra en su infinito contenido la definición más
alta del ser humano, era presentada como un valor que el hitlerismo pretendía
defender con sus divisiones blindadas, quemando libros en imnensas piras,
condenando las formas más audaces y hermosas del arte moderno, masificando el
pensamiento y la sensibilidad de enormes multitudes. Eso sucedía en los años
cuarenta, pero la distorsión del lenguaje es todavía peor en nuestros tilas,
cuando la sofisticación de los medios de comunicacióxi::Ja vuelve aún más
eficaz y peligrosa puesto que aho:tánquea los últimos umbrales de la vida
individual, y de§eié los canales de la televisión o las ondas radiales puede
invadir y fascinar a quienes no siempre son capaces de reconocer sus verdaderas
intenciones. Mi propio país, la
Argentina , proporciona hoy otro ejemplo de esta colonización
de la inteligencia por deformación de las palabras. En momentos en que diversas
comisiones internacionales investigaban las denuncias sobre los::miles y miles
de desaparecidos en el país, y daban a.. conocer informes aplastantes donde
todas las formas de vióláción de derechos humanas aparecían probadas
y.documentadas; la junta militar organizó una propaganda basada en el siguiente
slogan: «Los argentinos somos derechos y humanos». Así, esos dos términos
indisolublemente ligados desde la Revolución Francesa
y en nuestros días por la
Declaración de las Naciones Unidas, fueron insidiosamente
separados, y la noción de derecho pasó a tomar un sentido totalmente disociado
de su significación ética, jurídica y política para convertirse en el elogio
demagógico de una supuesta manera de ser de los argentinos. Véase como el
mecanismo de ese sofisma se vales de las mismas palabras: como somos derechos y
humanos, nadie puede pretender que hemos violado los derechos humanos. Y todo
el mundo puede irse a la cama en paz. Pero acaso no haya en estos momentos una
utilización mas insidiosa del habla que la utilizada por el imperialismo
norteamericano para convencer a su propio pueblo y a los de sus aliados
europeos de que es necesario sofocar de cualquier manera la lucha
revolucionaria en El Salvador. Para empezar se escamotea el termino
«revolución«, a fin de negar el sentido esencial de la larga y dura lucha del
pueblo salvadoreño por su libertad -otro término que es cuidadosamente eliminado-;
todo se reduce así a lo que se califica de enfrentamientos entre grupos de
ultraderecha y de ultraizquierda (estos últimos denominados siempre como
«marxistas«), en medio de los cuales la junta de gobierno aparece como agente
de moderación y de estabilidad que es necesario proteger a toda costa. La
consecuencia de este enfoque verbal totalmente falseado tiene por'abjeto
convencer a la población norteamedcara de que frente a toda situación
polítieaxprisideráda como inestable en los países vecinos, el debél~de los
Estados Unidos es defender la democracia dentro y fuera de sus frcinteras, con
lo cual ya tenemos bien instalada la palabra «democta en un contexto con el que
naturalmente no tiene nada.que ver. Y así podíamos seguir pasando revista al doble
juego de escamoteos y de tergiversaciones verbales que.como se puede comprobar
cien veces, golpea a las puertas de nuestro propio discurso político con las
armas de la televisión, de la prensa y del cine, para ir generando una
confusión mental progresiva, un desgaste de valores, una lenta enfermedad del
habla, una fatiga contra la que no siempre luchamos como deberíamos hacerlo.
¿Pero en qué consiste ese deber? Detrás de cada palabra está presente el hombre
como historia y como conciencia, y es en la naturaleza del hombre donde se hace
necesario ahondar a la hora de asumir, de exponer y de defender nuestra
concepción de la democracia y de la justicia social. Ese hombre que pronuncia
tales palabras, ¿está bien seguro de que cuando habla de democracia abarca el
conjunto de sus semejantes sin la menor restricción de tipo étnico, religioso o
idiomático? Ese hombre que habla de libertad, ¿está seguro de que en su vida
privada, en el terreno del matrimonio, de la sexualidad, de la paternidad o la
maternidad, está dispuesto a vivir sin privilegios atávicos, sin autoridad
despótica, sin machismo y sin feminismo entendidos como recíproca sumisión de
los sexos? Ese hombre que habla de derechos humanos, ¿está seguro de que sus
derechos no benefician cómodamente de una cierta situación social o económica
frente a otros hombre que carecen de los medios o la educación necesarios para
tener conciencia de ellos y hacerlos valer? Es tiempo de decirlo: las hermosas
palabras de nuestra lucha ideológica y política no se enferman y se fatigan por
sí mismas, sinoo por el mal uso que les dan nuestros enemigos y que en muchas
circunstancias les damos nosotros. Una crítica profunda de nuestra naturaleza,
de nuestra manera de pensar, de sentir y de vivir, es la única posibilidad que tenemos
de devolverle al habla su sentido más alto, limpiar esas palabras que tanto
usamos sin acaso vivirlas desde adentro, sin practicarlas auténticamente desde
adentro, sin ser responsables de cada una de ellas desde lo más hondo de
nuestro ser. Sólo así esos términos alcanzarán la fuerza que exigimos en ellos,
sólo así serán nuestros y solamente nuestros. La tecnología le ha dado al
hombre máquinas que lavan las ropas y la vajilla, que le devuelven el brillo y
la pureza para su mejor uso. Es hora de pensar que cada uno de nosotros tiene
una máquina mental de lavar, y que esa máquina es su inteligencia y su
conciencia; con ella podemos y debemos lavar nuestro lenguaje político de
tantas adherencias que lo debilitan. Sólo así lograremos que el futuro responda
a nuestra esperanza y a nuestra acción, porque la historia es el hombre y se
hace a su imagen y a su palabra.
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