sábado, 9 de abril de 2011

De la compatibilidad entre el caviar y el alma


Ángel Juárez Masares

Leónidas Thomas Morton pasó suavemente la inmaculada servilleta por sus labios y se dio por satisfecho.
Había cenado langosta traída para él desde el mar de Bering, y disfrutado previamente de una entrada de cerdo frío con trufas españolas.
Al otro lado de la mesa que ocupaba el centro de la sala, su sillón favorito lo esperaba a la distancia exacta del hogar encendido.
Leónidas Thomas Morton no necesitaba hablar con su personal de servicio. Fue intentar levantarse y ya tenía dos manos retirándole la silla. Fue sentarse frente al fuego, y ya tenía a su derecha la copa de cognac y el café de Colombia. Fue tomar el primer sorbo y ya tenía a su alcance el último informe de la Bolsa neoyorkina, y un resumen de los mercados asiáticos. A partir de ese momento quedaría sólo en la enorme mansión desde donde dirigía con admirable eficacia sus asuntos financieros.
Al día siguiente –hacia las nueve de la mañana- tendría su desayuno y los periódicos encima de la cama junto a su bata de Malasia.
Leónidas Thomas Morton era -como hemos visto- un hombre decididamente inclinado a los placeres de la buena mesa, superados quizá por la costumbre de acumular más dinero del que ya poseía.
Pero como estar vivo significa compartir el riesgo de morirse, una noche le tocó el turno a nuestro millonario.
Los sirvientes lo encontraron en medio de la gran cama, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho.
Con la misma indiferencia con que habían servido al señor en vida, llamaron al médico para certificar su muerte.
El viejo galeno llegó sin prisa y examinó el cadáver, tras lo cual llamó a sus abogados. Estos llegaron presurosos y afligidos, inquiriendo al doctor sobre las causas del deceso. Con la parsimonia que dan largos años de experiencia en estas lides, garabateó un formulario tachando con una cruz todos los ítems, y escribiendo: “infarto al miocardio” allí donde rezaba: causa de muerte. Hecho esto, se fue sin decir palabra.
Sin embargo el viejo doctor había mentido.
Leónidas Thomas Morton dedicó toda su vida a complacer su cuerpo. A descubrir la más insignificante diferencia en el añejado del cognac. A distinguir el sabor de un salmón pescado en el Yukón, de otro capturado en el Ontario. A saber si el habano que fumaba lo había arrollado un hombre o una mujer con solo tomarlo entre los dedos, y a constatar la edad de los vinos con solo verterlos en la copa.
Pero el viejo médico sabía que Leónidas Thomas Morton jamás había leído una poesía, que nunca había escuchado a Arthur Rubinstein, y que ignoraba por completo qué había hecho Claude Monet.
Naturalmente que el viejo doctor no podía decir la verdad.
¿Quién creería que el financista Leónidas Thomas Morton  había muerto de hambre?
Porque el viejo doctor sabía que sin alimento el alma se aburre y se nos va, buscando quizá otros seres donde alojarse para continuar el gran misterio universal.-

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