sábado, 9 de abril de 2011

Desenviudándose


Dostin Armad Pilón

Una juventud agonizante se oculta dentro de esa mujer de ánimo encorvado y rasgos castigados por el tiempo. La vida se había encargado de hacer olvidar que alguna vez ese cuerpo había sido lo que hoy nadie podía ver. Esta perpetua prisión le robó hasta el último trozo de su rostro que ahora denunciaba pena ante cada espejo que se le atravesaba.
Una mañana salió con su desgastado andar y se sentó de frente al sol. Levantó su cabeza y dirigió la mirada hacia él, estando dispuesta a enfrentarlo cara a cara. Sus ojos acusaban con lágrimas aquel desafío incomprensible, -que temblorosos-, lloraron hasta que el astro rey logró atajarse con una nube. Fue en ese momento que una irónica sonrisa nació entre los labios de aquella mujer que ensayaba una alegría pasajera por su evidente victoria.
Ilustración: Ángel Juárez
Es que había comprobado una vez más que ningún fenómeno tangible podría causarle esa única sensación como cuando sus labios perdían su forma contra esos otros de su amante.
Ella tenía tatuado en su memoria aquel sentimiento privado de placer y pasión que podía apreciar al abrir la puerta de su pasado. Aquellos encuentros de sonidos improvisados ejecutaban una musicalidad que dirigía aquella danza pagana de carnosidad y sentimiento que aún estaba impregnada en su piel. Tanto es así que ese breve estacionamiento en la memoria le provocaba un escalofrío raramente placentero.
Con dificultad posa su espalda en la silla, como queriendo escaparse de aquella tentadora provocación; hasta que una suave brisa roza su cuello y ella se cubre cerrando sus ojos. Aquello sí se asemejaba a ese encuentro atrevido de caricias y lenguas de fuego que dibujaron mil formas en aquel oculto andén de su sensibilidad que la desnudó de cuerpo y alma en más de una oportunidad.
Era sólo en ese lugar y ante ese sólo hombre que los turgentes músculos de aquella Eva se afinaban como una cuerda prima.
Ese acto indecible era seguido por una enredadera de manos, brazos y dedos que la atrapaban de punta a punta hasta perder la libertad individual y someterse a aquella condena conjunta de placer.
Mientras se sigue condenando a esas sensaciones el aire se le va acumulando en sus pulmones y su pecho henchido crece hasta la frontera del exceso.
Intenta moverse pero no puede. Sus palabras también se encuentran inmovilizadas por su mente, que sigue andando por los caminos de esos instantes en donde su voz se apagaba por completo, -ya que el filo de una palabra podía cortar aquella inspiración cobijada en aquel lugar sin número ni dirección-, al que no podía regresarse con la razón.

No había palabras ni silencios, sin embargo cada vez que abría sus ojos, se caía de aquella realidad que hacía retumbar contra el suelo de esta otra.
Había estado tanto tiempo atrapada en ese espacio que la efímera seguridad la había burlado.
Recuerda que antes de que su hombre partiera ella le había prometido el mejor de los besos. Él decidió prolongar ese momento sin tener en cuenta que la ausencia podía cruzar por la puerta siempre abierta de la imprudencia humana.
Aquel hombre se fugó de la vida y se llevó consigo la conciencia del adiós.
Esa mujer, que había muerto con él, se descomponía de recuerdos.
Así fue que dejó que sus labios se resquebrajaran por la sequedad de su propia soledad; aunque en ocasiones los mojaba con la savia de lo añorado, tal vez preparándose para un regreso nunca prometido.

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