sábado, 14 de abril de 2012

7

 


Sobre esta hoja desierta como un cementerio a medianoche


de qué luna escribir en cuál de todos

los techos del desvelo.

Cómo saber si fue verdad el aire,

si el jazmín nada más que un simulacro,

si la palabra fuego ardió cuando hizo falta.

Dónde anotar los pájaros del horizonte roto,

la voz de una mujer

                             fugada

                                        del espejo.

Tengo miedo de leer despedidas detrás de cada lluvia,

de creer una tregua entre banderas,

mientras la soledad –gusano endemoniado-

nos perfora los ojos.

O acaso es necesario pertrecharse contra

el roído muro de la infancia,

contra el primer silencio,

esa frontera incierta con papeles de prófugo.

Si es así, aquí me tienen, desarmado,

desnudo peregrino de la duda,

pidiéndole al primero que camine esta calle

que me responda

qué hago en el borde la nostalgia en blanco.





8



Hay quien va en autobus a las seis

de un otoño.

Un libro suspendido en otro aire,

los ojos húmedos,

caídos

sobre esa línea que habla del amor vulnerable.



Sin misericordia.



Hay quien viaja sin misericordia

por su propia ciudad.

Lo persiguen sus lluvias,

sus preguntas

mordiéndole la espalda.

Tropieza y cae,

se levanta y cae,

reanuda cartas nunca comenzadas.



Olvidos.





Suelta olvidos

que intentan borrar parques, casas de la niñez

atestadas de ángeles.



A las seis de un otoño.

                               







9



 Por caminos de polvo pasa el verano,

su  carruaje de siesta,

las maletas

de la mujer que vuelve

o que no se fue nunca.

Tiemblan pájaros al borde de la tarde.

Ellos saben lo que es quedar sin alas,

sin canción,

sin casa,

como ahora va la eterna peregrina, obstinada

en saber detrás de qué palabra

empieza el cielo.





10


El hombre que cierra el ojo izquierdo

 y apoya

el  derecho
contra su pasado
es incapaz de confirmar si es suyo
ese rostro infantil
al fondo de la foto.
Intuye fechas y circunstancias:
por el abrigo, invierno,
ese telón al fondo, el cine de su pueblo.
Si acepta lo que cuentan los mayores
le pertenecería
cada porción de aquella escena en sepia.
Pero él sabe que la duda
es la única certeza disponible,
y aparta la pupila.
Despavorido.
Urgente.
Sin regreso.

Luis Carro
·         del libro “El hombre que cierra el ojo izquierdo”, inédito y cedido especialmente para HUM BRAL por el propio autor. En semanas anteriores ya hemos publicado otros poemas de este libro.
La trama



Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las carpas y los aceros la de Marco Junio Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconversión y lenta sorpresa (estas palabras hay que oirlas, no leerlas): ¡Pero, che!
Lo matan y no sabe que muere para que se repita la escena.

Jorge Luis Borges

viernes, 6 de abril de 2012

Una historia
 
Hans Christian Andersen




En el jardín florecían todos los manzanos; se habían apresurado a echar flores antes de tener hojas verdes; todos los patitos estaban en la acera, y el gato con ellos, relamiéndose el resplandor del sol, relamiéndoselo de su propia pata.
Y si uno dirigía la mirada a los campos, veía lucir el trigo con un verde precioso, y todo era trinar y piar de mil pajarillos, como si se celebrase una gran fiesta; y de verdad lo era, pues había llegado el domingo. Tocaban las campanas, y las gentes, vestidas con sus mejores prendas, se encaminaban a la iglesia, tan orondas y satisfechas.
Sí, en todo se reflejaba la alegría; era un día tan tibio y tan magnífico, que bien podía decirse:
- Verdaderamente, Dios Nuestro Señor es de una bondad infinita para con sus criaturas. En el interior de la iglesia, el pastor, desde el púlpito, hablaba, sin embargo, con voz muy recia y airada; se lamentaba de que todos los hombres fueran unos descreídos y los amenazaba con el castigo divino, pues cuando los malos mueren, van al infierno, a quemarse eternamente; y decía además que su gusano no moriría, ni su fuego se apagaría nunca, y que jamás encontrarían la paz y el reposo.
¡Daba pavor oírlo, y se expresaba, además, con tanta convicción...! Describía a los feligreses el infierno como una cueva apestosa, donde confluye toda la inmundicia del mundo; allí no hay más aire que el de la llama ardiente del azufre, ni suelo tampoco: todos se hundirían continuamente, en eterno silencio. Era horrible oír todo aquello, pero el párroco lo decía con toda su alma, y todos los presentes se sentían sobrecogidos de espanto.
Y, sin embargo, allá fuera los pajarillos cantaban tan alegres, y el sol enviaba su calor, y cada florecilla parecía decir: «Dios es infinitamente bueno para todos nosotros». Sí, allá fuera las cosas eran muy distintas de como las pintaba el párroco. Al anochecer, a la hora de acostarse, el pastor observó que su esposa permanecía callada y pensativa.
- ¿Qué te pasa? -le preguntó. - Me pasa... -respondió ella-, pues me pasa que no puedo concretar mis pensamientos, que no comprendo bien lo que dijiste, que haya tantas personas limpias y que han de ser condenadas al fuego eterno. ¡Eterno...! ¡Ay, qué largo es esto! Yo no soy sino una pobre pecadora, y, sin embargo, no tendría valor para condenar al fuego eterno ni siquiera al más perverso de los pecadores.
¡Cómo podría, pues, hacerlo Dios Nuestro Señor, que es infinitamente bueno y sabe que el mal viene de fuera y de dentro! No, no puedo creerlo, por más que tú lo digas. Había llegado el otoño, y las hojas caían de los árboles; el grave y severo párroco estaba sentado a la cabecera de una moribunda: un alma creyente y piadosa iba a cerrar los ojos; era su propia esposa.
- ...Si alguien merece descanso en la tumba y gracia ante Dios, ésa eres tú -dijo el pastor. Le cruzó las manos sobre el pecho y rezó una oración para la difunta. La mujer fue conducida a su sepultura. Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas de aquel hombre grave. En la casa parroquial reinaban el silencio y la soledad: el sol del hogar se había apagado; ella se había ido.
Era de noche; un viento frío azotó la cabeza del clérigo. Abrió los ojos y le pareció como si la luna brillara en el cuarto, y, sin embargo, no era así. Pero junto a su cama estaba de pie una figura humana: el espíritu de su esposa difunta, que lo miraba con expresión afligida, como si quisiera decirle algo.
El párroco se incorporó en el lecho y extendió hacia ella los brazos: - ¿Tampoco tú gozas del eterno descanso? ¿Es posible que sufras, tú, la mejor y la más piadosa? La muerta bajó la cabeza en signo afirmativo y se puso la mano en el pecho.
- ¿Podría yo procurarte el reposo en la sepultura?
- Si -llegó a sus oídos.
- ¿De qué manera? - Dame un cabello, un solo cabello de la cabeza de un pecador cuyo fuego jamás haya de extinguirse, de un pecador a quien Dios haya de condenar a las penas eternas del infierno.
- ¡Oh, será fácil salvarte, mujer pura y piadosa! -exclamó él. - ¡Sígueme, pues! -contestó la muerta-.
Así nos ha sido concedido. Volarás a mi lado allá donde quiera llevarte tu pensamiento; invisibles a los hombres, penetraremos en sus rincones más secretos, pero deberás señalarme con mano segura al condenado a las penas eternas, y tendrás que haberlo encontrado antes de que cante el gallo. En un instante, como llevados por el pensamiento, estuvieron en la gran ciudad, y en las paredes de las casas vieron escritas en letras de fuego los nombres de los pecados mortales: orgullo, avaricia, embriaguez, lujuria, en resumen, el iris de siete colores de las culpas capitales.
- Sí, ahí dentro, como ya pensaba y sabía -dijo el párroco moran los destinados al fuego eterno -. Y se encontraron frente a un portal magníficamente iluminado, de anchas escaleras adornadas con alfombras y flores; y de los bulliciosos salones llegaban los sones de música de baile. El portero lucía librea de seda y terciopelo y empuñaba un bastón con incrustaciones de plata.
- ¡Nuestro baile compite con los del Palacio Real! - dijo, dirigiéndose a la muchedumbre estacionada en la calle. En su rostro y en su porte entero se reflejaba un solo pensamiento:
«¡Pobre gentuza que miráis desde fuera, para mí todos sois canalla despreciable!».
- ¡Orgullo! -dijo la muerta-. ¿Lo ves? - ¿Ese? -contestó el párroco-. Pero ése no es más que un loco, un necio; ¿cómo ha de ser condenado a las penas eternas?
- ¡No más que un loco! -resonó por toda la casa del orgullo. Todos en ella lo eran. Entraron volando al interior de las cuatro paredes desnudas del avariento. Escuálido como un esqueleto, tiritando de frío, hambriento y sediento, el viejo se aferraba al dinero con toda su alma. Lo vieron saltar de su mísero lecho, como presa de la fiebre, y apartar una piedra suelta de la pared. Allí había monedas de oro metidas en un viejo calcetín. Lo vieron cómo palpaba su chaqueta andrajosa, donde tenía cosidas más monedas, y sus dedos húmedos temblaban.
- ¡Está enfermo! Es puro desvarío, una triste demencia envuelta en angustia y pesadillas. Se alejaron rápidamente, y muy pronto se encontraron en el dormitorio de la cárcel, donde, en una larga hilera de camastros, dormían los reclusos. Uno de ellos despertó, y, como un animal salvaje, lanzó un grito horrible, dando con el codo huesudo en el costado del compañero, el cual, volviéndose, exclamó medio dormido:
- ¡Cállate la boca, so bruto, y duerme! ¡Todas las noches haces lo mismo! - ¡Todas las noches! -repitió el otro- ...¡Sí, todas las noches se presenta y lanza alaridos y me atormenta! En un momento de ira hice tal y cual cosa; nací con malos instintos, y ellos me han llevado aquí por segunda vez; pero obré mal y sufro mi merecido. Una sola cosa no he confesado. Cuando salí de aquí la última vez, al pasar por delante de la finca de mi antiguo amo, se encendió en mí el odio. Froté un fósforo contra la pared, el fuego prendió en el tejado de paja y las llamas lo devoraron todo.
Me pasó el arrebato, como suele ocurrirme, y ayudé a salvar el ganado y los enseres. Ningún ser vivo murió abrasado, excepto una bandada de palomas que cayeron al fuego, y el perro mastín, en el que no había pensado. Se le oía aullar entre las llamas... y sus aullidos siguen lastimándome los oídos cuando me echo a dormir; y cuando ya duermo, viene el perro, enorme e hirsuto, y se echa sobre mí aullando y oprimiéndome, atormentándome... ¡Escucha lo que te cuento, pues! Tú puedes roncar, roncar toda la noche, mientras yo no puedo dormir un cuarto de hora -. Y en un arrebato de furor, pego a su campanero un puñetazo en la cara.
- ¡Ese Mads se ha vuelto loco otra vez! -gritaron en torno; los demás presos se lanzaron contra él, y, tras dura lucha, le doblaron el cuerpo hasta meterle la cabeza entre las piernas, atándolo luego tan reciamente, que la sangre casi le brotaba de los ojos y de todos los poros.
- ¡Vais a matarlo, infeliz! -gritó el párroco, y al extender su mano protectora hacia aquel pecador que tanto sufría, cambió bruscamente la escena. Volaron a través de ricos salones y de modestos cuartos; la lujuria, la envidia y todos los demás pecados capitales desfilaron ante ellos; un ángel del divino tribunal daba lectura a sus culpas y a su defensa; cierto que ello contaba poco ante Dios, pues Dios lee en los corazones, lo sabe todo, lo malo que viene de dentro y de fuera; Él, que es la misma gracia y el amor mismo.
La mano del pastor temblaba, no se atrevía a alargarla para arrancar un cabello de la cabeza de un pecador. Y las lágrimas manaban de sus ojos como el agua de la gracia y del amor, que extinguen el fuego eterno del infierno. En esto cantó el gallo.
- ¡Dios misericordioso! ¡Concédele paz en la tumba, la paz que yo no pude darle!
- ¡Gozo de ella, ya! -exclamó la muerta-. Lo que me ha hecho venir a ti han sido tus palabras duras, tu sombría fe en Dios y en sus criaturas. ¡Aprende a conocer a los hombres! Aun en los malos palpita una parte de Dios, una parte que apagará y vencerá las llamas de infierno. El sacerdote sintió un beso en sus labios; había luz a su alrededor: el sol radiante de Nuestro Señor entraba en la habitación, donde su esposa, dulce y amorosa, acababa de despertarlo de un sueño que Dios le había enviado.
Los zapatos rojos



Hans Christian Andersen
Erase una muchachita muy linda y graciosa en extremo, pero tan pobre, que en verano tenía siempre que ir descalza y en invierno con grandes zuecos, lo que lastimaba horriblemente sus piececitos y los dejaba enrojecidos.
En medio de la aldea vivía la vieja zapatera; se sentaba a coser lo mejor que sabía un par de zapatitos de tiras de un viejo trapo rojo. Eran bastante toscos, pero la zapatera los hacía con el mejor fin, para dárselos a la muchachita. La muchachita se llamaba Karen.Tuvo los zapatos rojos y los estrenó precisamente el día que enterraron a su madre. No eran lo que se dice una prenda de luto, pero no tenía otros. Así es que se los puso en los pies desnudos, para seguir al pobre ataúd de paja.
Acertó en aquel momento a pasar un enorme y viejo carruaje en el que iba una enorme y vieja señora. Vio a la muchachita y le dio pena, por lo que dijo al sacerdote:
-Oiga, si me entrega la niña, me encargaré de ella.
Y Karen pensó que todo era debido a los zapatos rojos, pero la señora dijo que eran horrorosos y los mandó quemar. Karen tuvo vestidos limpios y bonitos, aprendió a leer y a coser y la gente dijo que era encantadora, pero el espejo le decía:
-Eres más que encantadora. ¡Eres preciosa!
Ocurrió que una vez la reina recorrió el país y llevó con ella a la princesa, su hija. El pueblo se aglomeró ante el castillo y allí estaba también Karen y la princesita se asomó a una ventana con su vestido blanco. No llevaba cola ni corona, sino preciosos zapatos rojos de tafilete. Eran de verdad mucho más bonitos que los que la vieja zapatera había cosido para la pequeña Karen. ¡Nada en el mundo podía compararse con unos zapatos rojos!
Karen llegó a la edad de ser confirmada. Tuvo nuevos trajes, así como nuevos zapatos. El zapatero más caro de la ciudad tomó la medida de sus piececitos. Trabajaba en su propia casa, en la que había grandes vitrinas con elegantes zapatos y relucientes botas. Constituían un espléndido espectáculo, pero la vieja señora no veía bien, por lo que no le divirtió gran cosa. Entre los zapatos había un par rojo, semejantes a los de la princesa; ¡qué bellos eran! El zapatero también dijo que habían sido encargados para la hija de un conde, pero no le habían sentado.
-No hay duda de que son de charol -dijo la señora-. ¡Cómo brillan!
-¡Sí que brillan! -dijo Karen.
Le sentaban bien y los compraron; pero la vieja señora no se había dado cuenta de que eran rojos, porque nunca le hubiera permitido a Karen ir a la confirmación con zapatos rojos, pero esto es lo que ocurrió.
Todos le miraban los pies y cuando pasó por la nave hasta el antealtar, pensó que incluso los viejos cuadros sobre las tumbas, los retratos de clérigos y sus esposas, con rígidos cuellos y largas hopalandas negras, fijaban los ojos en sus zapatos rojos. Y sólo en ellos pensaba cuando el sacerdote le colocó su mano en la cabeza y habló sobre el santo bautizo, del pacto con el Señor y de que ahora debía convertirse en una cristiana entera y verdadera. Y el órgano sonó con toda solemnidad, sonaron las bellas voces de los niños y cantó el viejo cantante, pero Karen sólo pensaba en los zapatos rojos. Por la tarde no hubo quien no le hubiera contado a la señora que los zapatos eran rojos y ella dijo que estaba muy mal, que era altamente impropio y que, a partir de entonces, cuantas veces fuera Karen a la iglesia, debería ir siempre con zapatos negros, por viejos que fuesen.
El próximo domingo había comunión y Karen miró los zapatos negros, miró los rojos -y volvió a mirar los rojos y se los puso. Hacía un sol espléndido. Karen y la señora tomaron el sendero a través de los trigales, donde había un poco de polvo. A la puerta de la iglesia se encontraba un viejo soldado con una muleta y una barba asombrosamente larga, más roja que blanca, porque la verdad es que era roja. Hizo una profunda reverencia y preguntó a la señora si le limpiaba los zapatos. Y Karen sacó también su piececito.
-¡Qué preciosos zapatos de baile! -dijo el soldado-. ¡Sujetaos bien cuando bailéis! -y dio un golpe a las suelas con la mano.
Y la vieja señora dio al soldado unos céntimos y entró con Karen en la iglesia. Y todos los que estaban en ella se quedaron mirando los zapatos rojos de Karen y todas las pinturas hicieron lo mismo y cuando Karen se arrodilló ante el altar y colocó el cáliz de oro ante su boca, sólo pensaba en los zapatos rojos, como si estuviesen nadando en el cáliz ante ella; y olvidó cantar su himno, olvidó decir su padrenuestro.
Después salieron todos de la iglesia y la señora subió a su carruaje. Al levantar Karen el pie para subir tras ella, el viejo soldado, que estaba al lado, dijo:
-¡Qué preciosos zapatos de baile!
Y Karen no pudo impedir el dar unos pasos de baile y cuando empezó, las piernas siguieron bailando, era como si los zapatos hubieran tenido poder sobre ellas. Bailó en torno a la esquina de la iglesia sin poderlo remediar. El cochero tuvo que correr tras ella y, echándole mano, la subió al coche, pero los pies siguieron bailando, de forma que la pobre anciana recibió furiosas patadas. Al fin se quitó los zapatos y las piernas se apaciguaron.
Guardaron los zapatos en lo alto de un armario de la casa, pero Karen no podía resistirse a echarles un vistazo.
Un día, la señora cayó enferma, decían que no podía vivir; había que cuidarla y atenderla y nadie tenía más próximo que Karen. Pero se celebraba un gran baile en la ciudad, Karen estaba invitada -miró a la señora, que después de todo no podía vivir, miró a los zapatos rojos, y pensó que ningún mal había en ello; se puso los zapatos rojos, lo cual era perfectamente lícito-; se fue al baile y comenzó a bailar.
Pero cuando quiso ir a la derecha, los zapatos fueron bailando hacia la izquierda y cuando quiso ir al fondo de la sala, los zapatos la llevaron a la entrada, escaleras abajo, por la calle y fuera de la puerta de la ciudad. Iba a bailar y tenía que bailar, hasta lo profundo del bosque sombrío.
Algo brillaba en lo alto entre los árboles, y como parecía un rostro, creyó que era la luna. Pero era el viejo soldado con la barba roja; estaba sentado, cabeceaba y decía:
-¡Mira qué preciosos zapatos de baile!
Entonces se asustó y quiso arrancarse los zapatos rojos, pero estaban firmemente agarrados, y se arrancó las medias, pero los zapatos se habían hecho unos con sus pies e iba a bailar y tenía que bailar por campo y pradera, a la lluvia y al sol, de noche y de día, pero de noche era peor.
Bailó en el cementerio, al aire libre, pero los muertos allí no bailaban, tenían algo mucho mejor que hacer. Hubiera querido sentarse junto a la fosa común, donde crece la manzanilla amarga, pero para ella no había paz ni reposo y cuando entró bailando por la puerta abierta de la iglesia, vio un ángel de larga túnica blanca, con alas que de los hombros le llegaban a la tierra, el rostro duro y serio y en la mano empuñaba una espada, muy ancha y resplandeciente:
-¡Tienes que bailar! -dijo-. ¡Baila con tus zapatos rojos hasta que quedes pálida y fría! Hasta que tu piel se arrugue como la de un esqueleto. Bailarás de puerta en puerta y donde vivan niños llenos de orgullo y vanidad, llamarás, para que te oigan y se asusten. ¡Baila, baila!
-¡Piedad! -gritó Karen.
Pero no oyó la respuesta del ángel, porque los zapatos la habían arrastrado por la verja al campo, por caminos y sendas, baila que te bailarás.
Una madrugada pasó bailando por delante de una puerta que conocía bien. El sonido de un himno llegaba de su interior, sacaban un ataúd adornado de flores. Entonces comprendió que la señora había muerto y pensó que ahora se encontraba abandonada por todos y maldita del ángel de Dios.
Baila que te baila, bailaba en la noche oscura. Los zapatos la arrastraban sobre espinos y rastrojos, que la arañaban hasta sangrar. Fue bailando, más allá del brazal, hasta una casita solitaria. Ella sabía que allí vivía el verdugo y golpeó con los dedos en el vidrio y dijo:
-¡Sal! ¡Sal! No puedo entrar porque estoy bailando. Y el verdugo dijo:
-¿Es que no sabes quién soy? Les corto las cabezas a los malos y ahora veo que mi hacha se estremece.
-¡No me cortes la cabeza -dijo Karen-, porque entonces no podré arrepentirme de mi pecado! Pero córtame los pies con los zapatos rojos.
Y así confesó todo su pecado y el verdugo le cortó los pies con los zapatos rojos; pero los zapatos se fueron bailando con los piececitos dentro, por los campos hasta el hondo bosque.
Y le hizo unas piernas de palo y unas muletas, le enseñó un himno que los pecadores siempre cantan y ella besó la mano que había empuñado el hacha y marchó por el brazal .
-Ahora ya he sufrido de sobra por los zapatos rojos -se dijo-. Iré a la iglesia, para que me vean.
Y marchó decididamente a la puerta de la iglesia, pero cuando llegó allí, los zapatos rojos bailaban ante ella, y se asustó y se volvió. Durante toda la semana estuvo muy desconsolada y lloró muchas y gruesas lágrimas, pero al llegar el domingo, dijo:
-¡Ya está bien! ¡Ya he sufrido y peleado bastante! Creo que soy tan buena como muchos de los que se sientan muy estirados en la iglesia. Y se decidió a ir. Pero no había pasado del portillo cuando vio delante de ella bailar los zapatos rojos y se asustó y se volvió y en lo hondo de su corazón se arrepintió de su pecado.
Y fue a la casa del párroco y rogó si la podían tomar allí como criada: sería diligente y haría cuanto pudiera, del salario no se cuidaba, sólo de tener un techo sobre la cabeza y estar en casa de gente honrada. Y la esposa del pastor se apiadó de ella y la tomó. Y ella era aplicada y sensata. Se sentaba en silencio a escuchar cuando por las noches el párroco leía la Biblia en voz alta. Todos los pequeños la querían, pero cuando hablaban de adornos y de pompas y de ser tan hermosa como una reina, ella negaba con la cabeza.
Al domingo siguiente fueron todos a la iglesia, y le preguntaron si iba con ellos, pero ella miró tristemente, con lágrimas en los ojos, a sus muletas y así se fueron los otros a oír la palabra de Dios, y ella se retiró sola a su cuartito. No era mayor que lo necesario para que cupiese una cama y una silla y en ella se sentó con su libro de himnos. Mientras lo leía con piadoso espíritu, el viento trajo hasta ella los sonidos del órgano de la iglesia. Levantó su rostro cubierto de lágrimas y dijo:
-¡Oh, Señor, ayúdame!
Entonces resplandeció el sol y ante ella se alzó el ángel del Señor, de blanca túnica, el mismo que aquella noche había visto a la puerta de la iglesia, pero ya no empuñaba la afilada espada, sino una fragante rama verde, cuajada de rosas. Tocó con ella el techo, que se elevó muchísimo, y allí donde había tocado, resplandeció una estrella de oro. Y tocó las paredes, que se abrieron, y vio el órgano que estaba tocando, vio los viejos retratos de los clérigos y sus esposas; la congregación sentada en bancos esculpidos, cantando el libro de himnos. Porque la iglesia misma se había trasladado a la pobre muchacha en su estrecho cuartito, o quizá era ella la que había ido a la iglesia. Estaba sentada en el banco de la familia del párroco y cuando hubieron acabado el himno y levantaron la cabeza, asintieron y dijeron:
-Hiciste bien en venir, Karen.
-Fue la bondad del Señor -dijo ella. Y retumbó el órgano, y las voces de los niños en el coro sona ron llenas de dulzura y de encanto. El sol. caía, brillante y tibio, a levantaron la cabeza, asintieron y dijeron: -Hiciste bien en venir, Karen.
-Fue la bondad del Señor -dijo ella.
Y retumbó el órgano, y las voces de los niños en el coro sonaron llenas de dulzura y de encanto. El sol. caía, brillante y tibio, a través de las ventanas sobre el banco de la iglesia en el que se sentaba Karen. Su corazón se llenó de tal modo de sol, de paz y de alegría, que estalló. Su alma voló por los rayos del sol hasta Dios, donde no había nadie que preguntase por los zapatos rojos.
El Soldado de plomo


Hans Christian Andersen
Había una vez 25 soldados de plomo; todos ellos eran hermanos porque habían nacido de una vieja cuchara de plomo. Mosquete al hombro y la mirada al frente, sus espléndidos uniformes eran rojos y azules.
La primera cosa que oyeron en el mundo cuando se abrió la caja, fueron estas palabras:
-¡Soldados de plomo! -pronunciadas por un niño mientras palmoteaba; los soldados eran un regalo de cumpleaños para él, y los puso sobre la mesa.
Cada soldado era exactamente igual al otro, pero uno de ellos no se parecía a los demás; manteníase firme sobre una pierna como los otros hacíanlo sobre las dos, porque fue el último en fundirse, no habiendo dado para más el plomo, y es justamente este soldado el que nos interesa.
Sobre la mesa en donde cada uno de ellos tenía su lugar, había otros muchos juguetes pero el que más atraía la atención era un castillo de papel a través de cuyas pequeñas ventanas se podía ver el interior. Fuera de del castillo algunos arbolitos estaban situados en torno de un pequeño espejo que representaba un lago transparente. Cisnes de cera nadaban en el lago. Este era muy bonito, pero lo más bonito de todo se encarnaba en una damita que estaba en la puerta del castillo; ella también era de papel e iba vestida con unas gasas vaporosas, una estrecha cinta azul rodeaba sus hombros como un chal, y en medio de esta cinta lucía una lentejuela de color de rosa del tamaño de su rostro. La damita extendía los brazos porque bailaba y mantenía una pierna tan alta que el soldado de plomo no vio la otra, creyendo entonces que ella era igual que él.
-Esta puede ser una esposa para mí -pensó-, claro que es de diferente clase social. Vive en un castillo y yo sólo en una caja y con 25 soldados. No es lugar para ella. Pero, de todas formas, voy a procurar que me conozca.
Y se escondió detrás de una caja de rapé que había sobre la mesa, lugar desde donde podía contemplar fácilmente a la encantadora damita, que continuaba de pie sobre una pierna sin perder el equilibrio.
Cuando llegó la noche, todos los demás soldados de plomo fueron colocados de nuevo en su caja y los habitantes de la casa se acostaron. Entonces los juguetes empezaron a jugar a las visitas, a la guerra y a la pelota. Los soldados de plomo hacían ruido en su caja queriendo unirse a la diversión, pero no podían alzar la tapa.
El cascanueces hacía cabriolas, el lápiz se divertía garabateando sobre la mesa y era tanto el alboroto que el canario se despertó empezando a hablar incluso en verso. Solamente hubo dos que no se movieron de su lugar: el soldado de plomo y la bailarina, ella erguida de puntillas y con los brazos alzados y él firme sobre la única pierna sin que sus ojos dejaran de mirarla.
Al dar el reloj las 12, de un salto se levantó la tapa de la caja de rapé, pero no había en su interior rapé alguno sino un duende negro pequeñito, porque se trataba de una caja-sorpresa.
-Soldado de plomo -dijo el duende-, estás mirando fijamente cosas que no te conciernen.
El soldado de plomo hizo como que no le oía.
-¡Ya verás tú mañana! -exclamó el duende.
Cuando llegó el siguiente día y los niños subieron, el soldado de plomo fue colocado en la ventana y tal vez por causa del duende o por una corriente de aire, de pronto se abrió la ventana y el soldado cayóse de cabeza desde el tercer piso. ¡Qué trance tan terrible!; quedó con la pierna en el aire, golpeado, con el yelmo abajo y la bayoneta clavada entre los adoquines.
La criada y el niño bajaron rápidamente a mirar, pero aunque estuvieron a punto de pasar por encima de él, no le vieron. Si el soldado hubiese gritado: ¡Aquí estoy!, ellos le habrían oído, mas él no creyó conveniente llamarles porque iba de uniforme.
Entonces empezó a llover; las gotas que caían eran cada vez más gordas y al final se desató un gran aguacero. Cuando cesó, comparecieron dos muchachos de la calle.
-¡Anda, mira! -dijo uno de ellos-, aquí hay tirado un soldado de plomo. ¡Vamos a hacerle navegar!
Y construyeron un barco de papel de periódico colocando dentro al soldado de plomo que fue empujado por las aguas canal abajo mientras los dos chicos corrían detrás de él palmoteando. ¡Dios nos asista, que oleaje se había desatado por la fuerte lluvia y que arrastre tenía la corriente! El barco de papel se balanceaba arriba y abajo y algunas veces giraba sobre sí tan rápidamente que el soldado de plomo temblaba, mas permanecía firme, sin cambiar de aspecto, mirando recto hacia delante, al hombro su mosquete.
De súbito el barco fue arrastrado hacia una alcantarilla, en la que reinaba mayor oscuridad que en la caja.
-¿En dónde estoy ahora? -exclamó - Sí, sí, esto debe ser culpa del duende.¡Ah!, si mi pequeña dama estuviera conmigo en el barco, así la oscuridad fuera doble, que no la temería.
Repentinamente apareció una gran rata de agua, que moraba en la alcantarilla.
-¿Tienes pasaporte? -preguntó la rata- ¡Dame tu pasaporte!
Mas el soldado de plomo guardó silencio y solamente apretó su mosquete como siempre.
El barquito navegaba veloz y la rata corría detrás de él. ¡Huy!, cómo rechinaban sus dientes y que de gritos daba.
-¡Agarradle, agarradle, no ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado su pasaporte!
La corriente cada vez era más fuerte y más fuerte.
El pequeño soldado de plomo pudo ver ya la luz del día allá a lo lejos, pero oyó un gran ruido, tan estruendoso que hubiera asustado al hombre más audaz, y no era para menos, pues, al final del túnel, la alcantarilla corría hacia el gran canal, y para el soldado eso era tan peligroso como para nosotros ser arrastrados hacia una enorme cascada.
Ahora estaba tan cerca que no podía detenerse.
El barco iba desbocado mientras el pobre soldado de plomo permanecía todo lo firme que le era posible y nadie hubiera podido decir que ni siquiera parpadease.
El barquichuelo giró tres o cuatro veces, y cubriéndose de agua hasta el borde, naufragó.
Al soldado de plomo le llegaba el agua al cuello y el barco iba hundiéndose y hundiéndose, y, el papel de periódico, se empapaba más y más, entonces, el agua se cerró sobre su cabeza.
En ese instante pensó en la pequeña y bonita bailarina, seguro de que nunca volvería a verla, resonando en sus oídos la canción:
Adiós, adiós, valiente guerrero,
Muere tú, pues, este día.
Entonces el papel se deshizo y el soldado de plomo se hundió, tragándoselo en aquel momento, un gran pez.
¡Oh, que oscuro se estaba dentro del cuerpo del pescado! Todavía era más oscuro que en el interior del túnel de la alcantarilla y se estaba más estrecho, demasiado. Mas el soldado de plomo seguía inamovible, echado con su mosquete al hombro.
El pez nadó hacia atrás, ejecutando los más extraordinarios movimientos hasta que se quedó quieto. Por último una luz cabrilleó dentro de él. Se trataba de la luz del día que lo inundó todo de claridad y una voz gritó entonces:
-¡El soldado de plomo!
Hete aquí que el pez había sido pescado, llevado al mercado, comprado y ahora estaba en la cocina y la cocinera lo había abierto con un enorme cuchillo. Cogió, pues al soldado entre sus manos y lo llevó hasta el salón, donde todos se maravillaron de que hubiese viajado tanto hasta llegar allí metido dentro de un pez; pero el soldado de plomo no estaba del todo orgulloso y menos cuando le colocaron sobre una mesa.
¡Qué cosas más curiosas pueden suceder en el mundo! El soldado de plomo se hallaba en la misma habitación de antaño y vio al mismo niño y a los mismos juguetes, éstos colocados también sobre la mesa, y al bonito castillo con la graciosa bailarina.
Ella continuaba aún, balanceándose sobre una sola pierna y mantenía la otra extendida en el aire. Seguía fiel en su actitud, lo cual conmovió al soldado que hubiera estado cerca de derramar lágrimas de plomo pero no quiso hacerlo porque no habría sido bien visto.
Se miraron, pero ninguno de los dos habló.
Entonces uno de los niños cogió al soldado de plomo arrojándolo a la estufa sin tener ninguna razón para ello, porque todo fue culpa del duende de la caja de rapé.
El soldado de plomo se vio envuelto por una llamarada y sintió un calor terrible, pero no pudo saber si el calor procedía del fuego o del amor.
Los colores se le fueron totalmente y no se podría decir a ciencia cierta si ello sucedió durante el viaje o fue originado por la pena. Miró a la bailarina, ella le miró a él, notó que se estaba fundiendo, pero continuó firme con el mosquete al hombro.
Repentinamente la puerta se abrió y una corriente de aire arrebató a la bailarina que voló como una sílfide cayendo justo en el interior de la estufa junto al soldado de plomo, y en medio de una llamarada, desapareció.
El soldado de plomo derritióse formando una masa, y cuando la sirvienta fue a recoger las cenizas al día siguiente, lo encontró convertido en un diminuto corazón de plomo. Pero de la pequeña bailarina no quedaba más que una lentejuela que estaba quemada y tan negra como el carbón.
Los vestidos nuevos
del Emperador


Hans Christian Andersen



Hace de esto muchos años, había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.
No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: "Está en el Consejo", de nuestro hombre se decía: "El Emperador está en el vestuario".
La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas.
No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.
- ¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-.
Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes. Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas.
Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos.

«¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra. Los dos fulleros le rogaron que se acercase le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había.
«¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».
- ¿Qué? ¿No dice nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.
- ¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
- Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo. Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a su bolsillo, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías. Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista.
Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
- ¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía. «Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
- ¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador. Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
- ¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos - y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.
«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».
- ¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada. Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: - ¡oh, qué bonito! -, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela, en la procesión que debía celebrarse próximamente.
- ¡Es preciosa, elegantísima, estupenda! - corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella. El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bellacos para que se la prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales. Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron:
- ¡Por fin, el vestido está listo! Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron: - Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. - Aquí tenéis el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.
- ¡Sí! - asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.
- ¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestiros el nuevo delante del espejo? Quitóse el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y tomando al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.
- ¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!
- El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.
- Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y volvióse una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido. Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada.
Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decían: - ¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!-. Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.
¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño. - ¡Dios bendito, escuchad la voz de la inocencia! - dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.
- ¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada! - ¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero. Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó:
«Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.