viernes, 2 de marzo de 2012

Las operaciones del amor


Julio Ricci



A la memoria de L. S. Garini,
(alias Héctor Urdangarín)
que vivió inefablemente
y de Ricardo González
y sus comidas del Cno. La Cabra.

Julio Ricci y L.S.Garini,
una amistad unida por la literatura.

Después de unas semanas el hombre pensó que tal vez le conviniera investigar un poco. Mejor dicho, pensó que debía investigar un poco. Tendría que aventurarse algo, cosa que no hacía en su ciudad, en donde todo le resultaba familiar. No era un hombre joven que se diga, pero tampoco viejo, todavía tenía energía. 52 años no eran tantos, al fin de cuentas.
El cabello que aún le quedaba era muy canoso y en cierto modo sentía como un complejo de envejecimiento. Arriba, menos mal, brillaba la piel blancuzca con alguna mancha amarronada que indicaba algún trastorno del hígado o del intestino. Era una extensión alargada y fea, pero que le daba cierta prestancia como de ejecutivo. La frente amplia o amplísima parecía indicar que el hombre había cogitado mucho. Tenía aspecto de profesor y era profesor, aunque por ese entonces eso no era muy importante pues el mercado estaba inundado de profesores de todas las cosas.
Con su inmensa superficie calva y sus parietales cubiertos de canas y su nariz griega que arrancaba de muy arriba, iría una de esas noches a investigar. Ya había pasado una tarde por allí y había visto algo.
Eligió un atardecer. Hizo el cálculo exacto de la hora. Llegaría cuando las luces se encendieran y miraría. Sin duda iba a encontrar algo. El portero del hotel le había dado algunos datos.
Desde la esquina pudo verlas. Eran varías. Unas morenas, otras rubias, otras simplemente castañas.
El primer día no quiso actuar. Tenía mucha premura pero también mucho tiempo por delante. El plan ya había sido puesto en ejecución y él haría las cosas con orden y parsimonia.
La esquina le pareció un tanto vulgar. Sólo los hombres groseros e incultos se apostaban en ella. Todos miraban con un deseo enfermizo. Fumaban como sapos y echaban humo constantemente. Recorrían con la vista la hilera de mujeres que charlaban y de vez en cuando alguno de ellos cruzaba la calle y hablaba con una de ellas. Era una especie de diálogo indefinido pero en el fondo de matices pecuniarios. Se veía que primero estudiaban el asunto. Algunos parecían nerviosos; otros no: daban la impresión de una gran sangre fría.
El Sr. X tenía ya su opinión formada. Se tomaría el tiempo necesario. No importaba cuánto. Las cosas era mejor hacerlas bien, sobre todo cuando se trataba de operaciones de ese tipo.
Día tras día iba al café. Desde las ventanas podía ver la esquina y lo que allí pasaba. Los hombres cruzaban sigilosos. Muchos de ellos como queriendo esfumarse en las sombras de la calle. Algunos parecían ser ordinarios, otros tímidos, otros presurosos. Todos como obedeciendo a su equilibrio biológico.
Se hizo habitué del café y hasta se encontraba a veces con el Sr. Grau. Siempre hablaba de lo mismo: del tiempo, de la venta de libros, de la familia, y de nuevo del tiempo, etc., etc. El siempre miraba a las mujeres de la hilera y hasta oía sus carcajadas.
Sólo admiraba a una de las jóvenes. Era la más hermosa. El la conocía muy bien. Siempre cruzaba algún hombre raro, hablaba algo, y desaparecía con ella. El esperaba su vuelta. Cuando ella retornaba se sentía mejor.
Con la imaginación sufría. Sufría mucho. Incluso adivinaba cómo era. Por las noches soñaba con ella. Se iba del café muy tarde, cuando ella no estaba, cuando se había ido con algún hombre de esos odiosos y oscuros y feos y sucios que cruzaban la calle.
A menudo se despertaba empapado en sudor. Había estado soñando. Tenían una casita y eran felices. La felicidad. A veces soñaba que estaba ante el altar. Y ella y él se confiaban al Señor y a la bienaventuranza.
La ida al café se había tornado en rutina. Iba todas las noches. Siempre se encontraba con el Sr. Grau. Cuando se cumplieron dos años decidió cruzar y hablar con ella. El Sr. Grau le dijo que la tarifa había subido. El nuevo precio era de 500 pesetas y esto lo frenó. Tal vez si resultara simpático la cosa podría arreglarse con 400. Le habían comentado que para llegar a la habitación había que subir una escalera oscura. El corazón le palpitaba.
Oía lo que decía Grau. Las luces del café y el humo y el entrechocar de copas y las voces lo hacían sentirse como drogado.
En invierno miraba por la ventana y divagaba. Su mente trabajaba mucho. Alguna vez, de joven, había estado en una pieza así. La luz se había apagado y sólo brillaban los letreros de neón. Habían sido experiencias increíbles. Había bajado la escalera como un perro acosado, o como un ladrón perseguido o como un pobre diablo. Incluso se había imaginado cómo era visto desde atrás, Y haciendo cosas. Y hablando. No se había podido acostumbrar. Siempre había temblado.
—Mire amigo, los gustos hay que sacárselos en vida —le había dicho Grau dos veces, sacándolo de su semisonambulismo.
El no había respondido.
—Gástese unas pesetas y después me cuenta. El Sr. X había pedido un té y había continuado mirando.
Había una especie de jorobado que siempre se iba con Liliana. Tardaban mucho y él pensaba. Siempre que se iba con el jorobado, la esperaba. Ella volvía. Se arreglaba el cabello y charlaba con las amigas.
Había también un cojo que se iba con ella. El cojo aparecía indefectiblemente los viernes a las 8. Pero ella retornaba en 15 ó 20 minutos.
Lo que más le preocupaba eran los desconocidos. ¿Qué harían? ¿Cómo la tratarían? Aquí sí que no había modo de adivinar nada. No tenía seguridad. Todo dependía de la cara o del cuerpo. Ambas cosas decían mucho del individuo.
A veces se quedaba hasta la madrugada. Los sábados, por ejemplo, en que caía algún sinvergüenza. El incluso trataba de imaginar cómo era la vida de esos hombres y si estaban limpios.
El Sr. X siempre venía bañado y perfumado al café por si llegaba a estar con ella. Su encuentro sería diferente. El hablaría mucho y le contaría todo lo que sentía. Le diría cosas que nadie le había dicho antes y ella suspiraría. Estaría pletórico de ideas. Se sentaría al ladito de ella y la miraría embelesado. Contemplaría su piel y los pocitos de su cara con arrobo y ella le sonreiría. Nadie habría hecho eso antes y quedaría emocionada. Después, tal vez, le acariciaría el pelo, ese pelo sedoso que veía desde el café.
Más de un aventurero de esos había ido con ella y luego vuelto al café. Y había entrado sacando pecho como un gran triunfador y se había echado unas risotadas de patán en la mesa de los amigotes. Y había empezado la cadena de chistes verdes.
El Sr. X había sentido como sí le hubieran atravesado una gélida espada entre el pecho y la espalda y luego había pensado que era terrible que los bestias tuvieran opción al desenfreno. Era como darles manjares a los chanchos. Todo estaba mal distribuido. Uno de esos patanes había contado unas cosas horribles, una especie de aberraciones, y se había reído estrepitosamente. Y había dicho todas las palabrotas del léxico, incluso algunas que él había leído en el diccionario de Camilo Cela.
Uno de los que había estado con ella era alto, flaco y de gafas oscuras. No había dicho mucho, sin embargo. Sólo se había sentado y había pedido un café. ¿Cómo sería en la intimidad?, se preguntaba X. Porque seguramente todos eran diferentes en eso. Eran inéditos, inimitables, desiguales. ¿Qué harían con ella? ¿Cómo empezarían? Los más calmos, los más flemáticos, eran los que más le preocupaban. Eran como dominadores, como pulpos que estrechaban a las mujeres y las obnubilaban como si fueran víboras. Hacían lo que querían. Y no tenían alma. Eran lo contrario de él, que buscaba otra cosa en la intimidad, tal vez algo inaccesible o inasible. Porque la unión del hombre y la mujer era como un encuentro en el infinito, en la eternidad. Era el micromundo de los poetas y de los supersensibles, que siempre terminaban en la instancia poética.
Cuando el Sr. Grau amenazó con ir, el Sr. X se puso muy triste y sintió un gran desasosiego. Pensaba ir una de esas noches y estar con ella en la intimidad.
El Sr. Grau era mayor que él, tenía casi 60 años, pero era decidido y nunca le faltaba dinero. Por primera vez lo observó. Le pareció que era un hombre asqueroso. Siempre estaba a medio afeitar y tenía una tez apergaminada que le daba una expresión semicadavérica. Los dientes que le quedaban estaban llenos de un sarro negro y repugnante y a veces había que alejarse por el aliento repulsivo que exhalaba.
A veces salían a comer juntos. El Sr. Grau pedía los platos más caros, paellas a la valenciana, pollitos deshuesados con jamón serrano y salsa Pont-au-Prince, godofredos à la maître d'hôtel, etc., etc. Y ordenaba siempre buenos vinos franceses o alemanes y un cigarro y un licor Fin-de-siècle. El. Sr. X no pedía nada. No podía gastar tanto y se conformaba con ser espectador del Sr. Grau y ver cómo transcurría la comida, cómo poco a poco los trozos de carnes marinas y de pollos y las salsas entraban por esa boca negra. Y veía y olía las exquisiteces mientras Grau regolfaba y se pasaba la servilleta por las fauces. "Qué bien que está todo esto", decía Grau. "Es una lástima que Ud. no se pida un pollito". El no pedía nada. Un té le bastaba. El Sr. Grau masticaba muy bien. Los trozos de arroz y ave circulaban por toda su boca y poco a poco eran engullidos. Al final pasaba un trozo de pan y acababa con el jugo que quedaba en el plato.
—Las comidas son como las mujeres —decía mientras eructaba sonoramente. —Hay que darles hasta el final.
El Sr. X se horrorizaba. Imaginaba el proyectado encuentro íntimo del Sr. Grau con la señorita Liliana y en el fondo del alma algo se le retorcía.
Entre gallos y medianoche Grau acababa el postre, por lo general una especie de manjar del paraíso o una torta de chocolate. De inmediato se pasaba la lengua por los labios como los gatos. El Sr. X sólo había tomado un té y ni siquiera se había animado a pedirse una mandioca o una galletita dulce.
—No comprendo. . . por qué. . . no come —decía Grau entrecortado por dos eructos con un olor de mezcla de vino, paella y postres y jugos digestivos que desembocaba en las narices del Sr. X.
El Sr. Grau había llegado y había resuelto hacer intimidades con la Srta. Lily. Se había arreglado algo y se había instalado una corbata roja en una camisa muy blanca. El misterio de las horas chicas que iniciaban el nuevo domingo estimulaba la inquietud de los hombres.
El sábado de noche era siempre la ouvertura del pequeño pecado. El Sr. X se sentía como si flotara en la atmósfera borrosa de humo, de olores a café y alcoholes del bar.
Cuando el Sr. Grau se levantó y cruzó, él no miró. Mejor dicho, miró de reojo por la ventana y vio cómo Grau se iba por la calle con Lily. El vejestorio iba a hacer ejercicios de intimidad.
La funda de su almohada ha estado húmeda últimamente. Ha sudado mucho en las horas de sueño. Por lo general, antes de dormirse ha hecho un balance del día. El balance le ha mostrado que ha dado muchas vueltas por la ciudad, pero que no ha ganado gran cosa. Ha ido de un lado a otro con la cartera cargada de libros y otras cosas pero ha vendido poco.
El breve balance lo ha adormecido. Ha pensado siempre en Lily y en el próximo saludo. Se ha sentido muy cerca de ella. Al menos espiritualmente. Ha estado seguro de que ella lo va a entender muy bien, no importa cuándo.
Luego del balance, ha rezado un Padre Nuestro y un Ave María. Le gustan mucho las dos oraciones. A veces no ha terminado de rezar. Se ha quedado dormido.
En invierno ha sufrido mucho. Ha hecho un frío terrible en la pieza del hotel y no ha habido calefacción. Se ha puesto una media en la calva para protegerse de las bajas temperaturas. Ha parecido un chino.
Últimamente ha rezado varias Aves Marías para poder estar con Lily. Las Aves Marías lo han ayudado mucho. Ha estado muy estreñido y no ha podido saber el porqué.
Ha pensado que pronto se verá con Lily.
—Apenas termine el café, cruzaré —le había dicho Grau y había cumplido su palabra.
—Después le contaré todo con pelos y señales había gritado mientras cruzaba la calle. —Ud. es muy flojo, ni comida ni mujeres.
El Sr. Grau no volvía. Habían pasado como 40 minutos. Con la imaginación, él estaba también en la intimidad. Pero sobre todo pensaba en Lilián. El había planeado un viaje con ella al sur. Primero el casamiento. Ella de blanco y él de negro. Juvenil, fuerte, desinhibido. El cura diría: ¿Tomas a Lily por esposa? Y él contestaría: Sí, padre. Luego la costa, el agua, las arenas, el abacaxi, el calor del eterno Mediterráneo. El olvido. Y en las noches los ejercicios de la intimidad y el olor de los jardines andaluces. Por la ventana de la alcoba el cielo, las estrellas, y ella, su perfume, su piel, entre sus brazos.
El Sr. Grau se demoraba y él divagaba. Ni el entrechocar de los vasos ni las risas ni el humo le llegaban.
El Sr. Grau le habló de ella. Mejor dicho, le habló de todo. El lo escuchó muy calmo y sin hacer mayores comentarios.
Le contó cómo subieron la escalera oscura, cómo era la habitación, cómo lo atendió y luego lo que él hizo y cómo lo hizo. El Sr. Grau era muy detallista y le informó sin dejarse nada en el tintero. Lentamente, lentamente, fue contándole todo. Hasta algunas cosas que lo torturaron mentalmente.
El sufrió mucho. Sobre todo al principio. Cuando el Sr. Grau le relató el comienzo del ejercicio, luego también cuando el ejercicio estaba por la mitad. Y finalmente cuando el ejercicio terminaba. Según el Sr. Grau, fue un final apoteósico. Era una mujer estupenda. Conocía todos los secretos de la profesión. El Sr. Grau le aseguró que a él le haría muy bien todo eso.
El Sr. X miró por la ventana y la vio de nuevo. Otra vez esperaba. Sintió una sensación como de traición, pero no le dijo nada al Sr. Grau. Por su cabeza cruzaron las imágenes de los ensueños. La casita, el traje de novia, el viaje a Andalucía y los jardines. Pero también las imágenes de los clientes. El que más le repugnaba era el cojo. El Sr. Grau le dijo que era un comerciante en vinos que tenía mucho dinero.
El día 10 se cumplían tres años del plan. El Sr. Grau había cruzado ya como 150 veces y decía que estaba harto. Casi todos los sábados cruzaba. Sólo un par de veces no lo había hecho, porque estaba un poco fastidiado del estómago. Siempre traía alguna novedad. Había intentado muchas formas de amor físico y en todas le había ido muy bien. El las denominaba con letras. La variedad A, la B, la C, etc. La que más le agradaba era la H. No sabía por qué. A menudo se la relataba al Sr. X con lujo de detalles.
—¿Y Ud. cuándo se va a sacar el gusto? ¿Cuándo va a hacer el ejercicio H? —decía.
El Sr. X seguía siempre indeciso. Miraba a través de los cristales el desfile de la gente. Imaginaba lo que hacía cada uno, pero no se decidía.
El Sr. Grau había decidido poner punto final a sus ejercicios de intimidades. El nuevo sistema de Lily y las demás jóvenes lo ponían de mal humor. Los tiempos, la tecnología o lo que fuere, estaban estropeando las cosas. Las mujeres cobraban por embolismos y por kilaje. Los ejercicios de menos de 40 embolismos y los hombres de menos de 65 kilos tenían un 50% de rebaja. La cuantificación se imponía día a día. Todo se contaba y se pesaba. Se veía que había una confabulación contra los veteranos. El que podría salir bien parado, pese a los años, era el Sr. X.
Finalmente se decidió. Ese día llegó temprano al café. Sería menos sentimental. No importaba la variedad, al diablo con los ensueños, al grano, se decía. La traición se paga con traición y la frialdad con frialdad, agregaba.
Se había preparado en forma. Incluso tenía su plan. La operación estaba ya proyectada. Primero se reiría jovialmente. Luego haría muchas cosas: de A a Z, sin detenerse. Y le pagaría. A esas mujeres no les importa más que el dinero, ni a la madre quieren, pensaba.
El café rebosaba de gente. Pronto vendría Grau y lo vería cruzar. El cruzaría primero que el jovato. Esta vez Grau pasaría a un mísero segundo plano, y el flaco y el cojo y todos juntos.
—Y Ud. decía que yo no me atrevía —le diría. —Mire, espéreme y le voy a contar cosas que nunca pasaron por su imaginación. No me van a alcanzar las letras del abecedario, —se decía. —Yo no soy un chantapufi cualquiera. Yo soy un conocedor.
La hilera de chicas se había formado, pero Liliana no estaba aún. Tal vez estaría con algún cojo maltrecho.
A las 9 llegó Grau.
—¿Qué tal, Grau? —dijo con un estilo desconocido. Hoy va a ver Ud. lo que pasa.
A la una de la mañana Liliana no había aún aparecido, Grau cruzó a comprar cigarrillos y volvió. Vino con una noticia importante. Liliana se había ido a Venezuela. Allí se ganaba más.
El Sr. X respiró liberado y pidió un té. El del estribo. De tanto té esa noche no podría dormir, era seguro. El té era muy excitante.
Los encuentros con el Sr. Grau no han cesado. Dos o tres veces por semana se reúnen. Los sábados religiosamente. Siempre hablan del tiempo, de la familia, etc., pero cuando Grau llega al postre hablan de Liliana. El Sr. X se pregunta qué hará en Venezuela. El Sr. Grau siempre le repite cómo era. Tiene una frase muy pintoresca: "Era una mujer nacida para grandes empresas".
Luego repite en síntesis apretada los momentos más delicados de sus ejercicios con ella. La repetición de operaciones se confunde en una sola operación, pero algunos momentos de intimidad son muy rescatables y a ellos se refiere siempre con gran precisión.
El Sr. X ha querido visitar la habitación de las grandes operaciones de amor, la pieza de Lily, y el Sr. Grau ha conseguido permiso de una señorita de la esquina que la usa ahora.
Le han pagado unas pesetas. Han subido por la escalera oscura. Los peldaños de madera han crujido. Luego el piso del corredor. El rojo de las alfombras y de las lámparas y el olor misterioso de la atmósfera le han hecho venir carne de gallina al Sr. X.
Han doblado y han seguido por otro corredor. Una anciana sin formas ni galantería los ha conducido hasta el final.
La anciana ha abierto la puerta y les ha dicho: "Esta es la habitación. Es la 32". El Sr. Grau le ha contado de nuevo cómo hacía las cosas in situ. No ha sido un ensayo teatral, pero ha tenido cierto interés.
La pieza a media luz ha tenido el encanto misterioso de eso raro que es el lugar del amor pagado. El Sr. X ha mirado todo con detenimiento. El Sr. Grau ha tenido que llamarle la atención porque no se iba. El Sr. X ha preguntado si pagando no lo dejarían permanecer una hora allí.
El sábado en el café hablaron de nuevo de ella y de la pieza. Recordaron las operaciones del Sr. Grau con todo lujo de detalles. El Sr. X recordó al cojo que siempre cruzaba. No apareció más.
El café siempre está repleto y la esquina rebosante de mujeres. El Sr. X no mira más. Y no se prepara más. A veces no se baña por una semana o diez días o un mes. Está muy cansado y algo sucio. Trabaja mucho a pesar de su edad. Anda muchas horas con su cartera. La vista ya no le da y teme que lo despidan. La mancha amarronada de la calva se le ha extendido y es como una pintura de Altamira. Parece un animal que está por devorar a otro. Tiene una boca cada vez más abierta.
El sábado 27 el Sr. X no vino al café. Tampoco vino los sábados siguientes. No vino nunca más.
La fila de mujeres de la esquina ha continuado su vida. Las mujeres de ahora son otras- pero la fila sigue. Las de ahora no saben siquiera quién era Lily. El cuarto, la cama, el espejo y la lámpara continúan igual. Un poco más gastados, se entiende. El Sr. X ha conseguido alquilarlo y vive allí.
Ayer tomó té en el restaurante de la calle Borrell. El Sr. Grau comió chuletas de cerdo, pollo a la cazadora y un pastel de bananas rociado con Jerez. Y tomó un vino estupendo. El miró todo el tiempo. Pidió agua caliente dos veces para agregar al té. El último té estaba muy lavado. A las 11, cuando el mozo estaba cerca, lo llamó de nuevo.
—Camarero, ¿no me podría traer otra jarrita de agua caliente para agregar?
—Ud. no hace más que beber agua caliente —dijo el camarero con un gesto de fastidio y se fue por el pasillo echando chispas. Se oyó que dijo: "Zopenco de mierda". Grau eructó satisfecho.
Después pagaron. Grau pagó 500 pesetas; él pagó 25. Estaba contento. Volvería a la habitación y estaría en la cama de Lily. Para eso la había alquilado.
En el Hogar de Ancianos se habla siempre mucho del Sr. X. Los viejos jóvenes están convencidos de que fue un libertino, un ser libidinoso. Los relatos del Sr. X y sus exquisiteces en materia erótica son de todos conocidos. Algunos viejos depravados se sientan a escucharlo. Son viejos que nunca se dieron ningún gusto.
El Sr. X jamás había dicho nada. La aceleración de los procesos arterioescleróticos fue lo que lo vendió. Relató cómo cruzaba todos los sábados, cómo elegía minas, cómo hacía ejercicios de amor y, además, cómo comía. El capítulo erótico era tremendo. Hablaba de los grandes estilos universales, que denominaba con letras, y hacía sufrir a los co-ancianos. El capítulo comidas era torturante. Los huevos con turbante, las chuletas a la marinera caprichosa, los budines de chocolate turco y las merlucitas al chupín envinado eran la envidia de muchos.
—¡Qué poca cosa son todos Uds.! ¡Para qué han vivido tanto!
—Viejo podrido y degenerado —gritaban por los pasillos los compañeros.
Habían pasado casi 25 años desde sus días del Café Pons. El había agigantado sus vivencias. Todo era grandioso en la nueva perspectiva de su mente. Muchos co-ancianos la admiraban.
Había un hombre —les había dicho— que era la mezquindad en persona. La mezquindad consigo mismo, lo cual era peor. Jamás lo vi darse un gusto. Y mire que se lo insinuaba y hasta se lo decía. Jamás se animaba a ir a la esquina, jamás se pedía unos huevos con turbante. Así le fue. Murió de un infarto hace más de 10 años. Yo fui al velatorio. Era en 3a calle Grell 10, 1º. Lo sacaron en un ataúd negro. Dicen que se enfermó porque no comía. Era un estúpido. Nunca supo lo que era la vida.
—Vamos viejo, a la cama, dijo el empleado.
—Una tacita más de agua caliente, —pidió el Sr. X cuando se durmió. Frente a él estaba la cara familiar de Grau que movía las carretillas. Un huevo con turbante se diluía en su boca mientras engullía y eructaba.
Los alaridos
Unos días antes tuvieron que sedarlo e incluso darle una inyección. Pese a los 90 años estaba desbocado. Profería unos terribles alaridos en que se entremezclaban varias cosas desordenadas: estilo H, huevos con turbante, Grau de mierda, mamá y papá, viejos cretinos, Lily.
En algún momento vinieron unos tipos de mameluco y se lo llevaron en un armatoste de madera.



Publicado en 15 cuentos para una antología, M/Z editor, W. Rela, Montevideo, Uruguay, 1983.


El cronista de obituarias





Julio Ricci




A William Shand que dijo:
"We want to stress the darkness so
that the need for light becomes urgent",
y a Susana, su esposa.



Lo que le pedía el Jefe de Redacción esa mañana no era que redactara un aviso fúnebre, uno de esos rutinarios avisos que anuncian el fallecimiento de una persona y que se componen casi automáticamente con los datos que entregan los deudos; "Falleció en la Paz del Señor, confortado por... etcétera, etcétera". Lo que le pedía era que se encargara de escribir las obituarias de dos personajes de cierta relevancia que acababan de morir: la de un político de nota que había expirado la noche anterior y la de un alto jerarca de Salubridad Pública que había fallecido de madrugada en un hospital privado. Y al mismo tiempo le explicaba que si Balsamini seguía enfermo tendría que apechugar y ocuparse por un tiempo de hacer las notas obituarias de La Tarde. Y le decía que serían notas de grandes políticos, de personalidades de la administración pública, del alto empresariado nacional, de la cerebralidad agropecuaria, de la curia y del ejército, y, lógicamente, de los amigos del partido y del diario, es decir, de los allegados a la Empresa y en especial a la Presidencia. Y demás estaba decir que había que poner mucho cuidado en lo que se escribía. Sería necesario poner bien de relieve, como lo hacía Balsamini, los méritos de los extintos, aunque en la vida hubieran tenido sus traspiés, sus pequeñas o grandes incursiones en el área del peculado, el agio o el leoninismo.
Durante treinta y dos años, desde muchachito, Pablo L. Portela había sido cronista de La Tarde y jamás se había ocupado de obituarias. Es más: jamás había leído una, pese a que apreciaba mucho a Balsamini. Solo había leído sus notas y verificado la ortografía de los barcos: si Alcian Star estaba bien escrito y traía bananas de Esmeralda, si a Ikushimi Maru no le habían agregado una letra y traía kits de Kobe - Toyota, etcétera.
Había transcurrido la 2da. Guerra Mundial, la Guerra de Corea, la de Vietnam, habían muerto Papas, presidentes- artistas y sabios, habían explotado bombas atómicas experimentales y no experimentales y habían surgido nuevos ritmos, nuevos cantantes, habían aparecido los best-sellers, las revistas pornográficas danesas, etcétera, y él había continuado siempre muy tranquilo en su escritorio. Lo que importaba eran sus notas portuarias. Había cubierto las entradas y salidas de más de doce mil trescientos barcos de carga y pasajeros y, un poco marginalmente, como para que su imaginación volara un poquitín, aunque a él poco le interesaba, había escrito algunas notas de accidentes de tránsito. Pero pocas, muy pocas, porque López Bruñido, el cronista de tránsito tenía una salud de hierro v solo había faltado seis o siete veces en los últimos veinte años, casi siempre en ocasión del nacimiento de un hijo. Por eso, la úlcera al duodeno de Balsamini —todo era casual, aseguraba— lo arrancó de su sueño. Dejó, sin darse cuenta, de pensar en sus barcos.
Desde la primera nota, el 3 de marzo, y la segunda, el 4 de marzo, había tomado el trabajo con gran responsabilidad. "Cómo no", le había dicho al Jefe de Redacción, y se había puesto de inmediato a redactar la obituaria del político de nota, que había muerto de un fulminante infarto al miocardio en circunstancias, según se decía, muy poco ortodoxas.
Esa primera nota causó una grata sorpresa por lo inesperadamente buena, y la del alto jerarca, que escribió al otro día, produjo admiración. Eran dos semblanzas realmente magistrales por la sensibilidad con que estaban encaradas. En especial la última, la del alto jerarca, el Secretario Adjunto de la Cartera de Salubridad Pública.
La Redacción había quedado confundida y maravillada. Era un hecho que el humilde notero de marítimas tenía condiciones que nadie había sospechado y, si seguía así, la suerte de Balsamini como obituarista estaba sellada. El pobre hombre pasaría al banco de los suplentes o sería redistribuido y asignado a alguna tarea inferior. Tendría que hacer marítimas, por ejemplo, lo cual sería una afrenta que lo obligaría a renunciar. Las notas de Portela prestigiaban al diario y no había por qué dejarse llevar por falsos sentimentalismos. La Redacción era, podría decirse, una persona muy práctica y veía claramente el aspecto utilitario de las cosas. No obstante su corta estatura, 1,58, su voz chillona y su vientre algo deformado y sus pequeños dientes de roedor, desarrollaba una excelente política de reacomodos, cambios y despidos, que lo elevaban en la consideración de la Gerencia y de la Presidencia.
Balsamini no levantaba cabeza. Su salud empeoraba.
Portela proseguía su trabajo temporario con verdadero espíritu de creador. Lo que menos pasaba por su mente era el deseo de desbancar a Balsamini. Al contrario, lo fue a ver al hospital y le contó que había hecho un par de obituarias, pero que temía haber cometido un par de barrabasadas. Balsamini respiraba con dificultad y casi no hablaba. Con sus ojos muy azules y un poco tontos parecía inquirir: "¿No tendrás que hacer pronto una nota sobre mi fallecimiento?". El que deseaba con gran avidez un rápido desenlace de la situación era el Jefe de Redacción. Quería eficiencia en su oficina y Portela se imponía. Era la nueva estrella en ese momento y había que usarla.
Portela sentía un verdadero placer en recavar datos sobre personalidades destacadas, justa o injustamente acusadas de corrupción, y sobre vidas oscuras y vacías, pero que sonaban a veces en la TV o aparecían en la prensa porque habían estado en una fiesta oficial o en una embajada, o porque habían cumplido un largo historial en la administración pública, es decir, porque habían pasado veinticinco o treinta años en un ministerio, llenado centenares de declaraciones juradas y alcanzado finalmente una alta jerarquía, tai vez por disciplina partidaria o por obsecuencia genuflexiva.
Ya a la quinta nota, la Redacción, que había descubierto por casualidad su vocación obituarista, resolvió de algún modo testimoniar el reconocimiento del diario. De todos modos, conforme a la política conservadora de la Presidencia, decidió hacer un compás de espera. Nunca había que dar rienda suelta a los sentimientos.
De día, hasta que no se aclarara la situación, Portela continuaba ocupado en el diario con las notas portuarias. 
Las notas obituarias las hacía en casa por la noche. Trabajaba con gusto. Había encontrado un motivo para vivir. Las fichas que hacía eran cada vez mejores. Llamaban la atención por su prolijidad. Estaban escritas en una cartulina rosada con una raya-crespón de color negro. Las había conseguido en una papelería muy grande. Su entusiasmo obituarista rayaba en la felicidad.
Para no perder tiempo, Portela comenzó a hacer notas obituarias previas de todas las personalidades probablemente obituariables del país. Sin esperar mucho, compró tres hermosas cajitas de roble y allí conservaba las fichas que hacía. Adquirió también un diccionario de ideas afines para trabajar mejor.
Balsamini tuvo una hemorragia y murió muy pronto. La cosa le vino muy bien al diario. La Redacción se evitó tener que degradarlo y no tuvo problemas morales, que siempre se resolvían con situaciones de violencia y eran feos. El Jefe de Redacción, el Sr. Viana, no tuvo necesidad de decirle que ahora el obituarista era su viejo compañero marítimo.
Portela le hizo una gran obituaria, casi, podría decirse, un modelo de obituaria en la que sin mucho floripondio necrológico destacaba claramente las virtudes del cronista sencillo, del hombre típico de redacción, del ser anónimo y oscuro que nos ilumina todas las mañanas con lo que escribe, etc. Era una cálida apología del notero, de ese notero que corre de un lado a otro de la ciudad y que envejece imperceptiblemente redactando siempre lo mismo o casi lo mismo, que un día ve surgir sus primeras canas, otro sus primeras arrugas y otro sus primeros achaques físicos y sus dolores del alma y con ellos el principio de su fin en ese mundillo de máquinas de escribir y humo y teléfonos. Todo estaba dicho en un lenguaje sencillo y directo, y tal vez por ello, penetrante y conmovedor.
Cuando el Gerente General y el Presidente de la S. A. La Tarde lo convocaron a su despacho, se sintió como intimidado. Subió al Piso 8vo. con el Jefe de Redacción. Ambos penetraron en el amplio despacho. Un cuadro del fundador de la empresa, Don Manuel Ríos y Santos, lucía en la pared detrás del escritorio. La mirada penetrante y el enorme bigote blanco del viejo imponían orden y respeto en la sala. Un viejo ventilador Marelli zumbaba desde una mesita a varios metros del gran escritorio.
—Amigo Portela —comenzó el Presidente con una amplia sonrisa de dientes—. Sus notas obituarias nos han impresionado por su excelencia y su justeza así como por la calidad informativa y humana que transmiten. Hemos decidido nombrarle cronista obituario titular de la empresa. Confiamos plenamente en su buen sentido y en su admirable equilibrio profesional, todo lo cual constituirá un nuevo pilar en el añoso edificio de nuestro prestigio. Ud. fue siempre un hombre muy apreciado en nuestra firma y últimamente nuestro aprecio se ha renovado. Es Ud. un buen sobrino del finado Don Fernando Portela. Como ve, el tiempo del progreso y el reconocimiento le llega a todos. Hay que saber esperar. Ud. ha sabido esperar, ha sabido llegar a los 60 años sin forzar las cosas, y ahora tiene un gran futuro por delante. Todos esperamos que Ud. siga produciendo obituarias nobles y justas. Hemos decidido reconocer su labor y le concederemos un ascenso que en su oportunidad recibirá su correspondiente contrapartida en valores emolumentarios.
Ipso facto el Presidente le extendió la mano. Igual hizo el Gerente General. Hubo un intercambio de sonrisas y gracias y Portela se retiró. Ese día había muerto el Jefe de Policía y Portela estaba muy contento. Tenía una nota importante para hacer.
 A modo de entretenimiento, Portela puso un día la fecha aproximada de las muertes de todos los incluidos en su archivo. La puso con lápiz de papel y al final de la fichita. Por ej.: Dr. Eduardo Fernández, 3 de noviembre de 1974, Cdor. Carmelo Ubeda, 2 de diciembre de 1974, Miguel Ángel Lomerto, 17 de enero de 1975, etc.
En invierno volvía a su apartamento con un entusiasmo increíble. Ya no era el hombre abúlico que se acostaba temprano a esperar el día siguiente y los nombres de los nuevos barcos que entrarían a puerto. El que lo veía en la sala de redacción escribiendo sus gacetillas portuarias y sus notas de remates de vacunos, que también solía hacer, no imaginaba cómo era. Uno ve caras pero no ve corazones, decía el dicho, y en el caso de Portela se podía agregar: uno ve hombres pelados, con incipientes bigotes y cejas finitas y pechos hundidos y carnes enjutas, pero nunca adivina qué se oculta detrás de todo eso.
Tras la palidez casi cadavérica y la cara huesuda e inexpresiva de Portela nada se podía prever o detectar. "¿Qué tal flaco?" o "¿Qué decís, viejo? era todo lo que se les ocurría a los otros cronistas preguntarle. Y él simplemente respondía: "Aquí andamos. Hoy llegaron seis barcos. Y además tengo una obituaria importante. Murió un cura de la Parroquia de la Concepción de María".
Portela se sorprendió y en cierto modo se alegró mucho cuando el 3 de noviembre se cumplió su primera predicción a lápiz y el Dr. Eduardo Fernández falleció de un fulminante infarto. Bueno, no se alegró de su muerte, sino de su acierto. Al menos se sintió útil y capaz. Allí, en su apolillado escritorio había sido siempre un don nadie; en cambio ahora, en su actividad obituarista y adivinadora, se sentía alguien. No dijo nada de su acierto. No quiso pensar en él. Pero como un buen mago sacó de su bolsillo la obituaria rosadita y la entregó. Sus superiores quedaron nuevamente muy agradecidos y rebosantes de alegría.
 Las notas de Portela eran tan buenas que muchos, los más allegados, los propios compañeros de oficina, entre chiste va y chiste viene, le preguntaban cómo escribiría sobre ellos. Los pobres diablos no sabían que los tenía a todos fichaditos en rosado y con el cresponcito negro y el día X bien marcadito en lápiz verde.
Los personajes que había marcado al principio y otros que había marcado meses después fueron cayendo indefectiblemente en las fechas previstas por su inspiración. Menos mal que ellos no se habían enterado. Algunos conocidos de Portela estaban desesperados por saber cómo sería su obituaria, pero nada más. No sospechaban que las fichas eran completas.
Lo que llamaba la atención a la Redacción era la celeridad con que Portela preparaba semejantes obritas de arte obituario. Bastaba con que alguien falleciera para que casi de inmediato surgiera la obituaria de Portela como por arte de magia. Siempre era una pequeña obra recordatoria, un camafeo literario, exaltante pero sin altisonancias.
En setiembre del año siguiente ya llevaba escritas cincuenta y dos notas. La del asesor jurídico del Ministerio de Finanzas, que por muchas razones estaba estrechamente ligado a La Tarde, había sido algo notable. En todos los círculos gubernamentales se había hablado de ella.
 El 10 de octubre se retiró tarde. El cronista policial que siempre le hacía chistes, lo había estado cargando un rato.
—Che flaco, me gustaría ver cómo sería mi nota —le dijo en solfa—. Con seguridad que ya te la tenés bien craneada. Son un fenómeno tus notas. A cualquiera le gustaría morir para que lo trataran así. Estoy seguro que ya tenés hecha la del Presidente. Hay que estar bien con los de arriba. Y a ver si hacés pronto la de Viana. A ese sí que hay que sacarlo de la troya.
Portela tenía hechas todas esas notas, pero no dijo nada. Se limitó a sonreír.
Ese día habían entrado muchos barcos. Uno con un cargamento de bananas del Ecuador, otro con carbón y jamón de Polonia, otro del África del Sur con una cantidad de raros animales para el Zoológico, etc., etc. No se acordaba más de tanto que había escrito. Estaba muy cansado.
Lo esperaba además una nota obituaria que se preveía desde hacía tiempo. Era la nota de un gran expolítico. Había muerto ese día a los 82 años de una congestión. Hacía tiempo que él la tenía preparada y marcada. La dejó en Redacción junto con un sobre. En el sobre había tres obituarias más. Todas como siempre en rosadito y con su crespón negro. La primera rezaba así:
La muerte del compañero Pablo L. Portela
A la edad de 61 años murió en nuestra ciudad nuestro compañero de tareas Pablo L. Portela. Durante años tuvo a su cargo la sección Crónicas Portuarias. En 1974 se le confió también la sección Crónicas Obituarias.
Fue un hombre humilde y tranquilo, tal vez un solitario. Pero fue muy feliz en su trabajo, en especial como obituarista.
Se decía que Portela era un zahorí y que sabía la fecha exacta de la muerte de todos sus conocidos. Por suerte, nunca reveló nada a nadie. Los que murieron lo hicieron tranquilos y bajo ningún concepto apremiados por la noticia.
El Sr. Portela murió sin dejar deudos. Solo quedó un gato en su apartamento. De acuerdo con su voluntad, el animalito fue entregado a la Sociedad Protectora de Animales con el pedido expreso de que se le suministre avena con leche.
Que en Paz descanse.
Las otras dos notas eran respectivamente del Presidente del diario y del Jefe de Redacción. Estaban marcadas para fechas próximas. La nota sobre el Presidente era una pequeña obra de arte.



Publicado, versión alemana, en la revista Khipu, 1983, Munich, Alemania. 
Las cerillas, II




A mi mujer, Iris,
y a mis hijos, Claudio y Sandra.


Julio Ricci

Primera parte
...pero el mayor problema, si se puede decir que es un problema, se plantea siempre en la cocina y en los momentos en que nuestros cuerpos convergen o coinciden en ese estrecho lugar, aunque no puedo minimizar los desajustes, llamémoslos así, que ocurren en el uso del cuarto de baño o cuando nos topamos en el estar o en el corredor. En un nivel superficial son desencuentros físicos, pero en un nivel profundo son choques de orden caracterológico o emocional o irracional.
Ocurre, no sé por qué, que ambas, con diferencia de minutos, nos levantamos siempre a la misma hora. Tenemos lamentablemente un biorritmo muy parecido. A veces pienso en la bendición que sería convivir con una persona que tuviera un biorritmo diferente.   Si así fuera, cuando yo me levantara ella estaría durmiendo, y cuando yo estuviera durmiendo ella estaría levantada. Entre nosotras siempre se producen estos choques. Si yo entro en el baño antes, utilizarlo es para mí una tortura porque sé que afuera está ella, agazapada como una hiena y pronta para entrar, vigilando e imaginando todos mis movimientos, incluso los intestinales. Si ella entra en el baño antes, cuando sale y me ve esperando pone una cara mezcla de enojo, angustia y desesperación, aunque no dice nada. Si yo entro en la cocina antes, no ocurre nada, pero cuando ella converge siento que se molesta porque yo ya encendí el gas y comencé a preparar el té. Si ella entra en la cocina antes, cuando yo advengo capto por los poros de la piel su malestar. Siento que desearía estar sola.
En general no nos hablamos. La atmósfera es más bien tensa e irrespirable. Nos manejamos sin palabras, de pensamiento a pensamiento. Sus movimientos son ya un lenguaje. Igual deben de serlo los míos.
Debo cuidar muchísimo el gasto de gas. Y de luz y de todo. Porque ella mide y remide las cosas consumibles. Pone incluso marcas en la botella de alcohol y de kerosene para asegurarse de que no le gasto nada. Nunca puedo olvidar que yo soy la inquilina y que ella es la casera. Y que esto le da una jerarquía gigantesca.
A veces ella emite alguna palabra. Es lógico que así sea. Hay informaciones mínimas que exigen la palabra, informaciones que los gestos o movimientos corporales no consiguen transmitir ni rudimentariamente. Por ejemplo, “las cerillas debe dejarlas en el tercer estante contra la pared”. Entre paréntesis, los fósforos constituyen el leitmotiv de nuestras relaciones. No hay día en que no se hable algo de los fósforos.
Ella es muy meticulosa o puntillosa. Además, es muy mezquina, muy cicatera. Tiene una visión minúscula o microscópica de la vida. Esos años de convivencia con ella me han hecho meditar mucho. Han cambiado mi visión de la existencia. En realidad, cuando estoy libre en mi habitación no hago más que pensar en sus hábitos. Al principio leía y me distraía en muchas cosas. Y los sucesos del trabajo acaparaban mi mente. Desde que me jubilé las cosas cambiaron. La oficina y sus sucesos desaparecieron de mi conciencia y mi único horizonte es la casa y ella. Poco a poco he dejado de pensar en otras cosas para ocuparme de nuestras mudas relaciones. No voy al cine, ni leo, no escucho la radio. De ese modo puedo disponer de tiempo para pensar y elaborar la estrategia a seguir en mis relaciones con ella.
Me doy cuenta de que no puedo quitármela de la mente. Supongo que a lo mejor ella también piensa en lo que yo hago cuando no estoy en la cocina, en el baño o en el estar. Mejor dicho, estoy segura de ello. A veces compro un periódico. Pero no puedo concentrarme. Pienso en lo que ella estará pensando de mí. Ella ni siquiera compra un periódico. Su vida es básicamente la habitación y la cocina y el baño. Sólo sale unos minutos para hacer sus compras mínimas: pan, leche, alguna fruta, y vuelve a su guarida, por así decir.
Confieso que he ido perdiendo mi interés por el mundo y la gente y lo que sucede. Y admito que es una vergüenza no saber lo que ocurre en un país que ha tenido tantos dolores y en el cual ha habido tanta ignominia, pero la vida en casa me ha absorbido. Nada me interesa más que adivinar o prever cómo será nuestro próximo encuentro en la cocina, aunque no ocurra nada.
Nuestro problema mayor ha estado siempre ligado al uso de los fósforos, particularmente en los últimos tiempos. Yo he intentado resolverlo varias veces, pero no he podido. He pasado noches enteras pensando en los choques que se producen por los fósforos. Una vez, en mi deseo de resolver la situación que siempre se planteaba, compré una cajilla de fósforos Victoria y la puse en el estante, pero ella con una furia muy calma, que creo es la peor, la tomó y la arrojó lentamente a la lata de la basura. “Las cerillas las administro yo”, dijo en un tono tajante y que no admitía discusiones.
Desde hace un tiempo todas las mañanas deja al lado de la de ella una segunda cajilla para mí con cuatro fósforos. El día que impuso este procedimiento dejó un papelucho con las instrucciones de uso: “Una cerilla para encender el gas del desayuno, otra para el almuerzo, otra para el té de las 5 y otra para la cena o té cena. Se prohíbe usar más cerillas”.
No permite que yo encienda más de cuatro veces la cocinilla porque gastaría mucho más. Si hubiera muchos fósforos sería un desquicio. Yo podría hacerme el té (varios tés) a horas irregulares, a horas no programadas, y esto le parece insoportable. A las tres de la mañana, si por ejemplo yo tuviera un malestar.
El consumo de fósforos, de cuatro fósforos diarios, se ha convertido en el gran problema de mi vida. Parecerá exagerado, pero es así. Recuerdo que cuando era niña y adolescente, y vivía en casa de abuelita María, jamás había el menor rozamiento por causa de los fósforos.
Si por casualidad, como ya ha sucedido, un fósforo falla, o si una vez apagada la cocinilla se me ocurre o necesito encenderla de nuevo, me veo siempre limitada por los fósforos. Gastar un fósforo de más implica que debo privarme de la próxima comida. Y lo triste es que no puedo usar mis fósforos porque ella siempre vigila. Jamás consigo estar sola en la cocina. Si ella no tiene nada que hacer allí, hace finta como de tener algo importante entre manos y ya no estoy más libre. Incluso me ha señalado que no debo calentar más agua de la que necesita para una taza de té. Muchas veces he tenido el deseo de encender la otra hornalla de la cocina para hacerme unas tostadas, pero no he podido hacerlo porque los fósforos me limitaban. O la mirada de ella.
La cocina no es una cocina alegre, con colores fuertes, como debería ser. En ella no entra nunca el sol. Es una especie de cueva oscura, con una bombilla de pocos vatios, que no invita a nada. Bueno, todo es así en la casa. Yo creo que sigo allí por inercia. He roto el contacto con todo mi pasado y no puedo volver a él.
Las limitaciones no son todo. Casi siempre, como he dicho, debo usar la cocinilla en su presencia o bajo su fiscalización personal. Es algo muy extraño. No bien entro en la cocina, ingresa ella. No hace nada especial. No saluda, no habla. A veces ni se mueve. Pero aprovecha para vigilarme, para espiar todos mis movimientos.
Debo confesar que alguna vez he llevado un fósforo extra, por si el fósforo autorizado me fallaba, pero siempre he sido descubierta. “Usted no puede usar esa cerilla”, suenan siempre sus palabras como provenientes de un parlante tipo Orwel 1984. Y luego mutismo.
Ella no se agita demasiado, no es estridente, pero hace observaciones lacónicas, que son como un latigazo. “¿Para qué necesita usted una cerilla más?”, “¿no sabe usar las cerillas que están en la caja?”, dice con una cadencia que denuncia un origen étnico extraño. Cuando esto ocurre, me pongo muy nerviosa y hasta tiemblo y se me apaga el fósforo que estoy utilizando y sé que tendré que suprimir mi próxima comida por carencia de fósforo. Y me vienen ganas de llorar.
Tal vez el mayor problema lo tuve cuando por equivocación o por un raro sentido de conservación coloqué de vuelta un fósforo usado en la cajilla de ella. El hecho ocurrió una noche de invierno en que llovía a mares y la cocina era poco más que un agujero lúgubre y gélido. Era el último fósforo de los cuatro de la jornada. Cuando ella entró para vigilarme, yo ya tomaba mi té, la cara contra la pared, y no pensaba en nada. Ella abrió la cajilla, sacó el fósforo (ya usado) y pretendió encender la cocinilla, pero no tuvo éxito. Restregó el fósforo varias veces sin conseguir hacer fuego y finalmente descubrió que no servía.
“No comprendo qué pasa”, dijo en un tono de voz inusual. Yo no respondí nada y eso la acicateó para seguir.
“¿Para qué sirve una cerilla usada?”, continuó.
“Permítame explicarle”, intervine yo con temor.
“¿Explicarme qué? “¿Explicarme para qué sirve una cerilla que no sirve?
No pude decir nada.
“Esto no puede ser. No puede seguir así. Debe explicarme, eso sí, por qué puso la cerilla consumida en mi cajilla. Todo tiene sus motivaciones. El caso es sumamente serio”, concluyó rematando el párrafo más largo que jamás le oyera.
De nuevo no dije nada.
“Usted me parece una persona muy extraña”, terminó. “De ahora en adelante le prohíbo hacer este tipo de maniobras con las cerillas”.
Pasé una noche muy triste. No pude conciliar el sueño. Pensé todo el tiempo en ella, en sus palabras y en su cadencia oral tan poco común. Pasaron por mi mente, bajo diversas formas, las escenas relativas al encendido del gas. Pensé incluso en la posibilidad de mudarme. Anhelé disponer de una cocinilla y de fósforos de mi propiedad, sin observadores, sin cuotas reglamentadas, sin ningún género de impedimento. Al fin me dormí. Caí en una especie de letargo y por suerte no tuve ningún ensueño macabro ni nada que se le pareciera.  Me levanté tarde para el desayuno y no tuve que gastar el primer fósforo, loo cual me dejó muy feliz porque dispondría de un fósforo de reserva en caso de falla. Porque tendría un fósforo extra para el día siguiente. Lamentablemente, ella muy pronto se encargó de neutralizar mi alegría.
“La cerilla que le sobró hoy no puede utilizarla para encendidos extra”, me dijo con la misma cadencia robótica de siempre, mientras me espiaba con sus ojos negros y aceitosos que tenían algo de reptilíneos.
(Notas del 15 de febrero de 1976).
Segunda parte
Desde hace un tiempo, ella está enferma. Tal vez muy enferma. Debe de tener una de esas enfermedades que llevan aceleradamente a la tumba. No sale de la pieza. Ha debido recurrir a mi ayuda. Supongo que mucho no le habrá de gustar. Me ha pedido con gran economía de palabras que le cobre la jubilación. He hecho el trámite del poder y desde hace dos meses le traigo el dinero.
Pese a esta situación, es siempre muy poco lo que hablamos. Poquísimo. Es increíble la fuerza y el valor prácticos que tienen unas pocas palabras: tráigame, lléveme, hoy, ayer, mañana, y sobre todo, sí y no. Estas dos palabras son enormes. son verdaderos universos. Con ellas solas se podría vivir y construir una civilización. Y desarrollar una literatura. Una poética. En el fondo, en todas las situaciones, lo único que se necesita es aprobar o desaprobar. Una de las características de nuestra civilización es el despilfarro de palabras ( y de tiempo). Por casualidad oigo a veces de refilón los discursos de los políticos y me maravillo. Son verdaderos juegos de esgrima verbal que yo no sé a dónde conducen. Digo por casualidad porque en realidad sólo escucho algo de música cuando no pienso en los problemas domésticos. El universo doméstico, la lucha por los fósforos, los ajustes y reajustes en nuestras relaciones, el laconismo de nuestros encuentros, las noches blancas, y ahora la enfermedad de ella, ocupan mi tiempo. ¿Cómo puedo interesarme en la sociedad y la política que nada tienen que ver con la esencia de mi vida? ¿Con lo que vivo diariamente?
Por todo eso, no logro comprender cómo por allí se gasta tanto tiempo en exponer puntos de vista en sus detalles mínimos, en detalles que por su abundancia no tienen sentido. Las pocas veces que oigo a alguno de estos señores, me parece como ver que construyen palacios de aire. Su fervor por convencer me parece demencial. Lo paradójico, lo increíble es que finalmente todo concluye en un sí o en un no. Y en política en un levantar la mano o no. Pienso, después de estos 15 años con esta mujer, que la palabra es una especie de divertissement, o de autodivertissement o de ejercicio narcisista.
Ella sigue igual. Yo ahora domino la casa. La cocina es toda mía, el baño también. Todo es mío. Sin embargo, estos años de extraña disciplina me han impedido e impiden cambiar de vida. Ahora soy yo misma la que me impongo los cuatro fósforos. Soy yo misma que me retiro sin falta a la pieza a las 9. Soy yo misma que gasta el mínimo de gas.
A veces, muy pocas veces ya, pienso en mi pasado. Mi juventud es ya prehistoria. Recuerdo a Carlos y la emoción que me producía estar a su lado. Lamentablemente, mi vida siguió otros derroteros. Creo que si fuera joven no tendría capacidad para amar. Hoy pienso que los caminos de la vida son muy extraños y fortuitos. El que por casualidad se mete (o lo meten) a verdulero, termina su vida entre la verdura; el que también por esas cosas del destino se mete (o lo meten) a limpiar caños, llega a sus últimos días limpiando caños. Su horizonte, su contexto de situación, su conversación, son siempre los caños. Yo caí en esta casa y mi vida han sido estas cosas. Han sido ella, los fósforos y el día siguiente.
He tenido que entrar en su habitación porque ella ya no sale. Está siempre en la cama, entredormida. Despide un olor feo. Generalmente le preparo el té y le pongo un par de galletitas. Uso un solo fósforo que ella misma me suministra incluso en estado de semilucidez. Lo tiene ya pronto cuando me llama.
Creo que se ha humanizado algo porque no me dice más Ud.  El pronombre solo es muy impersonal y pone una enorme barrera. Ahora me dice “Magda”. Su voz no tiene modulaciones afectivas, pero algo es algo. En cierto modo es una señal de amistad. Se ve que en el fondo de su alma, en la reconditez de sus células nerviosas se ha operado un cambio. Tal vez siempre fue así.
Yo a veces le toco la cabeza, le acaricio el pelo muy moderadamente y la peino. Trato de ser muy mesurada y poco expresiva porque sé que esto podría herirla. Es difícil leer algo en su cara de esfinge, en su cara de sentimientos sofrenados quizá durante 40 años, pero alcanzo a percibir un no sé qué de agradecimiento. Su piel ha perdido la poca lozanía de los días en que nos separaba el problema de los fósforos. Es una superficie oscura y sin vida.
La habitación está casi vacía. Nunca me había imaginado que pudiera ser así. Está casi en la semipenumbra. Sólo se agazapan allí, como raros bultos geométricos, la cama., una mesita de luz vacía, un ropero casi vacío y una silla muy vieja. Sobre la mesita de luz hay ahora un vaso de agua que yo le he puesto por si acaso. Todo parece reflejar una extraña vaciedad. Hay sólo unas cajas de zapatos en el ropero. Están llenas de dinero acomodado en libritos. Mucho de ese dinero ya no sirve más. Son pesos de otras épocas, pesos que ya no tienen curso legal.
Luego de las visitas periódicas que le hago, paso horas en mi habitación. No puedo evitar pensar en ella que está metida en la cama y en la oscuridad, sin decir nada. No tiene familia. Es como yo. No ha venido nadie a verla. Todo es vacío. He pensado en su pasado. Parece un ser sin pasado.
(Notas del 20 de febrero de 1985)
Tercera parte
Los trámites del entierro fueron relativamente fáciles. Vinieron unos individuos, trajeron un cajón enorme y se llevaron ese cuerpo sin historia personal aparente como quien se lleva un mueble cualquiera. Se ve que estaban acostumbrados a transportar ex -vidas.
Ayer hizo dos meses que me mudé. No puedo decir que esté mal, pero podría decir que no estoy bien. La nueva casera es una persona muy simpática. El ambiente también es simpático. Ni que hablar de la cocina, grande, iluminada y limpia. La casera siempre me habla y me cuenta su vida y todas sus reacciones frente a lo que pasa diariamente, pero yo he perdido el interés en esas cosas. Hoy he pensado que estuve más de 15 años con la otra casera, con “ella”, como siempre le decía. El otro día cumplí 65 años. “Ella” debería de andar por los 75.
Me cuesta mucho entablar conversación con la nueva casera. Ella no se da cuenta y habla y rehabla. Mientras habla, mi mente está en otra parte: está en la vieja casa. A veces, de sus largas parrafadas, de sus palabras, tan comprometidas con el momento que vive, extraigo o conscientizo algo: “está todo por las nubes”, “carros de carnaval fueron muy lindos”, “lo mejor es no comer huevos para el colesterol”, o cualquier otra cosa.
Sin querer estoy siempre con la mente en la otra casa. Los últimos 15 años de mi vida transcurrieron allí, con ella, y esto aquí y ahora no me interesa.
Yo vivo en esta casa, pero sigo con mi mente en la otra. No sé hasta cuándo. Todas las noches pienso en “ella” y en nuestras felices relaciones mudas. Hago la misma vida que antes. Continúo consumiendo la misma cuota de fósforos diarios. Sigo las mismas reglas de siempre. Si un fósforo se apaga, suspendo una comida.
(Notas del 28 de abril de 1985)

La Gaceta de Tucumán
1 de setiembre de 1985.
El II del título responde a la necesidad de distinguir este cuento del homónimo de Antón Chéjov.

El laburo


Julio Ricci

En el escritorio del banco, debajo del vidrio, tenía colocadas las postales de los amigos, y a veces, por prolongados instantes, perdía contacto con los clientes que se agrupaban en el mostrador y miraba con nostalgia de futuro la estatua de la libertad, el puente Verrazano, lo que más le fascinaba, el enorme mazacote de edificios de Manhattan en una vista aérea. Desde que el país había entrado en crisis, como sostenían los pesimistas, el sueño de Martínez había sido Nueva York. Escapar, fugar de Montevideo, de ese Montevideo gris y anémico, de ese Montevideo de veredas rotas, calles deshechas, casas sin pintura, basurales inmundos y yiras mañaneras, había sido su única meta. Es que él no quería ser un Manolo más en ese mundo que se venía abajo. Quería seguir los pasos del Toto, que se había mandado mudar en el 68 y del Pocho que se había largado en el 70. ¡Ellos sí que la habían embocado! ¡Qué visión habían tenido! ¡El tiempo que hubiera ganado si se hubiera ido con ellos!
Lo extraño era que a Martínez no le iba mal, que se diga. No le pasaba como a sus amigos, que no tenían dónde caerse muertos. Con el empleo del banco y lo que sacaba de la pizzería de la calle Justicia, nunca le faltaba plata. Por eso, como decían los viejos, no había razón para que se emberretinara tan ciegamente con Nueva York. Seguro que la plata no era todo en la vida, pero que servía no había duda. Con todo, mirándolo bien no era tanto lo que ganaba. Lo de la plata era más bien una falsa ilusión si se ponía a comparar con lo que ganaban el Toto y el Pocho. La casita de la calle Millán y Caiguá, por ejemplo, no la podía terminar de pagar. La hipoteca que había contraído para edificar en el solar de Solymar ni que pensar en saldarla. Por todo eso, porque vivía insatisfecho, porque era un insatisfecho, porque quería ser alguien, caía en la categoría de los inconformistas.
Los orientales conformistas, los que iban diariamente al trabajo sin pena ni gloria, no le servían. Ahí estaba por ejemplo el Pancho. El Pancho era el uruguayo típico, si de típico podía hablarse. Hacía 18 años (desde los 20), que día tras día iba de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Sólo la pausa del sábado rompía la monotonía de su vida. Una película en algún cine del Centro, una pizzita y una cerveza en un local de 18, un par de comentarios banales con Olga y luego de vuelta en casa el polvo de reglamento y salute Garibaldi.      
Y los domingos, estadio en invierno y playa en verano, Y siempre el mate en piyamas en la esquina del barrió.
No, él no quería caer en ese género de vida. A veces, cuando llegaba de noche a casa y se acostaba sin mirar ni siquiera el techo de su pieza, pensaba y repensaba. Los pensamientos fluían en tropel y anticipaba su nueva vida. Broolkyn, unos días de adaptación en el bulín del Toto; Manhattan, un par de semanas de sondeo en el apartamento del Pocho. Y después, después el trabajo firme, la libertad, la guita; las minas... Basta de vida gris, de vida montevideana; porque aunque hasta ahora hubiera estado forzado a recibir y controlar cheques ya hacer pizza, faina y olímpicos, no era, no sé sentía un hombre gris. No era un hombre oscuro. Era un hombre con ambiciones, un hombre que quería salir del pozo.
Por eso, cuando viajaba por Millán y miraba por la ventanilla del ómnibus las calles que se perdían en lontananza de un lado y de otro, cuando meditaba en los miles y miles de figuras rutinarias que se alojaban como bichos en esas casitas lúgubres de las barriadas montevideanas, donde lo único que se oía era "vieja cébame un mate", "viejo, prendiste la tele'', sentía que no podía seguir más siendo lo que era. Una vez había tenido que bajarse en Caridad y caminar cuatro cuadras. ¡Qué horror! Era invierno. Desde la calle y a través de las ventanas entreveía las escenas familiares. Un hombre, una mujer, a veces un niño, una lámpara de 25 watts, un televisor. Lo demás lo componía él con un poco de imaginación. Vacío y más vacío. Un país que no tenía más levante, una sociedad sin dinámica, avejentada, sin fuerza.
Por eso quería irse, por todo eso. Por eso luchaba, libraba una lucha dantesca. Porque llevaba dos Martínez, adentro. Uno, el empleado de banco, el pizzero, el repostero, era el hombre gris, el uruguayo, el que lo llamaba quejumbrosamente desde las reconditeces del alma; el otro, el hombre de Nueva York, el ejecutivo, era el hombre de mundo, el hombre de triunfos, el hombre ecuménico, el que le hablaba engatusadoramente al oído y lo persuadía de las grandezas de la vida en los EE.UU. El siempre había confiado que el hombre de mundo, el hombre de acción vencería y ahora veía que ya le faltaba poco para que se cumpliera el presagio. El hombre grandioso que llevaba en su ser se levantaría un día y estrangularía al hombre gris, mezquino, insignificante, al hombre montevideano.
Cuando llegó a Nueva York el año pasado, el problema fue el inglés. Luego fue la gente. Después fue la ciudad. Toda la ciudad se le vino literalmente encima como un inmenso monstruo que no le daba un momento de respiro y que no podía comprender. Los primeros domingos se desahogó como pudo escribiéndole a Manolo.
"Querido Gaita;
¿Querías una primera impresión de esto? Creo que para darte una primera impresión de Nueva York, debería haber llegado aquí hace tres o cuatro meses. Tan grande es todo aquí que los pocos días que llevo de estadía no son suficientes para decir mucho. La construcción en general es muy similar en todos los barrios de Manhattan (en el Centro por lo menos) y sus rascacielos se diferencian del resto. Estos gigantes de hierro y mampostería son imponentes a una escala que no es humana, al menos para el habitante de nuestro país. En los barrios predominan los grandes edificios de apartamentos (15 ó 20 pisos), casi todos de ladrillo visto, cuadra tras cuadra, lo que da la impresión de enormes colmenas, de infinitas y monótonas colmenas, donde los hombres se alojan como insectos y encuentran su celda ciegamente, casi como por intuición. Más allá de los grandes barrios, la edificación se empequeñece. Son los barrios de casas de madera (los más) y son millones. Cada cuadra tiene sus casas, iguales por lo general y la cuadra siguiente tiene una pequeña variación. Fui a conocer barrios de negros y portorriqueños y ahí sí que se te caen las medias. Tienen las mismas casas que el resto de la población, pero viniéndose abajo, sin vidrios, con mugre en las calles (lo que aquí llama la atención) y ramilletes de negros sonrientes en la puerta. Se visten como si fuera siempre carnaval, aunque los blancos también. La droga se los lleva como moscas. Es interesante ver los barrios que abandonaron los blancos y que ahora usan los negros (los blancos los abandonan cuando se empiezan a infiltrar los negros). Cuadras y cuadras de tiendas, con vidrieras vacías, todo abandonado como una ciudad que hubiera sido liquidada por la peste.
Aquí son todos racistas; los blancos, los negros, los portorros (portorriqueños) y hasta los uruguayos. Los negros son odiados, menospreciados y temidos; sobre todo temidos.
Los latinos son menospreciados y no temidos, por lo cual estamos más abajo en la escala. Te voy a dar un ejemplo. La colonia portorriqueña es espantosa, culturalmente sobre todo. Son de un nivel tan chato, que hablan una lengua que no es español ni inglés. Te castellanizan las palabras inglesas y queda un cocoliche infernal.
Yo estoy trabajando fuerte para tratar de pagarme el viaje. Ya en otra carta te hablaré de mi trabajo. Si Francisco aún quiere venir, que espere un poco, pues pienso que en un mes se va a aclarar un poco el panorama.
Salute."
Más tarde empezó a recorrer la ciudad. Greenwich Village con sus locales estrafalarios, sus borrachos iconoclastas, sus vagabundos meados y yacientes sobre las aceras. Times Square con sus luces de neón y su hormigueo incesante de gentes, Rockefeller Center con sus edificios de los años 30 que se pierden en la infinidad del cielo. Y todo en una atmósfera humana diferente, en una atmósfera huraña, inexplicable, cuyos valores morales y sociales contrastaban con los que desde niño había bebido en Montevideo; todo en un mundo duro y agresivo que se le abría a la experiencia como algo inasible, brusco, hostil. Porque aquí todo era hostil, todo chocaba. Hasta la expresión de las caras, de esas caras newyorkinas que parecían talladas en piedra de tonos azules, moldeadas en una bigornia del infierno, duras, sin alma.
Lo que más le impresionaba eran los grandes edificios suburbanos, los edificios de Queens, de Brooklyn, o de cualquier barrio. Cuando el subte salía a la superficie, no le alcanzaban los ojos, los ojos del alma, para mirar y buscar comprender ese mundo. Todo era como un interminable panal subdividido en cientos y miles de panales pequeños. No comprendía cómo los hombres podían vivir allí, como abejas. De día trabajaban incesantes y febriles; de noche se recluían en el alvéolo del apartamento. Y allí, entré cuatro paredes siempre iguales, frente a alguna reproducción siempre igual de Picasso o de Renoir o de White- comprada en un Supermercado, hacían el amor siempre igual y comían las mismas conservas enlatadas siempre iguales y cuando llegaban las Navidades ponían las lucecitas siempre iguales y decían las mismas palabras siempre iguales. Así era el mundo nuevo, el mundo nuevo que habían inventado los hombres, el mundo soporífero que poco a poco los hacía olvidarse de sí mismos, de sus amigos lejanos, de sus tierras.
El ya no quería oír hablar de insectos, porque los hombres eran todos como insectos. Eran unos insectos grandes con instinto de orientación, de dirección, de qué sé yo. Si no, ¿cómo podían llegar día a día al mismo lugar, al mismo alvéolo, que se confundía con cientos y miles de alvéolos en barriadas interminables, inexplicables, donde nadie conocía a nadie? ¡Qué manera de vivir habían inventado los hombres!
Todo esto era mucho para él, para el muchacho de Millán y Caiguá; era mucho para el bancario del Cordón, para el pizzero de la calle Justicia. Y aunque, como siempre sostenía, no fuera un hombre del tipo conformista, del tipo de la infaltable función de cine sabatina y del mate dominguero, aunque se sintiera lo que se dice un ciudadano moderno, un individuo con inclinaciones a sociedad de consumo, Nueva York era mucho para él. Menos mal que la compañía del Toto en Brooklyn primero y del Pocho en la 14 y la 8va. después, lo salvaron del primer impacto, del primer mazazo demoledor de la soledad. Es que New York se imponía. Con su incesante automatismo de máquina, con su ritmo y su frialdad comercial, casi mafiosa, se imponía; apabullaba a cualquiera que fuese, aunque se tratase de un inconformista, de un luchador lanzado en pos del progreso; de una meta ambiciosa, y lo detenía, lo desaceleraba.           
El trabajo que había conseguido estaba muy bien pago. Con todo, cuando se lo ofrecieron tuvo que pensarlo más de un día antes de aceptarlo. Ante todo; ¿que dirían los viejos?, ¿que pensarían los amigos, los muchachos de la barra de Justicia, cuando se enteraran? Por eso, la tarde que habló con el gerente de la American Funeral Home, Inc. en Lexintong Avenue y le comunicó su aceptación, no bien pudo se volvió al apartamento y se tumbó y se revolvió en la cama más de una hora y luego pasó una noche febril. Veía almas que tomaban la forma de esperpentos y que le sonreían con una sonrisa mefistofélica, veía a los amigos de la barra riéndose a carcajadas mientras él le daba a la maquinilla y le daba como si estuviera cumpliendo algún castigo dantesco. Eran unas caras azules, violetas, grises. Unas caras por momentos sin ojos, unas caras como de otro mundo. ¿Cómo escribirles a los viejos? ¿Cómo contarles de su trabajo? ¡El, el muchacho de barrio, el bancario del Cordón, el pizzero de Justicia, metido ahora en semejante tipo de trabajo!
Cuando don Juan y doña Pepa empezaron a recibir plata y más plata, cuando empezaron a pagar la hipoteca, comenzaron de inmediato a preguntarse y a preguntarle qué ocurría, de dónde sacaba tanto dinero. Lo malo era que los días pasaban, las semanas pasaban, y Martínez, el Palito, como le decían en el barrio, no comunicaba nada. Las cartas no faltaban, pero eran breves, a veces telegráficas. Se leía entre líneas una especie de querer ocultar algo. Los viejos vivían en permanente suspenso mientras los dólares afluían y afluían. En un momento don Juan llegó a pensar que su hijo estaba metido en negocios turbios y qué sé yo qué otras cosas y hasta llegó a hablar con la vieja seriamente del asunto y de hacerse un viaje a Nueva York para ver personalmente qué pasaba..
-Esto yo no tiene nombre - decía la vieja en voz alta todas las noches cuando se sentaba a charlar con el viejo. ¿Por qué no se habrá quedado acá? Es verdad que tenía que trabajar en dos lugares, pero al menos estaba seguro. Ahora qué sabe uno en qué cosas andará metido.
Al día siguiente llegaron 400 dólares más y con eso se terminaba de pagar la casita de Solymar. Pero de cartas largas y expresivas, minga. Todo se reducía a "¿Qué tal viejos? Yo aquí bien, ganando bien como ven y con mucho trabajo", pero a la reiterada pregunta de siempre; "Qué haces?, ¿Qué trabajo tenés?", ni la menor contestación.
Al único que le escribía un poco más era a Manolo. Es que con el gaita se entendía mejor que con nadie. A los viejos no les podía hacer muchos comentarios porque podían entender mal las cosas. Con la diferencia de edad no lo podían comprender. ¿Qué les iba a decir de la vida en Nueva York, de una vida tan diferente, si él mismo no conseguía comprenderla? ¿Qué les iba a decir del trabajo? Con la mentalidad de ellos no era posible interpretar el mundo moderno. Por eso no les decía nada del trabajo. Por eso y porque en realidad, visto desde cualquier ángulo, era un trabajo raro.
A Manolo le escribía, pero tampoco le pasaba muchos datos. Eran cartas más largas que las que les mandaba a los viejos, pero sólo trataban de generalidades, de lo que todos saben y dicen. Algún día, con todo, cuando se sintiera en vena, cuando todo este mundo fantasmagórico e irreal no lo obsediera más, cuando estuviera anímicamente tranquilo, se sentaría en el pequeño living del apartamento y le escribiría una carta detallada contándole todo.                              
Lo bravo era que los viejos seguían apremiándolo. Estaban locos por saber lo que él hacía, cómo ganaba la plata que les mandaba. Es que no era para menos. En pocos meses había pagado la hipoteca y la deuda de la casita de Solymar y ya les había pedido que hicieran pintar la casa.
La noche del 10 de diciembre no pudo más. El frío del invierno newyorkino, la magia de la atmósfera prenavideña, la nostalgia... la nostalgia del barrio y de los viejos lo vencieron. No podía más con el secreto. Había llegado al apartamento luego de un día de asqueante trabajo. Incluso se las había tenido que ver con una especie de leproso o enfermo de la piel. No aguantaba más. Le escribiría por lo menos a Manolo. Le diría lo que hacía. Le confesaría la verdad.
"Querido Gaita" – empezó
Hacía tiempo que quería escribirte. Lo que hoy te voy a decir, te ruego no lo comentes con nadie. Si hablás con los viejos no les cuentes nada. En todo caso entretenelos. Por ahora debo mantenerme un tiempo más en el empleo que tengo y hacer dólares.
Mira, lo que desde hace tiempo quería era hablarte del laburo, de ese laburo que tanto intriga a los viejos. Digo esto porque no hay carta en que no me pregunten qué hago. Te aseguro que cada vez que me siento a escribirles, me dan ganas de llorar y gritar. Me da vergüenza confesarles la verdad. Yo, el bancario, el pizzero de la calle Justicia, haciendo lo que hago.
¿Sabes una cosa Gaita? Estoy trabajando de peluquero. Pero esto no sería nada. Estoy trabajando de peluquero, pero de peluquero de muertos en una funeraria. Tengo que afeitar y maquillar cadáveres de americanos ricos. Tengo que trabajar con muertos de familias muy poderosas que contratan los servicios de la funeraria donde estoy empleado. A veces me paso más de una hora arreglando una cara. Quién iba a decir que iba a terminar así. Aquí, en pleno Nueva York. A veces hasta les tiño el cabello a estos seres para que luzcan mejor en el velatorio. A veces hasta sueño con mis obras. Al fin y al cabo soy un artista.
No les digas nada a los viejos.
Chau
 
P.D. Últimamente me subieron de categoría. Soy el que hace los mejores trabajos de afeite y maquillaje y la gente más rica de Boston y hasta de San Francisco viene a preguntar por mí y pide mis servicios. Me regalan incluso dinero. Esto me recuerda los tiempos de la pizzería. Era el mejor pizzero de la Comercial. Venían clientes hasta de Pocitos y Carrasco.
 

Publicado en "El Grongo" (cuentos), Ediciones Géminis, Montevideo, 1976