viernes, 2 de marzo de 2012


El cronista de obituarias





Julio Ricci




A William Shand que dijo:
"We want to stress the darkness so
that the need for light becomes urgent",
y a Susana, su esposa.



Lo que le pedía el Jefe de Redacción esa mañana no era que redactara un aviso fúnebre, uno de esos rutinarios avisos que anuncian el fallecimiento de una persona y que se componen casi automáticamente con los datos que entregan los deudos; "Falleció en la Paz del Señor, confortado por... etcétera, etcétera". Lo que le pedía era que se encargara de escribir las obituarias de dos personajes de cierta relevancia que acababan de morir: la de un político de nota que había expirado la noche anterior y la de un alto jerarca de Salubridad Pública que había fallecido de madrugada en un hospital privado. Y al mismo tiempo le explicaba que si Balsamini seguía enfermo tendría que apechugar y ocuparse por un tiempo de hacer las notas obituarias de La Tarde. Y le decía que serían notas de grandes políticos, de personalidades de la administración pública, del alto empresariado nacional, de la cerebralidad agropecuaria, de la curia y del ejército, y, lógicamente, de los amigos del partido y del diario, es decir, de los allegados a la Empresa y en especial a la Presidencia. Y demás estaba decir que había que poner mucho cuidado en lo que se escribía. Sería necesario poner bien de relieve, como lo hacía Balsamini, los méritos de los extintos, aunque en la vida hubieran tenido sus traspiés, sus pequeñas o grandes incursiones en el área del peculado, el agio o el leoninismo.
Durante treinta y dos años, desde muchachito, Pablo L. Portela había sido cronista de La Tarde y jamás se había ocupado de obituarias. Es más: jamás había leído una, pese a que apreciaba mucho a Balsamini. Solo había leído sus notas y verificado la ortografía de los barcos: si Alcian Star estaba bien escrito y traía bananas de Esmeralda, si a Ikushimi Maru no le habían agregado una letra y traía kits de Kobe - Toyota, etcétera.
Había transcurrido la 2da. Guerra Mundial, la Guerra de Corea, la de Vietnam, habían muerto Papas, presidentes- artistas y sabios, habían explotado bombas atómicas experimentales y no experimentales y habían surgido nuevos ritmos, nuevos cantantes, habían aparecido los best-sellers, las revistas pornográficas danesas, etcétera, y él había continuado siempre muy tranquilo en su escritorio. Lo que importaba eran sus notas portuarias. Había cubierto las entradas y salidas de más de doce mil trescientos barcos de carga y pasajeros y, un poco marginalmente, como para que su imaginación volara un poquitín, aunque a él poco le interesaba, había escrito algunas notas de accidentes de tránsito. Pero pocas, muy pocas, porque López Bruñido, el cronista de tránsito tenía una salud de hierro v solo había faltado seis o siete veces en los últimos veinte años, casi siempre en ocasión del nacimiento de un hijo. Por eso, la úlcera al duodeno de Balsamini —todo era casual, aseguraba— lo arrancó de su sueño. Dejó, sin darse cuenta, de pensar en sus barcos.
Desde la primera nota, el 3 de marzo, y la segunda, el 4 de marzo, había tomado el trabajo con gran responsabilidad. "Cómo no", le había dicho al Jefe de Redacción, y se había puesto de inmediato a redactar la obituaria del político de nota, que había muerto de un fulminante infarto al miocardio en circunstancias, según se decía, muy poco ortodoxas.
Esa primera nota causó una grata sorpresa por lo inesperadamente buena, y la del alto jerarca, que escribió al otro día, produjo admiración. Eran dos semblanzas realmente magistrales por la sensibilidad con que estaban encaradas. En especial la última, la del alto jerarca, el Secretario Adjunto de la Cartera de Salubridad Pública.
La Redacción había quedado confundida y maravillada. Era un hecho que el humilde notero de marítimas tenía condiciones que nadie había sospechado y, si seguía así, la suerte de Balsamini como obituarista estaba sellada. El pobre hombre pasaría al banco de los suplentes o sería redistribuido y asignado a alguna tarea inferior. Tendría que hacer marítimas, por ejemplo, lo cual sería una afrenta que lo obligaría a renunciar. Las notas de Portela prestigiaban al diario y no había por qué dejarse llevar por falsos sentimentalismos. La Redacción era, podría decirse, una persona muy práctica y veía claramente el aspecto utilitario de las cosas. No obstante su corta estatura, 1,58, su voz chillona y su vientre algo deformado y sus pequeños dientes de roedor, desarrollaba una excelente política de reacomodos, cambios y despidos, que lo elevaban en la consideración de la Gerencia y de la Presidencia.
Balsamini no levantaba cabeza. Su salud empeoraba.
Portela proseguía su trabajo temporario con verdadero espíritu de creador. Lo que menos pasaba por su mente era el deseo de desbancar a Balsamini. Al contrario, lo fue a ver al hospital y le contó que había hecho un par de obituarias, pero que temía haber cometido un par de barrabasadas. Balsamini respiraba con dificultad y casi no hablaba. Con sus ojos muy azules y un poco tontos parecía inquirir: "¿No tendrás que hacer pronto una nota sobre mi fallecimiento?". El que deseaba con gran avidez un rápido desenlace de la situación era el Jefe de Redacción. Quería eficiencia en su oficina y Portela se imponía. Era la nueva estrella en ese momento y había que usarla.
Portela sentía un verdadero placer en recavar datos sobre personalidades destacadas, justa o injustamente acusadas de corrupción, y sobre vidas oscuras y vacías, pero que sonaban a veces en la TV o aparecían en la prensa porque habían estado en una fiesta oficial o en una embajada, o porque habían cumplido un largo historial en la administración pública, es decir, porque habían pasado veinticinco o treinta años en un ministerio, llenado centenares de declaraciones juradas y alcanzado finalmente una alta jerarquía, tai vez por disciplina partidaria o por obsecuencia genuflexiva.
Ya a la quinta nota, la Redacción, que había descubierto por casualidad su vocación obituarista, resolvió de algún modo testimoniar el reconocimiento del diario. De todos modos, conforme a la política conservadora de la Presidencia, decidió hacer un compás de espera. Nunca había que dar rienda suelta a los sentimientos.
De día, hasta que no se aclarara la situación, Portela continuaba ocupado en el diario con las notas portuarias. 
Las notas obituarias las hacía en casa por la noche. Trabajaba con gusto. Había encontrado un motivo para vivir. Las fichas que hacía eran cada vez mejores. Llamaban la atención por su prolijidad. Estaban escritas en una cartulina rosada con una raya-crespón de color negro. Las había conseguido en una papelería muy grande. Su entusiasmo obituarista rayaba en la felicidad.
Para no perder tiempo, Portela comenzó a hacer notas obituarias previas de todas las personalidades probablemente obituariables del país. Sin esperar mucho, compró tres hermosas cajitas de roble y allí conservaba las fichas que hacía. Adquirió también un diccionario de ideas afines para trabajar mejor.
Balsamini tuvo una hemorragia y murió muy pronto. La cosa le vino muy bien al diario. La Redacción se evitó tener que degradarlo y no tuvo problemas morales, que siempre se resolvían con situaciones de violencia y eran feos. El Jefe de Redacción, el Sr. Viana, no tuvo necesidad de decirle que ahora el obituarista era su viejo compañero marítimo.
Portela le hizo una gran obituaria, casi, podría decirse, un modelo de obituaria en la que sin mucho floripondio necrológico destacaba claramente las virtudes del cronista sencillo, del hombre típico de redacción, del ser anónimo y oscuro que nos ilumina todas las mañanas con lo que escribe, etc. Era una cálida apología del notero, de ese notero que corre de un lado a otro de la ciudad y que envejece imperceptiblemente redactando siempre lo mismo o casi lo mismo, que un día ve surgir sus primeras canas, otro sus primeras arrugas y otro sus primeros achaques físicos y sus dolores del alma y con ellos el principio de su fin en ese mundillo de máquinas de escribir y humo y teléfonos. Todo estaba dicho en un lenguaje sencillo y directo, y tal vez por ello, penetrante y conmovedor.
Cuando el Gerente General y el Presidente de la S. A. La Tarde lo convocaron a su despacho, se sintió como intimidado. Subió al Piso 8vo. con el Jefe de Redacción. Ambos penetraron en el amplio despacho. Un cuadro del fundador de la empresa, Don Manuel Ríos y Santos, lucía en la pared detrás del escritorio. La mirada penetrante y el enorme bigote blanco del viejo imponían orden y respeto en la sala. Un viejo ventilador Marelli zumbaba desde una mesita a varios metros del gran escritorio.
—Amigo Portela —comenzó el Presidente con una amplia sonrisa de dientes—. Sus notas obituarias nos han impresionado por su excelencia y su justeza así como por la calidad informativa y humana que transmiten. Hemos decidido nombrarle cronista obituario titular de la empresa. Confiamos plenamente en su buen sentido y en su admirable equilibrio profesional, todo lo cual constituirá un nuevo pilar en el añoso edificio de nuestro prestigio. Ud. fue siempre un hombre muy apreciado en nuestra firma y últimamente nuestro aprecio se ha renovado. Es Ud. un buen sobrino del finado Don Fernando Portela. Como ve, el tiempo del progreso y el reconocimiento le llega a todos. Hay que saber esperar. Ud. ha sabido esperar, ha sabido llegar a los 60 años sin forzar las cosas, y ahora tiene un gran futuro por delante. Todos esperamos que Ud. siga produciendo obituarias nobles y justas. Hemos decidido reconocer su labor y le concederemos un ascenso que en su oportunidad recibirá su correspondiente contrapartida en valores emolumentarios.
Ipso facto el Presidente le extendió la mano. Igual hizo el Gerente General. Hubo un intercambio de sonrisas y gracias y Portela se retiró. Ese día había muerto el Jefe de Policía y Portela estaba muy contento. Tenía una nota importante para hacer.
 A modo de entretenimiento, Portela puso un día la fecha aproximada de las muertes de todos los incluidos en su archivo. La puso con lápiz de papel y al final de la fichita. Por ej.: Dr. Eduardo Fernández, 3 de noviembre de 1974, Cdor. Carmelo Ubeda, 2 de diciembre de 1974, Miguel Ángel Lomerto, 17 de enero de 1975, etc.
En invierno volvía a su apartamento con un entusiasmo increíble. Ya no era el hombre abúlico que se acostaba temprano a esperar el día siguiente y los nombres de los nuevos barcos que entrarían a puerto. El que lo veía en la sala de redacción escribiendo sus gacetillas portuarias y sus notas de remates de vacunos, que también solía hacer, no imaginaba cómo era. Uno ve caras pero no ve corazones, decía el dicho, y en el caso de Portela se podía agregar: uno ve hombres pelados, con incipientes bigotes y cejas finitas y pechos hundidos y carnes enjutas, pero nunca adivina qué se oculta detrás de todo eso.
Tras la palidez casi cadavérica y la cara huesuda e inexpresiva de Portela nada se podía prever o detectar. "¿Qué tal flaco?" o "¿Qué decís, viejo? era todo lo que se les ocurría a los otros cronistas preguntarle. Y él simplemente respondía: "Aquí andamos. Hoy llegaron seis barcos. Y además tengo una obituaria importante. Murió un cura de la Parroquia de la Concepción de María".
Portela se sorprendió y en cierto modo se alegró mucho cuando el 3 de noviembre se cumplió su primera predicción a lápiz y el Dr. Eduardo Fernández falleció de un fulminante infarto. Bueno, no se alegró de su muerte, sino de su acierto. Al menos se sintió útil y capaz. Allí, en su apolillado escritorio había sido siempre un don nadie; en cambio ahora, en su actividad obituarista y adivinadora, se sentía alguien. No dijo nada de su acierto. No quiso pensar en él. Pero como un buen mago sacó de su bolsillo la obituaria rosadita y la entregó. Sus superiores quedaron nuevamente muy agradecidos y rebosantes de alegría.
 Las notas de Portela eran tan buenas que muchos, los más allegados, los propios compañeros de oficina, entre chiste va y chiste viene, le preguntaban cómo escribiría sobre ellos. Los pobres diablos no sabían que los tenía a todos fichaditos en rosado y con el cresponcito negro y el día X bien marcadito en lápiz verde.
Los personajes que había marcado al principio y otros que había marcado meses después fueron cayendo indefectiblemente en las fechas previstas por su inspiración. Menos mal que ellos no se habían enterado. Algunos conocidos de Portela estaban desesperados por saber cómo sería su obituaria, pero nada más. No sospechaban que las fichas eran completas.
Lo que llamaba la atención a la Redacción era la celeridad con que Portela preparaba semejantes obritas de arte obituario. Bastaba con que alguien falleciera para que casi de inmediato surgiera la obituaria de Portela como por arte de magia. Siempre era una pequeña obra recordatoria, un camafeo literario, exaltante pero sin altisonancias.
En setiembre del año siguiente ya llevaba escritas cincuenta y dos notas. La del asesor jurídico del Ministerio de Finanzas, que por muchas razones estaba estrechamente ligado a La Tarde, había sido algo notable. En todos los círculos gubernamentales se había hablado de ella.
 El 10 de octubre se retiró tarde. El cronista policial que siempre le hacía chistes, lo había estado cargando un rato.
—Che flaco, me gustaría ver cómo sería mi nota —le dijo en solfa—. Con seguridad que ya te la tenés bien craneada. Son un fenómeno tus notas. A cualquiera le gustaría morir para que lo trataran así. Estoy seguro que ya tenés hecha la del Presidente. Hay que estar bien con los de arriba. Y a ver si hacés pronto la de Viana. A ese sí que hay que sacarlo de la troya.
Portela tenía hechas todas esas notas, pero no dijo nada. Se limitó a sonreír.
Ese día habían entrado muchos barcos. Uno con un cargamento de bananas del Ecuador, otro con carbón y jamón de Polonia, otro del África del Sur con una cantidad de raros animales para el Zoológico, etc., etc. No se acordaba más de tanto que había escrito. Estaba muy cansado.
Lo esperaba además una nota obituaria que se preveía desde hacía tiempo. Era la nota de un gran expolítico. Había muerto ese día a los 82 años de una congestión. Hacía tiempo que él la tenía preparada y marcada. La dejó en Redacción junto con un sobre. En el sobre había tres obituarias más. Todas como siempre en rosadito y con su crespón negro. La primera rezaba así:
La muerte del compañero Pablo L. Portela
A la edad de 61 años murió en nuestra ciudad nuestro compañero de tareas Pablo L. Portela. Durante años tuvo a su cargo la sección Crónicas Portuarias. En 1974 se le confió también la sección Crónicas Obituarias.
Fue un hombre humilde y tranquilo, tal vez un solitario. Pero fue muy feliz en su trabajo, en especial como obituarista.
Se decía que Portela era un zahorí y que sabía la fecha exacta de la muerte de todos sus conocidos. Por suerte, nunca reveló nada a nadie. Los que murieron lo hicieron tranquilos y bajo ningún concepto apremiados por la noticia.
El Sr. Portela murió sin dejar deudos. Solo quedó un gato en su apartamento. De acuerdo con su voluntad, el animalito fue entregado a la Sociedad Protectora de Animales con el pedido expreso de que se le suministre avena con leche.
Que en Paz descanse.
Las otras dos notas eran respectivamente del Presidente del diario y del Jefe de Redacción. Estaban marcadas para fechas próximas. La nota sobre el Presidente era una pequeña obra de arte.



Publicado, versión alemana, en la revista Khipu, 1983, Munich, Alemania. 

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