El laburo
Julio Ricci
En el escritorio del banco, debajo del vidrio, tenía colocadas las postales de los amigos, y a veces, por prolongados instantes, perdía contacto con los clientes que se agrupaban en el mostrador y miraba con nostalgia de futuro la estatua de la libertad, el puente Verrazano, lo que más le fascinaba, el enorme mazacote de edificios de Manhattan en una vista aérea. Desde que el país había entrado en crisis, como sostenían los pesimistas, el sueño de Martínez había sido Nueva York. Escapar, fugar de Montevideo, de ese Montevideo gris y anémico, de ese Montevideo de veredas rotas, calles deshechas, casas sin pintura, basurales inmundos y yiras mañaneras, había sido su única meta. Es que él no quería ser un Manolo más en ese mundo que se venía abajo. Quería seguir los pasos del Toto, que se había mandado mudar en el 68 y del Pocho que se había largado en el 70. ¡Ellos sí que la habían embocado! ¡Qué visión habían tenido! ¡El tiempo que hubiera ganado si se hubiera ido con ellos!
Lo extraño era que a Martínez no le iba mal, que se diga. No le pasaba como a sus amigos, que no tenían dónde caerse muertos. Con el empleo del banco y lo que sacaba de la pizzería de la calle Justicia, nunca le faltaba plata. Por eso, como decían los viejos, no había razón para que se emberretinara tan ciegamente con Nueva York. Seguro que la plata no era todo en la vida, pero que servía no había duda. Con todo, mirándolo bien no era tanto lo que ganaba. Lo de la plata era más bien una falsa ilusión si se ponía a comparar con lo que ganaban el Toto y el Pocho. La casita de la calle Millán y Caiguá, por ejemplo, no la podía terminar de pagar. La hipoteca que había contraído para edificar en el solar de Solymar ni que pensar en saldarla. Por todo eso, porque vivía insatisfecho, porque era un insatisfecho, porque quería ser alguien, caía en la categoría de los inconformistas.
Los orientales conformistas, los que iban diariamente al trabajo sin pena ni gloria, no le servían. Ahí estaba por ejemplo el Pancho. El Pancho era el uruguayo típico, si de típico podía hablarse. Hacía 18 años (desde los 20), que día tras día iba de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Sólo la pausa del sábado rompía la monotonía de su vida. Una película en algún cine del Centro, una pizzita y una cerveza en un local de 18, un par de comentarios banales con Olga y luego de vuelta en casa el polvo de reglamento y salute Garibaldi.
Y los domingos, estadio en invierno y playa en verano, Y siempre el mate en piyamas en la esquina del barrió.
No, él no quería caer en ese género de vida. A veces, cuando llegaba de noche a casa y se acostaba sin mirar ni siquiera el techo de su pieza, pensaba y repensaba. Los pensamientos fluían en tropel y anticipaba su nueva vida. Broolkyn, unos días de adaptación en el bulín del Toto; Manhattan, un par de semanas de sondeo en el apartamento del Pocho. Y después, después el trabajo firme, la libertad, la guita; las minas... Basta de vida gris, de vida montevideana; porque aunque hasta ahora hubiera estado forzado a recibir y controlar cheques ya hacer pizza, faina y olímpicos, no era, no sé sentía un hombre gris. No era un hombre oscuro. Era un hombre con ambiciones, un hombre que quería salir del pozo.
Por eso, cuando viajaba por Millán y miraba por la ventanilla del ómnibus las calles que se perdían en lontananza de un lado y de otro, cuando meditaba en los miles y miles de figuras rutinarias que se alojaban como bichos en esas casitas lúgubres de las barriadas montevideanas, donde lo único que se oía era "vieja cébame un mate", "viejo, prendiste la tele'', sentía que no podía seguir más siendo lo que era. Una vez había tenido que bajarse en Caridad y caminar cuatro cuadras. ¡Qué horror! Era invierno. Desde la calle y a través de las ventanas entreveía las escenas familiares. Un hombre, una mujer, a veces un niño, una lámpara de 25 watts, un televisor. Lo demás lo componía él con un poco de imaginación. Vacío y más vacío. Un país que no tenía más levante, una sociedad sin dinámica, avejentada, sin fuerza.
Por eso quería irse, por todo eso. Por eso luchaba, libraba una lucha dantesca. Porque llevaba dos Martínez, adentro. Uno, el empleado de banco, el pizzero, el repostero, era el hombre gris, el uruguayo, el que lo llamaba quejumbrosamente desde las reconditeces del alma; el otro, el hombre de Nueva York, el ejecutivo, era el hombre de mundo, el hombre de triunfos, el hombre ecuménico, el que le hablaba engatusadoramente al oído y lo persuadía de las grandezas de la vida en los EE.UU. El siempre había confiado que el hombre de mundo, el hombre de acción vencería y ahora veía que ya le faltaba poco para que se cumpliera el presagio. El hombre grandioso que llevaba en su ser se levantaría un día y estrangularía al hombre gris, mezquino, insignificante, al hombre montevideano.
Cuando llegó a Nueva York el año pasado, el problema fue el inglés. Luego fue la gente. Después fue la ciudad. Toda la ciudad se le vino literalmente encima como un inmenso monstruo que no le daba un momento de respiro y que no podía comprender. Los primeros domingos se desahogó como pudo escribiéndole a Manolo.
"Querido Gaita;
¿Querías una primera impresión de esto? Creo que para darte una primera impresión de Nueva York, debería haber llegado aquí hace tres o cuatro meses. Tan grande es todo aquí que los pocos días que llevo de estadía no son suficientes para decir mucho. La construcción en general es muy similar en todos los barrios de Manhattan (en el Centro por lo menos) y sus rascacielos se diferencian del resto. Estos gigantes de hierro y mampostería son imponentes a una escala que no es humana, al menos para el habitante de nuestro país. En los barrios predominan los grandes edificios de apartamentos (15 ó 20 pisos), casi todos de ladrillo visto, cuadra tras cuadra, lo que da la impresión de enormes colmenas, de infinitas y monótonas colmenas, donde los hombres se alojan como insectos y encuentran su celda ciegamente, casi como por intuición. Más allá de los grandes barrios, la edificación se empequeñece. Son los barrios de casas de madera (los más) y son millones. Cada cuadra tiene sus casas, iguales por lo general y la cuadra siguiente tiene una pequeña variación. Fui a conocer barrios de negros y portorriqueños y ahí sí que se te caen las medias. Tienen las mismas casas que el resto de la población, pero viniéndose abajo, sin vidrios, con mugre en las calles (lo que aquí llama la atención) y ramilletes de negros sonrientes en la puerta. Se visten como si fuera siempre carnaval, aunque los blancos también. La droga se los lleva como moscas. Es interesante ver los barrios que abandonaron los blancos y que ahora usan los negros (los blancos los abandonan cuando se empiezan a infiltrar los negros). Cuadras y cuadras de tiendas, con vidrieras vacías, todo abandonado como una ciudad que hubiera sido liquidada por la peste.
Aquí son todos racistas; los blancos, los negros, los portorros (portorriqueños) y hasta los uruguayos. Los negros son odiados, menospreciados y temidos; sobre todo temidos.
Los latinos son menospreciados y no temidos, por lo cual estamos más abajo en la escala. Te voy a dar un ejemplo. La colonia portorriqueña es espantosa, culturalmente sobre todo. Son de un nivel tan chato, que hablan una lengua que no es español ni inglés. Te castellanizan las palabras inglesas y queda un cocoliche infernal.
Yo estoy trabajando fuerte para tratar de pagarme el viaje. Ya en otra carta te hablaré de mi trabajo. Si Francisco aún quiere venir, que espere un poco, pues pienso que en un mes se va a aclarar un poco el panorama.
Salute."
Más tarde empezó a recorrer la ciudad. Greenwich Village con sus locales estrafalarios, sus borrachos iconoclastas, sus vagabundos meados y yacientes sobre las aceras. Times Square con sus luces de neón y su hormigueo incesante de gentes, Rockefeller Center con sus edificios de los años 30 que se pierden en la infinidad del cielo. Y todo en una atmósfera humana diferente, en una atmósfera huraña, inexplicable, cuyos valores morales y sociales contrastaban con los que desde niño había bebido en Montevideo; todo en un mundo duro y agresivo que se le abría a la experiencia como algo inasible, brusco, hostil. Porque aquí todo era hostil, todo chocaba. Hasta la expresión de las caras, de esas caras newyorkinas que parecían talladas en piedra de tonos azules, moldeadas en una bigornia del infierno, duras, sin alma.
Lo que más le impresionaba eran los grandes edificios suburbanos, los edificios de Queens, de Brooklyn, o de cualquier barrio. Cuando el subte salía a la superficie, no le alcanzaban los ojos, los ojos del alma, para mirar y buscar comprender ese mundo. Todo era como un interminable panal subdividido en cientos y miles de panales pequeños. No comprendía cómo los hombres podían vivir allí, como abejas. De día trabajaban incesantes y febriles; de noche se recluían en el alvéolo del apartamento. Y allí, entré cuatro paredes siempre iguales, frente a alguna reproducción siempre igual de Picasso o de Renoir o de White- comprada en un Supermercado, hacían el amor siempre igual y comían las mismas conservas enlatadas siempre iguales y cuando llegaban las Navidades ponían las lucecitas siempre iguales y decían las mismas palabras siempre iguales. Así era el mundo nuevo, el mundo nuevo que habían inventado los hombres, el mundo soporífero que poco a poco los hacía olvidarse de sí mismos, de sus amigos lejanos, de sus tierras.
El ya no quería oír hablar de insectos, porque los hombres eran todos como insectos. Eran unos insectos grandes con instinto de orientación, de dirección, de qué sé yo. Si no, ¿cómo podían llegar día a día al mismo lugar, al mismo alvéolo, que se confundía con cientos y miles de alvéolos en barriadas interminables, inexplicables, donde nadie conocía a nadie? ¡Qué manera de vivir habían inventado los hombres!
Todo esto era mucho para él, para el muchacho de Millán y Caiguá; era mucho para el bancario del Cordón, para el pizzero de la calle Justicia. Y aunque, como siempre sostenía, no fuera un hombre del tipo conformista, del tipo de la infaltable función de cine sabatina y del mate dominguero, aunque se sintiera lo que se dice un ciudadano moderno, un individuo con inclinaciones a sociedad de consumo, Nueva York era mucho para él. Menos mal que la compañía del Toto en Brooklyn primero y del Pocho en la 14 y la 8va. después, lo salvaron del primer impacto, del primer mazazo demoledor de la soledad. Es que New York se imponía. Con su incesante automatismo de máquina, con su ritmo y su frialdad comercial, casi mafiosa, se imponía; apabullaba a cualquiera que fuese, aunque se tratase de un inconformista, de un luchador lanzado en pos del progreso; de una meta ambiciosa, y lo detenía, lo desaceleraba.
El trabajo que había conseguido estaba muy bien pago. Con todo, cuando se lo ofrecieron tuvo que pensarlo más de un día antes de aceptarlo. Ante todo; ¿que dirían los viejos?, ¿que pensarían los amigos, los muchachos de la barra de Justicia, cuando se enteraran? Por eso, la tarde que habló con el gerente de la American Funeral Home, Inc. en Lexintong Avenue y le comunicó su aceptación, no bien pudo se volvió al apartamento y se tumbó y se revolvió en la cama más de una hora y luego pasó una noche febril. Veía almas que tomaban la forma de esperpentos y que le sonreían con una sonrisa mefistofélica, veía a los amigos de la barra riéndose a carcajadas mientras él le daba a la maquinilla y le daba como si estuviera cumpliendo algún castigo dantesco. Eran unas caras azules, violetas, grises. Unas caras por momentos sin ojos, unas caras como de otro mundo. ¿Cómo escribirles a los viejos? ¿Cómo contarles de su trabajo? ¡El, el muchacho de barrio, el bancario del Cordón, el pizzero de Justicia, metido ahora en semejante tipo de trabajo!
Cuando don Juan y doña Pepa empezaron a recibir plata y más plata, cuando empezaron a pagar la hipoteca, comenzaron de inmediato a preguntarse y a preguntarle qué ocurría, de dónde sacaba tanto dinero. Lo malo era que los días pasaban, las semanas pasaban, y Martínez, el Palito, como le decían en el barrio, no comunicaba nada. Las cartas no faltaban, pero eran breves, a veces telegráficas. Se leía entre líneas una especie de querer ocultar algo. Los viejos vivían en permanente suspenso mientras los dólares afluían y afluían. En un momento don Juan llegó a pensar que su hijo estaba metido en negocios turbios y qué sé yo qué otras cosas y hasta llegó a hablar con la vieja seriamente del asunto y de hacerse un viaje a Nueva York para ver personalmente qué pasaba..
-Esto yo no tiene nombre - decía la vieja en voz alta todas las noches cuando se sentaba a charlar con el viejo. ¿Por qué no se habrá quedado acá? Es verdad que tenía que trabajar en dos lugares, pero al menos estaba seguro. Ahora qué sabe uno en qué cosas andará metido.
Al día siguiente llegaron 400 dólares más y con eso se terminaba de pagar la casita de Solymar. Pero de cartas largas y expresivas, minga. Todo se reducía a "¿Qué tal viejos? Yo aquí bien, ganando bien como ven y con mucho trabajo", pero a la reiterada pregunta de siempre; "Qué haces?, ¿Qué trabajo tenés?", ni la menor contestación.
Al único que le escribía un poco más era a Manolo. Es que con el gaita se entendía mejor que con nadie. A los viejos no les podía hacer muchos comentarios porque podían entender mal las cosas. Con la diferencia de edad no lo podían comprender. ¿Qué les iba a decir de la vida en Nueva York, de una vida tan diferente, si él mismo no conseguía comprenderla? ¿Qué les iba a decir del trabajo? Con la mentalidad de ellos no era posible interpretar el mundo moderno. Por eso no les decía nada del trabajo. Por eso y porque en realidad, visto desde cualquier ángulo, era un trabajo raro.
A Manolo le escribía, pero tampoco le pasaba muchos datos. Eran cartas más largas que las que les mandaba a los viejos, pero sólo trataban de generalidades, de lo que todos saben y dicen. Algún día, con todo, cuando se sintiera en vena, cuando todo este mundo fantasmagórico e irreal no lo obsediera más, cuando estuviera anímicamente tranquilo, se sentaría en el pequeño living del apartamento y le escribiría una carta detallada contándole todo.
Lo bravo era que los viejos seguían apremiándolo. Estaban locos por saber lo que él hacía, cómo ganaba la plata que les mandaba. Es que no era para menos. En pocos meses había pagado la hipoteca y la deuda de la casita de Solymar y ya les había pedido que hicieran pintar la casa.
La noche del 10 de diciembre no pudo más. El frío del invierno newyorkino, la magia de la atmósfera prenavideña, la nostalgia... la nostalgia del barrio y de los viejos lo vencieron. No podía más con el secreto. Había llegado al apartamento luego de un día de asqueante trabajo. Incluso se las había tenido que ver con una especie de leproso o enfermo de la piel. No aguantaba más. Le escribiría por lo menos a Manolo. Le diría lo que hacía. Le confesaría la verdad.
"Querido Gaita" – empezó
Hacía tiempo que quería escribirte. Lo que hoy te voy a decir, te ruego no lo comentes con nadie. Si hablás con los viejos no les cuentes nada. En todo caso entretenelos. Por ahora debo mantenerme un tiempo más en el empleo que tengo y hacer dólares.
Mira, lo que desde hace tiempo quería era hablarte del laburo, de ese laburo que tanto intriga a los viejos. Digo esto porque no hay carta en que no me pregunten qué hago. Te aseguro que cada vez que me siento a escribirles, me dan ganas de llorar y gritar. Me da vergüenza confesarles la verdad. Yo, el bancario, el pizzero de la calle Justicia, haciendo lo que hago.
¿Sabes una cosa Gaita? Estoy trabajando de peluquero. Pero esto no sería nada. Estoy trabajando de peluquero, pero de peluquero de muertos en una funeraria. Tengo que afeitar y maquillar cadáveres de americanos ricos. Tengo que trabajar con muertos de familias muy poderosas que contratan los servicios de la funeraria donde estoy empleado. A veces me paso más de una hora arreglando una cara. Quién iba a decir que iba a terminar así. Aquí, en pleno Nueva York. A veces hasta les tiño el cabello a estos seres para que luzcan mejor en el velatorio. A veces hasta sueño con mis obras. Al fin y al cabo soy un artista.
No les digas nada a los viejos.
Chau
P.D. Últimamente me subieron de categoría. Soy el que hace los mejores trabajos de afeite y maquillaje y la gente más rica de Boston y hasta de San Francisco viene a preguntar por mí y pide mis servicios. Me regalan incluso dinero. Esto me recuerda los tiempos de la pizzería. Era el mejor pizzero de la Comercial. Venían clientes hasta de Pocitos y Carrasco.
Publicado en "El Grongo" (cuentos), Ediciones Géminis, Montevideo, 1976
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