viernes, 29 de julio de 2011

La cultura devaluada
                                                          

Wilson Armas Castro

   Cuando el coche comenzó a llenarse a la altura de dieciocho y Vázquez, Pepe se plantó como pudo en el pasillo, previo permiso del guarda. Y con voz de barítono, bien colocada, recordando sus viejos tiempos de aficionado a las tablas, se anunció con cierta timidez:
-Señoras y señores que viajan en este coche colectivo. Pido perdón por distraerlos un momento, estimados pasajeros, pero si ustedes ponen un poquito de atención estoy seguro que saldrán con el alma reconfortada. No solamente les pido una pequeña contribución, desinteresada, por supuesto, sino que estoy seguro, llevarán por mucho tiempo el recuerdo en vuestros corazones…
 Nadie se dio por enterado que Pepe discurseaba a lo Cicerón, en forma  poco menos que patética. Miró a Chola, desconsolado, que le custodiaba la espalda; se encogió de hombros y, disimuladamente, hizo un gesto de resignación.  Acá voy, se dijo,  y se dispuso a vocear su poesía: como si se hubiera empinado de golpe  una copa de grapa para agarrar coraje.
-“Recuerde el alma dormida/ -comenzó, suavecito, tratando de   hacer entrar a los pasajeros en un recodo mental de recogimiento: la poesía exige concentración, se dijo -.“avive el seso y despierte,/ contemplando/ cómo se pasa la vida,/ cómo se viene la muerte/ tan callando;…”
 Ni una mosca se oyó volar dentro del coche, ni un pestañeo de perplejidad se produjo en esas caras impasibles. Todos viajaban contritos, talvez íntimamente arrepentidos por sus pecados cometidos e inconfesos; la mayoría con ramos de azucenas y violetas de perfume agresivo que medio adormecían al pasaje. El “respetable público”, dicho tan ceremoniosamente por Pepe, había ignorado la invitación a escuchar las tremendas estrofas, como también ignoraba a  ese fenomenal Jorge del siglo XV.
“Nadie se perpetúa en este mundo traidor y olvidadizo”, pensó Pepe con tristeza, aunque ya lo sabía.
La abstracción poética no es fácil de obtener en un público heterogéneo, con la cabeza puesta en cosas mundanas.  Todos miraban hacia fuera por las ventanillas, conquistados  por ese mundo consumista e indiferente, que la mayoría ni siquiera evocan a sus muertos con  pena auténtica.
El dos de noviembre, el ciento cuarenta y uno reventaba de lleno. Era seguro que se aligeraría de pasajeros  en la puerta del Cementerio Buceo y el “respetable público” de Pepe, quedaría reducido a la mínima expresión.
Volvió a mirar a Chola. Pepe, estaba desconsolado, no tenía audiencia y, en fija, no podría juntar un miserable peso para poder comer, con su compañera, ese día de difuntos...
-Dale, Pepe -lo alentó, bajito, la Chola. Era el instante decisivo: ahora o nunca. Sin embargo, el silencio dominaba  en el coche.
-“Cuán presto se va el placer/ -arrancó con una fuerza desconocida; -Cómo, después de acordado da dolor/; - y miró, tratando de descubrir alguna reacción; - Cómo a nuestro parecer/ Cualquiera tiempo pasado fue mejor”.
 Un pasajero carraspeó desapaciblemente, como si se hubiese sentido contagiado por la tristeza de Pepe.
 Y una  escuálida mano, surgida del abigarrado conjunto de cuerpos apretujados, mostraba una moneda de un peso.
-Por favor, -dijo Pepe, ya con un hilo de ánimo-. Entréguesela  a mi secretaria, a la señora que me cubre la espalda…
-Gracias, gracias, señora, mil gracias -dijo la Chola que, ni corta ni perezosa, estiró la mano para recibirla. Fue una bendición del cielo. Empezaba a producirse el milagro esperado, surgía la esperanza. Hoy, Día de Difuntos, empezaba a mostrarse la bondad del Señor.
 Por primera vez, la burguesita Chola, experimentaba en carne viva las privanzas que su opción de vida le imponía.
 Pero Pepe ya estaba  agarrando coraje.
-“No me mueve mi Dios para quererte/ -dijo de pronto en otro impulso de arrebato- el cielo que me tienes prometido/ ni me mueve…”
Y otra mano, la de una anciana, blanca y esmirriada, se alargaba, dadivosa, con otra moneda.
-Gracias, gracias, un millón de gracias, señora. A mi secretaria, señora, désela  a mi secretaria, por favor… No lo tome a mal, disculpe... Ella me ayuda…
 El guarda que oía el recitado sin entender un rábano, miraba perplejo el espectáculo, le hizo a Pepe un gesto de amonestación, que éste, no entendió ni por el forro.  El guarda con su cara de cartón piedra, más bien parecía un bull-dog furioso. ¡Asustaba! Tiró de la piolita y siguió la marcha.
 El pasaje, seguía totalmente ajeno a la poesía: le resbalaba, continuaba impávida, sin insinuar el más mínimo gesto. Sorprendido por la falta de reacción, Pepe acentuó el énfasis y recomenzó con ímpetu, como si fuera  el ave fénix de la mitología.
-“Si de un dulce mirar sois alabados/ ¿por qué cuando miráis,/ miráis airados…”
 Yo creo que en esta tirada de Santa Teresa, Pepe  se emocionó profundamente al recordar la vez que se lo recitó a Chola quien, a raíz de ello, la joven entró en un estado de mística delirante. Después de lo cual ella aceptó la invitación de irse con él, a cualquier lugar de la tierra, a comer pan y cebollas por el resto de sus días. Ambos cayeron en un verdadero deliquio de felicidad. ¡Chola con quince y  Pepe con  dieciséis! “¡Viva, viva la vida!” dijeron al unísono.
 Pepe, en ese momento, debe de haberse convertido en un santo medieval, porque el guarda, no se contuvo, asustado talvez al ver ese rostro demacrado, y le gritó: -¡OJO, ESTÚPIDO! - con el dedo índice debajo del ojo derecho-. ¿QUÉ HACÉS, QUÉ ESTÁS DICIENDO?
 Pero Pepe, convertido en un juglar, no acusó el golpe y continuó su discurso.
-“Pues andáis en las palmas/ ángeles santos…”
 Y, con este verso, sí, la paciencia del guarda se le sumó al  desconcierto. Entonces, el hombre, lo agujereó con su mirada de acero, con la contundencia de  un  punzante estilete. 
El pasaje ni se enteró. Pero Pepe bajó la guardia. La Chola, que iba atenta a las alternativas de la función, le insufló esta vez, un torrentoso soplo de coraje.
-¡Dale, Pepe, dale! –le gritó. Pusilánime, el juglar,  entrecerró los ojos y se dijo: “pase lo que pase, yo sigo”. Fue un acto de coraje a lo Far West. Y empezó con una voz traída no se supo de dónde, posiblemente  de los talones.
-“Un soneto me manda hacer Violante…”
Esfuerzo frustrado. Y de nuevo Chola le dice: -¡mandate una de Quevedo, una de esas que sacuden, (Chola le iba a indicar alguna de esas verdolagas, pero se contuvo y prefirió decirle, esa que dice: “érase una nariz pegada a un hombre”…
-¡Dale, hombre, no te me achiques!
 Pero Pepe, a esa poesía, no la tenía en mente y largó, a su juicio,  otra más  efectiva: -“quien quisiere ser culto en sólo un día,/la jeri (aprenderá) gonza siguiente:/fulgores, arrogar, joven presiente…”
 No pudo terminar. El coche frenó bruscamente y Pepe se fue de cabeza contra el  abultado busto  de una dama que  viajaba orando.
-¡Perdóneme, señora! No fue mi intención!…
-Nada, hijo, no pasó nada -le contestó muy amablemente la señora española, que parecía deleitarse con los trozos de  poesía que, a no dudar, ella conocía al dedillo-. No ha sido nada, muchacho. Sigue, continúa sin miedo que vas muy bien…
-Haceme el favor -gritó el guarda a un policía que acababa de subir-. ¡Sacame  del coche a este boca sucia, insolente! Y el policía, sin mirarlo casi, obedeciendo el mandato del guarda, le ordenó: -¡Vamos, bajate!
Cuando Pepe sintió la presión de la mano del milico, se percató que lo detenía. Descontrolado, en un rapto de euforia casi demencial, largó, con toda su voz: -“Hombres necios que acusáis/ a la mujer, sin razón,/…”
 Pero no pudo terminar la parrafada. El milico lo tironeó para bajarlo como chicharra de un ala y Chola, estupefacta, solidaria como siempre, se aferró al brazo de Pepe y comenzaron a forcejear tratando de zafarse.
-¡Vos también, vamos, vamos! -gritó el milico, caliente. La cosa se caldeaba.
 El guarda y el policía cruzaron sus miradas de aprobación, cómplices los dos, y el de la piolita volvió a decirle: llevátelos a estos dos, a esos bocas sucias de mierda.
 El pasaje, completamente mudo comenzó a bajar, indiferente, por la puerta trasera del coche. Los grandes ramos de flores, abanicaban, a  los pasajeros, esparciendo un perfume embriagador que hacía olvidar el drama de la inocente  parejita de juglares.
-¿Pero, por qué nos detiene, agente? -gritó Pepe cuando se repuso del susto. No estoy haciendo otra cosa que recitar trozos de poesía de los clásicos españoles, del Siglo de Oro, que aprendí en el liceo. No hemos hecho nada malo, agente  -volvió a repetir, gimoteando.
 En ese momento se acercó un superior y, sin preguntar algo, obedeciendo al hábito de engayolar a quien se le cruzara mirando torcido, abrió la puerta trasera del  patrullero y les ordenó: -¡Adentro los dos!-.
-¡Pero señor policía -quiso protestar la Chola, que tenía más restos de audacia- no hemos hecho nada malo.
-¡Cómo que no! ¡Se pasaron diciendo OBSCENIDADES dentro del coche y querés hacerte la inocente, ahora. ¡Vamos! -ordenó con  la misma  furia de perro amaestrado.
La Chola rompió a llorar. Jamás pensó que sería objeto de tal ultraje. Ella, la hija de un gerente de banco, educada en Las Hermanitas del Huerto, que podía hablar fluidamente francés y hasta rezar en latin…
-Vamos, mi palomita –trató de consolarla Pepe, aunque también él  lloraba de rabia o de temor.
El coche se puso en marcha a toda prisa con la sirena abierta. En el interior  se desarrollaba un tiernísimo drama romántico. La Julieta desgranaba sus pesares a su Romeo, convertidos ambos en vulgares reos.
-Bueno, bueno, palomita mía.- le repitió Pepe, tierno como el arrullo de un palomo dolorido.
-¡MÁNCER! (1) –gritó de golpe, enardecido, en la cúspide de un  arrebato de furia... Esto es un atropello, un atentado. Coartan  la divulgación de la  cultura. ¡Me voy a quejar al Ministro...!
-A los palacios del Rey, te vas a quejar, -le gritaron los guardianes del orden.
-¡Maricón! –dijo uno de los policías muerto de risa.
 Los  transgresores de las buenas costumbres y el recato públicos, durmieron esa noche en la Seccional Primera, sin probar bocado alguno. Al día siguiente fueron puestos en libertad,  bajo fianza, con  la advertencia del comisario de no ser tan ingenuos y el compromiso de no subir nunca más, a un ómnibus a decir  OBSCENIDADES.

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(1) Por favor, busque el significado.


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