viernes, 15 de abril de 2011

Un modesto Jesús

Dostin Armand Pilón

Definitivamente era la pose de un hombre derrumbado, cuyos escombros envueltos entre amarillentas sábanas de hospital, le hacían arcadas a la vida.
Esa mañana el sol acariciaba tiernamente su reducido cuerpo como protegiéndolo en sus últimas horas. Nunca antes había recibido semejante contención, aunque ésta le hacía recordar los brazos de su madre, durante su primera infancia.
-¡La infancia!; se dijo entre sí, en cuanto la agonía se distrajo.
Cuando nació, en aquella calurosa tarde de diciembre, el padre le dijo a su madre que él era mongólico; ella entendió melancólico y así lo crió.
Aquel niño de cromosoma alterado, que ni nombre merecía, sin embargo tuvo uno. Nadie sabe porqué, pero lo llamaron Modesto Jesús.
Para ser lo que era, el cielo lo quería lejos, por eso le daría baja estatura. También tendría cabeza redondeada, frente alta y aplanada, lengua y labios secos y fisurados; porque así la naturaleza dibuja la inocencia. A pesar de que era así, y todos lo notaban, su aplanado espejo nunca se lo dijo.
Sin rebeldía vivió con normalidad. ¡Normalidad¡ Era esa la palabra que le zumbaba constantemente en sus oídos. Recordó que alguna vez lo distrajo y lo hizo tropezar, pero siguió. Nunca le habían importado las reglas ni las normas.
-¿Norma? ¿Cómo no me va a importar?, se preguntó.
Norma había sido aquella esbelta y bella mujer que lo atraía tanto. Intentó conquistarla de  mil maneras y en cada ocasión lo había logrado, aunque no como él quería, y eso le generaba desconcierto y amargura. En realidad lo quería todo, pero dada las circunstancias, -y como cualquier modesto lo haría-, prefirió renunciar a ese amor vertical y eligió una horizontalidad menos comprometida, -es cierto-, pero más amplia.

Esculturas hiper-realistas del australiano Ron Mueck

Modesto Jesús notó de un instante a otro como sus recuerdos hablaban con otra voz o más. Procuró con dificultad abrir los ojos y no pudo. Estaba seguro que en algún lado había escuchado esas variaciones sonoras que cacheteaban sus mejillas de un lado y del otro.
-Ah, son mis sobrinos…advirtió, mientras olfateaba el humo de un instante más que se quemaba y desaparecía.
Uno a uno iban pasando los minutos y uno a uno fueron pasando los recuerdos, y a ese ritmo los fue saboreando.
En un principio estuvo atemorizado, después dolorido; ahora distraído y sorprendido. Esos dos muchachos se reían a carcajadas con él y sin él. Cada pasaje de su vida catapultaba sensaciones que no recordaba haberlas vivido de ese modo, aunque así era.
Siguió escuchando y acompañando ese concierto de sonidos cada vez más lejanos.
Ese improvisado inventario le trajo, a la vez, cierta angustia. Se dio cuenta que su vida ni siquiera tendría un final heroico. Siempre había añorado una muerte épica, por eso había rogado al destino que fuera en la cruz, como su tocayo, otro Jesús, menos modesto, el mismo que se decía hijo de Dios.
Semejante despropósito de la vida lo angustió, casi llora, pero se contuvo. Al fin y al cabo su crucifixión había durado más de cuarenta años y su muerte se parecía mucho a aquel pesebre de navidad que alguna vez admiró en un árbol plástico del caluroso diciembre.
Tras ese momento sintió como sus manos se trenzan desordenadamente con otras tantas allá afuera. Era como si el tacto lo llevara al medio del Guernica de Pablo y pudiera descifrar el color de cada gris. En ese momento aprecia con tranquilidad aquel paisaje visto desde el trampolín de la igualdad.
De pronto todo queda en silencio y esa única lágrima impedida hace unos instantes sale sin que él lo quiera o lo permita. Disfruta como recorre su cara y va trazando una línea en su rostro. Era suya esa lágrima, hasta que una mano la detiene y se la quita con ternura.
Nunca se negó a compartir y esa no sería la excepción.





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