viernes, 15 de abril de 2011

De la decadencia en el arte de mentir

Mark Twain


(Memoria leída en el Círculo de Historia y de Antigüedades de Hartford)


Señores:
Declaro, ante todo, que, a mi juicio, la costumbre de mentir ni se encuentra en decadencia, ni ha sufrido interrupción a través de la vida. Porque la mentira, considerada como Virtud y Principio, es eterna. Porque la mentira, considerada como recreo, consuelo, refugio en la adversidad, cuarta gracia, décima musa y mejor amiga del hombre es inmortal y no puede desaparecer de la tierra en tanto que exista este Centro.
Mis lamentaciones sólo se refieren, pues, a la decadencia del mentir como arte. Todo hombre de inteligencia cultivada, de sentimientos exquisitos, verá en efecto, con honda pena, el rebajamiento, la prostitución del nobilísimo arte de mentir, realizado por el feo y repugnante embuste.
Debo advertiros, señores, que voy a tratar con gran circunspección un asunto, delicado en extremo, desde el momento en que sois vosotros los que os dignáis oírme. Fuera ridículo que yo tratara de aleccionaros, cual lo sería el que una vetusta solterona diera consejos de lactancia a las matronas de Israel.
No tendrán mis palabras el menor dejo de crítica. Sois, casi todos, de más edad que yo y me aventajáis en ese terreno, donde, con vuestro permiso voy a penetrar.
Si no obstante esta franca declaración, creéis advertir la censura a través de la hojarasca retórica tened presente que ella se encamina más bien a admiraros que a contradeciros.
Porque, os lo digo sinceramente: si la más hermosa de las Bellas Artes hubiera sido objeto en todo el mundo del mismo celo, de los mismos estímulos, de la misma práctica concienzuda y progresiva que se le dedica en este Círculo, mis quejas serían inútiles, mis lágrimas extemporáneas. No lo digo por adularos, sino por rendiros un tributo de estricta justicia. (Tenía pensado redondear el anterior párrafo, citando unos cuantos nombres y otros tantos ejemplos, en apoyo de mis asertos; pero alguien me aconsejó que me abstuviera de aludir a personalidades, y que permaneciese en el vasto campo de las generalidades).
Pocos hechos se encuentran mejor comprobados que el siguiente: hay circunstancias en las que se hace necesario mentir.
De lo que se deduce, que mentir es, cuando llega el caso, una virtud. Y no existe perfección en la misma. Creo, señores, que la a que me refiero, debía ser enseñada en las escuelas públicas y en el hogar paterno, aconsejada por la prensa. ¿Qué papel hace, en efecto, un embustero ignorante, cuando se mide con un embustero instruido y artista? ¿Qué figura tan triste no haría yo si se me comparase, por ejemplo, con Mr. P..., el excelente jurisconsulto que todos conocéis? Se impone, pues, la necesidad del embuste ilustrado, concienzudo y hábil.
Adoptemos la mentira científica, racional, perfecta, o abstengámonos sistemáticamente del embuste si no nos encontramos con fuerza intelectual para cultivarlo. Porque, confesad, señores, que una mentira mal expuesta es, con frecuencia, más desagradable que la verdad.
Examinemos ahora la opinión de los filósofos. Recordad que según el antiguo proverbio “los niños y los locos dicen siempre la verdad”. De lo que se deduce claramente, que los adultos y los cuerdos practican lo contrario. El historiador Parkman asegura que “el principio de lo verdadero puede ser exagerado a veces hasta llegar al absurdo” y añade más adelante: “es un axioma antiquísimo que no siempre es bueno decir la verdad, y los que una conciencia corrompida lleva a  violar habitualmente ese principio, son tontos peligrosos” ¡Hermosas y justas palabras que nadie se atreverá a desvirtuar!
Cierto es, que nadie podría vivir con un hombre tan insensato que dijese la verdad a todo trance, más, por fortuna para el bienestar social, ese hombre extraordinario, ese súper hombre,  no existe. Una persona invariablemente verídica es, digámoslo sin rodeos, un ser imposible e insoportable.
Hay gentes que con la mayor buena fe creen no mentir jamás. Pero, tales individuos viven a su vez en un perpetuo engaño. Su ignorancia de este hecho es una de las mayores vergüenzas de nuestra pretendida  civilización.
Si, señores, todo el mundo miente. A diario, a cualquier hora, despierto, dormido, en los sueños, en la vigilia, en el placer y en el dolor. Cuando la lengua descansa inmóvil, observad que las manos, los pies, los ojos, la actitud, en fin,  intentan perpetrar el engaño con deliberado propósito.
Fijémonos en un hecho corriente de la vida, entre millares de millares de hechos análogos.
Encontrarais en la calle un conocido. Desde luego os saluda con el cortés “¿cómo está usted?” Pues, bien; al 99 por 100 de los que haga tal pregunta, le tiene sin cuidado que os halléis bueno o moribundo. Mienten, pues, demostrando un interés que están lejos de sentir. Cuando contestáis: ”perfectamente, muchas gracias”, mentís atestiguando un agradecimiento que no existe en vuestro corazón. Y si os replican: “¡Vaya, vaya! me alegro infinito de ver a usted tan famoso”, estad convencidos de que el embuste sigue su curso, hasta adquirir las proporciones de un insulto, si aquel amigo es, por ejemplo, médico, boticario o empresario de pompas fúnebres.
Otro ejemplo vulgar: estáis en casa y os disponéis a almorzar, o sencillamente, os encontráis trabajando. Llega un adorable inoportuno…
-“Celebro en el alma!…” –exclamáis, yendo al encuentro del visitante, la sonrisa en los sabios, la expresión de contento en el rostro, mientras por dentro maldecís del que viene a perturbar vuestra vida. Decidle “amigo mío, con su aprobación me  fastidia usted completamente; momento más inoportuno que el actual no podrá usted haber elegido”. Esto, sobre ser una grosería, fuera motivo para originarnos un disgusto muy serio; además, ¿qué beneficio podría reportarnos en ese momento decir la verdad?
El mentir  cortés, es, por tanto señores, un arte encantador y admirable, que debe practicar toda persona de bien.
La perfecta urbanidad no es sino un soberbio edificio levantado, desde los cimientos hasta la cúpula, con una inagotable provisión de caritativas e inocentes mentiras, recubiertas por el oropel de la palabra.
Apéname, pues, el crecimiento progresivo de la verdad brutal. Hagamos todo lo posible para desarraigarla de nuestras costumbres. Una verdad molesta, vale mucho menos que un embuste ofensivo. Ni uno ni otro deberían ser nunca pronunciados. El hombre que profiere una verdad mortificante, aunque le mueva a ello la salvación de su vida, podría reflexionar que una  existencia cual la suya no vale la pena de ser economizada. El hombre que miente por hacer un servicio a un pobre diablo es de aquellos que quienes dicen los ángeles en el Cielo: “Gloria a los héroes”, y al que yo saludo con estas palabras: ¡Loado sea el magnánimo embustero!
Una mentira perjudicial es cosa poco recomendable; una verdad nociva, menos recomendable aún. El hecho ha sido consagrado por la ley sobre la difamación.
Ilustración: Ángel Juárez Masares
Resumiendo: la mentira es universal, y además, necesaria.
Todo el mundo miente. Todo el mundo debe mentir. Lo cuerdo es, en consecuencia, acostumbrarse desde la infancia a mentir con sabiduría y con  oportunidad; a mentir con fines laudables y no con objeto dañino; a mentir por el bien de los demás y no por  el nuestro, a mentir sanamente, caritativamente, humanamente, y no por crueldad, por malevolencia o por malicia; a mentir con suavidad y con ingenio y no con grosería y con torpeza; a mentir con atrevimiento, con franqueza, con la frente alta, con el gesto autoritario, y no con timidez, con tortuosidades de pensamiento y de palabra, con el ademán inseguro, como si tuviéramos vergüenza del papel que desempeñamos; papel que no puede ser más noble.
Libertémonos, señores, para siempre de la terrible y enojosa verdad que va invadiendo poco a poco nuestro país. Obrando de  esa suerte seremos grandes, buenos, moralmente bellos, dignos, en una palabra, de habitar este mundo maravilloso donde la misma naturaleza miente siempre, excepto cuando promete un tiempo execrable.
Para terminar mi discurso quisiera llevar a cabo un ligero examen de cuáles embustes son preferibles en el comercio ordinario de los hombres, y cuáles, por el contrario, deben ser rigurosamente evitados. No lo hago, sin  embargo, considerando que esta misión ardua y espinosa, incumbe por  entero al honorable. Centro que  ha escuchado mis palabras con benevolencia infinita. He dicho.




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