sábado, 8 de octubre de 2011

Edgar Poe y los sueños

Por Rubén Darío
Del libro: El mundo de los sueños

 
— I —

No hace mucho tiempo se publicó un voluminoso libro sobre la vida y obras de Edgar Poe, que puede colocarse entre lo mejor y más completo de la bibliografía poeana, junto con la tesis de M. G. Petit, estudio médico psicológico sobre Poe, publicada en Lyon en 1903. Me refiero al sesudo trabajo de M. Émile Lauvrière, en que se ocupa, psicopatológicamente, de la dura existencia y de la extraordinaria obra del gran norteamericano. Dicho libro es a menudo puesto a contribución en el estudio del Dr. Dupouy, sobre los opiómanos, quien juzgaría que la parte onírica que se nota en algunas producciones de Poe se debe al uso del veneno tebaico. Muchos escritores que, bien informados, han tratado de la vida del autor de "El Cuervo", no creen que fuese un opiómano. La calidad de sus visiones sómnicas, en realidad, pueden haber sido producidas por el alcohol a altas dosis, como pasa en casos de dipsomanías. Sin embargo, Dupouy cree firmemente, "con Baudelaire, Woodberry, que cita el irrecusable testimonio de una prima, Miss Herring, con Lauvrière... que Poe fue un adepto del láudano, como Coleridge, su maestro admirado, y, desgraciadamente, su modelo en psicopatología". Cierto que en los cuentos y en algunos poemas se llega a notar el estado casi inexpresable —él logra a veces una conquista de expresión— del ambiente y de la lógica ilógica de los sueños; pero, repito, también eso puede observarse en ciertos estados alcohólicos. Además, no es una razón el que personajes de los cuentos hablen del opio y de sus efectos, sean opiómanos. Con todo, es muy posible que en aquellos tiempos en que el uso medicinal del láudano estaba tan esparcido, haya él recurrido a la droga para calmar neuralgias o malestares gástricos, sobre todo cuando el cólera causaba en los Estados Unidos terribles estragos. Y del uso ocasional o preventivo haya caído en el uso habitual y de impregnación, sin que por ello haya abandonado, cuando timideces, miedos, postraciones y depresiones le asaltaban, el empleo del alcohol. De allí su excesivo soñar; mas los sueños eran en él una disposición natural e innata, como en Nerval: vivía soñando. Así pudo escribir en "Berenice": "Las realidades del mundo me afectaban como visiones, y como visiones solamente, en tanto que las locas ideas del país de los sueños llegaban a ser, en cambio, no la materia de mi existencia de todos los días, sino en verdad mi única y entera existencia." Así puede observar Dupouy que desde su juventud, junto con el gusto de lo impreciso y el sentimiento de lo infinito, "su espíritu desdeña las realidades, se complace en las ficciones de su imaginación y se refugia en medio de los paisajes fantásticos que su 'ojo de visionario' le permite entrever", como Arved Barine, "paisajes de sueño, construidos por su imaginación con las formas indecisas y movientes que le sugería en sus largos paseos su cerebro de neurótico". Sí, el sueño se encuentra en todo Poe, en toda su obra, y yo diría en toda su vida. La frase citada, de "Berenice" —que es la confirmación personal de una frase de Shakespeare—, puede ser tomada al pie de la letra. La vida sómnica aparece en producciones como el poema "País de sueño", cuyas "visiones de inmenso y de infinito, fuera del Espacio y del Tiempo", compara Dupouy con las de Quincey y Coleridge, influenciados por el opio.

Valles sin fondo y ríos sin fin,
Abismos abiertos, cavernas y florestas de gigantes,
Cuyas formas no sorprendió ojo humano
Bajo la bruma que llora.
Montes eternamente desplomados
En mares sin orillas,
Mares que sin tregua se levantan,
Gimientes, hacia cielos que llamean,
Lagos que explayan al infinito
Sus aguas solitarias, solitarias y muertas,
Sus taciturnas aguas, taciturnas y heladas,
Bajo la nieve de los lirios lánguidos.
Sobre el monte, a lo largo de los ríos murmurantes,
Muy abajo y siempre murmurantes,
Bajo los bosques grises, en los pantanos,
Donde habitan el sapo y la salamandra.
Cerca de los pantanos y de los estanques siniestros,
Donde las vampiresas hacen su morada,
En todos los lugares más malditos,
En todos los rincones más lúgubres.
El viajero encuentra espantado
Las Sombras veladas del pasado,
Fantasmas que bajo sus sudarios lívidos se estremecen y suspiran
Al pasar cerca del hombre errante,
Fantasmas envueltos y pálidos de amigos que la agonía
Ha desde hace mucho tiempo devuelto a la Tierra y al Cielo...
    Baudelaire, citado por Dupouy —y Baudelaire sí era aficionado al veneno obscuro—, escribe a propósito del opio, después de Quincey: "El espacio es profundizado por el opio; el opio da un sentido mágico a todos los tintes y hace vibrar todos los ruidos con una más significativa sonoridad. Algunas veces, perspectivas magníficas, llenas de color y de luz, se abren súbitamente en sus paisajes, y se ve aparecer en el fondo de sus horizontes ciudades orientales y arquitecturas vaporizadas por la distancia, donde el sol arroja lluvias de oro." Quien estas líneas escribe puede afirmar que sin haber nunca probado la acción del "potente y sutil" opio, ha contemplado en un estado hipnagógico, o en sueños definidos, espectáculos semejantes, aunque no con luces vivaces, sino en una especie de luz tamizada y difusa —después de pasada la influencia activa de excitantes alcohólicos. Se comprobó en Poe lo que llama Dupouy la alucinación panorámica, que Quincey detalla —más en el sueño— en sus "Confesiones". Escribe Poe: "Yo me encontraba al pie de una alta montaña que dominaba una vasta llanura, a través de la cual corría un majestuoso río. A la orilla de ese río se levantaba una ciudad de un aspecto oriental, tal como vemos en las Mil y una noches, pero de un carácter todavía más singular que ninguna de las que están allí descritas. Desde donde yo estaba, muy sobre el nivel de la ciudad, podía percibir todos sus rincones y sus ángulos, como si hubiesen estado dibujados sobre un cartón. Las calles parecían innumerables y se cruzaban irregularmente en todas direcciones, pero tenían menos semejanza a calles que a largas avenidas contorneadas, que hormigueaban literalmente de habitantes. Las casas eran extrañamente pintorescas. De cada lado era una verdadera orgía de balcones, verandas, alminares, nichos y torrecillas fantásticamente cortadas. Los bazares abundaban: las más ricas mercaderías se desplegaban con una variedad y una profusión infinitas: sedas, muselinas, las más deslumbrantes cuchillerías, diamantes y joyas de las más magníficas. Al lado de esas cosas se veían de todos lados pabellones, palanquines, literas donde se encontraban magnificentes damas severamente veladas, elefantes fastuosamente caparazonados, ídolos grotescamente tallados, tambores, banderas, gongos, lanzas, cachiporras doradas y plateadas. Y entre la muchedumbre, el clamor, la mezcla y la confusión generales, entre un millón de hombres negros y amarillos, con turbantes y ropas talares, con la barba flotante, circulaba una multitud innumerable de bueyes santamente encintados, en tanto que legiones de monos sucios y sagrados trepaban chirriando y chillando por las cornisas de las mezquitas de donde se suspendían a los alminares y torrecillas. De las calles hormigueantes a los muelles del río descendían innumerables escaleras que conducían a baños, mientras que el río mismo parecía penosamente abrirse paso a través de vastas flotas de construcciones sobrecargadas que atormentaban su superficie en todo sentido. Más allá de los muros de la ciudad se levantaban, frecuentemente, en grupos majestuosos, la palmera y el cocotero, con otros árboles de una gran edad, gigantescos y solemnes; y aquí y allá se podía divisar un campo de arroz, la choza de paja de un campesino, una cisterna, un templo aislado, un campamento de gitanos o una graciosa joven solitaria siguiendo su camino, con una jarra sobre la cabeza, hacia los bordes del magnífico río." Todo esto es sueño, simplemente sueño, una especie de sueño que, naturalmente, no es dado tener a cualquiera. Hay que tener la sensibilidad, el alma, la cultura y la fisiología de Poe para soñar de esa manera. Él escribió eso despierto, pero en la atmósfera del "dream" que nunca le abandonaba. Vesánico o no, Poe es genial y fuera de la común humanidad. Me parece muy justa la observación de Dupouy, de que la intoxicación no creó nada en Poe, y que sus visiones sobrenaturales no le han aparecido, sino porque estaba preparado, desde hacía tiempo, desde siempre; sin embargo, sin el influjo de los excitantes no hubiera adquirido lo anormal, lo raro, lo ultradiabólico o lo superangelical que se desborda en algunos de sus trabajos. Más bien habrá que afirmar con el mismo doctor que "si Poe debe a su embriaguez dipsomaníaca ese indefinible estremecimiento de horror que hace pasar en algunos de sus cuentos, ha sido preciso para que a nuestra vez nos estremezcamos leyéndole, que semejante horror fuese antes sentido por semejante genio, único capaz de traducirlo y de comunicarlo. Para gustar con el opio los exóticos sueños de Poe, para contemplar con un ojo ávido los mágicos panoramas de un 'País de sueño', para estremecerse de un poético terror ante la aparición de una Ligeia, para oír el 'never more' del 'Cuervo', hay, ante todo, que tener el genio de un Poe, y eso sólo debía dar a reflexionar a los presuntuosos que van a mendigar a la hipócrita y maleficiosa droga una inspiración que saben no encontrarán en ellos mismos". Cuerdas palabras para que sean bien entendidas por los jóvenes engañados por sus propias equivocadas ambiciones, que creen que con el ajenjo verlainiano soñarán las mismas fiestas galantes que Verlaine, o con el gin o el láudano de Poe, tendrán la llave de los misteriosos infiernos y paraísos que visitó señalado por la fatalidad, aquel espíritu excepcional. Y quien dice en este caso Poe, o Verlaine, dice otros ejemplos.
    Y Poe mismo jamás escribía bajo el influjo del excitante. Él reproducía sus sueños pasadas las crisis. Y más de una vez señaló el peligro alcohólico, como enemigo de la meditación. Puso la enfermedad alcohólica —hoy reconocida como enfermedad por la ciencia médica— sobre todas las enfermedades. Tenía, ¡ay! por fuertes razones, morales y físicas, que recurrir a aquel modificador del ánimo y del pensamiento; y cuando volvía de la "gehenna", estaba pálido de sobrehumanos sufrimientos.

— II —
    En Poe se desenvuelve ante todo una supercomprensión de sí mismo hasta más allá de los límites de lo expresable, y del universo igualmente, hasta la creación de un propio sistema cosmogónico. Con tal poder movíase en el mundo misterioso del sueño, como si fuese posesor de inmemoriales reminiscencias. Desde niño se ve ya habituado a ese mundo hermético. Cuando habla, por ejemplo, en la persona de William Wilson, de una cosa de los tiempos elizabethanos, "en una aldea brumosa", donde había casas antiquísimas: "Era verdaderamente uno de esos lugares como no se ven sino en sueños..." En "Dreams" se le contempla "sumergido, cuando el sol brilla en el cielo de estío, en sueños de una luminosidad viva, de una radiosa belleza; dejaba errar su alma en regiones de su invención lejos de su propia morada, en compañía de seres nacidos de su propia fantasía". Todo lo que le concierne está rodeado de una bruma que indica la anormalidad. No se trata aún de sus hábitos de intemperancia, que no han sino de ser causa del desarrollo de sus predisposiciones enfermizas, de su hipersensibilidad singular. Cuando Poe describe los comienzos de sus amores con la hija de Mrs. Clemm —Virginia— se diría que narra un sueño. Es curioso saber que gustaba de los dibujos de ese otro soñador del lápiz, que cayó en la alienación, Grandville. Así también se ha señalado su "sensibilidad al miedo". Sea por el uso de estupefacientes, sea por su estado especial, el caso es que ya en Charlottesville y en West Point, los condiscípulos del poeta notaban en él "un perpetuo estado de 'rêverie'". En uno de los cuentos, algo más tarde, un personaje, que se puede juzgar exprese sentimientos del autor, dice "... pues soy un esclavo atado al yugo del opio, un prisionero que lleva sus ataduras, y mis obras, como mis voluntades, han tomado los fantásticos colores de mis sueños, a veces locamente excitados por una dosis inmoderada de opio... ¡Oh! entonces la irradiación de mis ensueños, de esas aéreas visiones que levantan el alma en una exaltación divina..." Por otra parte, ¿qué más expresivo que ciertas palabras del prefacio de Eureka, su libro de verdades, cuando se dirige "a los soñadores", y a aquellos que ponen su fe en los sueños como que son las únicas realidades?
    El sueño llega a presentarse estando el poeta despierto, pero después de alguna crisis etílica. Tal lo que narra, en cierta ocasión, el editor de una revista de ese tiempo, Mr. John Sartain: "... Después del té, como ya era de noche, se preparaba a salir, para ir, decía, a Schuijilkill. Le dije que con gusto le acompañaría y no hizo objeción alguna. Me habló de su deseo de que después de su muerte cuidase de que su retrato hecho por Osgood se lo diesen a su madre (Mrs. Clemm). Durante este inquietante y peligroso paseo en las tinieblas, sobre los bordes del alto estanque de Fairmount, se puso a hablar de visiones en una prisión: una joven, toda radiosa por sí misma, o por la atmósfera que la envolvía, le dirigía la palabra de lo alto de una torre de piedra almenada... En fin, después de haber dormido, recobró poco a poco conciencia y reconoció la ilusión de esas pesadillas." Mr. Sartain es de los que afirman en Poe el uso del láudano.
    Las palabras del triste Edgar a su amigo Neal: "No he sido y no soy desde mi infancia sino un soñador", son de una inconcusa realidad. M. Lauvrière pone, con justicia, en el imperio del sueño, a Poe, sobre Byron y sobre Shelley, "el más grande soñador delante del Eterno". Habrá que repetir las bellas frases del enfermo de la más terrible de las enfermedades: "Los sueños —dice Poe— en ese rico colorido que prestan a la vida, como en esta lucha, inasible bajo sus velos de sombras y de brumas, de las apariencias contra la realidad, traen al ojo en delirio más bellezas del Paraíso y del Amor, bellezas que son completamente nuestras, que la joven Esperanza no ha conocido en sus horas más llenas de sol." Y luego: "¿Qué habría podido ver más? Fue una sola vez, una sola vez (y esta hora de extravío no dejará nunca mi memoria); algún poder, algún hechizo se apoderó de mí; era el viento helado que pasaba sobre mí en la noche y dejaba su imagen en mi alma, o la luna que irradiaba, en su sopor, de su carrera alta demasiado fríamente, o las estrellas... ¿Qué importa? Ese sueño fue como este viento de la noche... ¡Que pase!" Él confiesa que los sueños que tenía despierto le eran más penosos que los que tenía "en visiones de la sombría noche". Y esa inevitable obsesión de los paisajes extraños, de las regiones sómnicas: "Obscuros valles, y ríos fantasmas! y bosques nubosos cuyas formas no podemos descubrir bajo las lágrimas que lloran de todas partes! El claro de luna cae sobre las cabañas y sobre los castillos... sobre los bosques extraños, sobre el mar, sobre los espíritus en su vuelo, sobre toda cosa soporizada, y los envuelve totalmente en un laberinto de luz... Y entonces, ¡cuán profunda, oh, profunda es la pasión de su sueño!" Y es ya una transposición de la vida al sueño ese peregrino poema "Al Aaraaf", en que la fantasía evoluciona en un ambiente astronómico. En otra parte que en el famoso cuento, hablará del "sueño soñador" de Ligeia. Visiones de sueño, en "The Valley of Unrest", o en la "ciudad condenada, sola en el fondo del Occidente obscuro". Con el uso del opio adquiere la visión trascendente, explicada por Quincey en sus célebres confesiones. "El sentimiento del espacio, y al fin, el del tiempo, se encontraban poderosamente modificados. Los edificios, los paisajes, y todo lo demás, tomaban tan vastas proporciones que el ojo sufría. El espacio se inflama hasta un grado infinito inexpresable, menos turbador, sin embargo, que la vasta extensión del tiempo: me parecía en veces haber vívido setenta o cien años en una sola noche; más aún, a veces se sucedían en ese lapso de tiempo sentimientos correspondientes a millares de años o a períodos que pasaban los límites de la experiencia humana." Poe cayó en esos torbellinos extraordinarios y, según el biógrafo que he citado, los buscó deliberadamente con un fin artístico.
    En el poema "Irene" la figuración onírica es flagrante. En lo relativo a la expresión de esas sutilísimas y extrahumanas sensaciones, véase lo que escribe en "Marginalia", a propósito del sueño: "Hay una clase de fantasías de una exquisita delicadeza que 'no' son pensamientos y a los cuales no he podido 'todavía' adaptar nunca el lenguaje. Empleo la palabra fantasías al azar, por la única razón que me es preciso usar alguna palabra; pero la idea que se junta comúnmente a ese término, no se aplica ni de lejos a esas sombras de sombras. Me parece que son fenómenos más bien psíquicos que intelectuales. No se elevan en el alma (tan raramente, ¡ay!), sino en las horas de la más intensa tranquilidad —cuando la salud física y mental es perfecta—, y en esos cortos instantes en que se confunden los confines del mundo de las vigilias con los del mundo de los sueños. Yo no tengo conciencia de esas 'fantasías' más que sobre los bordes mismos del sueño. Me he dado cuenta de que esa condición no existe sino por un lapso de tiempo inapreciable en que se presentan amontonadas, sin embargo, esas 'sombras de sombras', y un pensamiento absoluto exige alguna duración de tiempo.
    "Esas fantasías determinan un éxtasis cuya voluptuosidad es bien superior a todas las del mundo de los sueños o de la vigilia... Considero esas visiones, desde que surgen, con un temor respetuoso que, por ciertos puntos, modera o tranquiliza el éxtasis, y si las considero así es que estoy convencido (convicción nacida del éxtasis), de que ese éxtasis es en sí un carácter superior a la naturaleza humana, es una ojeada sobre el mundo espiritual, y llego a esta conclusión, si tal término puede aplicarse a una situación instantánea, al percibir que la voluptuosidad experimentada tiene por elemento una 'novedad absoluta'. Digo absoluta; pues en esas fantasías —dejadme llamarlas ahora impresiones psíquicas— no hay realmente nada que participe del carácter de las impresiones ordinarias. Es como sí los cinco sentidos estuviesen reemplazados por 5.000 sentidos extraños a nuestra naturaleza mortal... En experimentos de esta naturaleza he llegado, desde luego, cuando la salud física y mental es buena, a asegurarme la existencia de las condiciones, es decir, puedo ahora, a menos que tenga mala salud, estar seguro de que la condición sobrevendrá, si lo deseo, en tiempo deseado, cuando antes de estos últimos tiempos no podía nunca estar seguro, aun en las circunstancias más favorables. Estoy, pues, ahora seguro de que en presencia de circunstancias favorables, la condición se presentará, y aun me siento el poder de hacerla presentarse y de obligarla a ello, bien que las circunstancias favorables no sean menos raras; de otro modo ya hubiera hecho descender el Ciclo sobre la Tierra." Mas veamos el sueño en la vasta arquitectura y en la evocatoria música de sus obras. En el ya citado poema "Dreamland" parece que el espíritu del lector comprensivo penetra en un imperio de misterio y de irrealidad, o de mágicas y divinas realidades.
Por un camino obscuro y solitario
Embrujado por malos ángeles,
Donde un Eidolon llamado Noche,
Sobre un negro trono reina, rígida,
No he entrado sino ha poco en ese país
De retorno de una vaga Thule lejana,
De una salvaje región fantástica que se extiende, sublime,
Fuera del Espacio, fuera del Tiempo.
Valles sin fondo y olas sin límites,
Abismos y cavernas y florestas titánicas
Cuyas formas escapan a todo ojo humano,
Bajo las lágrimas de rocío que caen;
Montañas que se derrumban sin cesar
En mares sin orillas;
Mares que sin reposo aspiran
A levantarse hacia cielos de fuego;
Lagos que sin fin muestran
Sus aguas solitarias, tristes y muertas,
Sus tristes aguas, tristes y heladas
Bajo la nieve de los lirios languidescientes.
Cerca de lagos que muestran así
Sus aguas solitarias, solitarias y muertas,
Sus tristes aguas, tristes y heladas,
Bajo la nieve de los lirios languidescientes
Sobre montañas, a lo largo de los ríos
Que murmuran muy bajo, murmuran sin cesar,
Bajo los bosques grises, en los pantanos
Donde habitan el sapo y la salamandra,
Cerca de los charcos y de los estanques siniestros.
Donde moran los Vampiros,
En todos los lugares más malditos,
En todos los rincones más lúgubres,
El viajero encuentra, espantado,
Las Sombras veladas del Pasado,
Fantasmas en sus sudarios que se estremecen y suspiran,
Al pasar cerca del hombre errante,
Fantasmas vestidos de blanco de amigos que la agonía,
Ha desde ha tiempo devuelto a la Tierra y al Cielo
Para el corazón cuyos males son legión,
Es esa una apacible y consoladora región;
Para el alma que yerra en fantasma,
Hay allí, oh, hay allí un Eldorado.
    Es el ambiente de la pesadilla expresado por la primera vez de inaudita manera. Tiene razón Lauvrière, de recordar a este propósito al Shakespeare de Macbeth.
   Otro reino de sueño es el que aparece en "The Haunted Palace", cuya descripción, sobre todo en el original inglés, transporta al arcánico mundo de los ojos cerrados. Lo propio que en "The Conqueror Worm", cuyo "drama abigarrado" contiene en su intriga "mucho de Locura, todavía más de Pecado y de Horror". En "To one in Paradise", nos hablará de que todos sus días son éxtasis.
Y todos mis sueños nocturnos
Están allí, donde lucen tus ojos grises,
Donde brilla la huella de tus pasos,
¡Y qué danzas etéreas
Cerca de qué ondas eternas!
    En "The Raven" advierte al comienzo en que aquella noche estaba cabeceando, casi dormido, sobre el libro viejo, cuando oyó que tocaron a la puerta del cuarto. Y cuando se asoma a las tinieblas de la puerta, largo rato está allí pensando, dudando, "soñando sueños que ningún mortal se atrevió todavía nunca a soñar". Y desde luego el cuervo es un pájaro de sueño. País de encanto sómnico es también el reino cerca del mar en donde vivía Annabel Lee, "In the kingdom by the sea..." ¿Y el de "Ulalume"?
Los cielos eran de ceniza y tristes,
Las hojas eran crispadas y resecas,
Las hojas eran marchitas y, resecas;
Era la noche en el solitario octubre
De mi más inmemorial año;
Era cerca del obscuro lago de Auber,
En medio de la brumosa región de Weir;
Era allá cerca del húmedo pantano de Auber,
En el bosque, embrujado de vampiros, de Weir.
Tal continúa esa obsesionante narración de un lirismo desolado y contagioso. Y cuando Psique, su alma, le habla y le conjura a huir, él le dirá: "Todo eso no es sino sueños." Mas ya sabemos que son para él los sueños las únicas realidades.


— III —
    En los cuentos el sueño es más imperativo, mezclado con esa prodigiosa facultad matemática que nos hace ver palpable lo increíble. Advierte Lauvrière que en los dieciséis cuentos del Folio Club que Poe escribió a los veinticuatro años, está contenido el germen de todos sus trabajos posteriores. Lo fantástico no es precisamente lo onírico, pero esto lo contiene. Egoeus o Usher, corre aventuras fantásticas "en el mundo de las realidades como en el país de los sueños". El héroe de "Silence" "hace del ensueño hechizador todo el asunto de su vida"; y busca la ayuda de los narcóticos. El adorador de Berenice la mira "como la Berenice de un sueño". En la atmósfera de un sueño aparecen Lady Rowena de Tremain, Eleonore, Morella, Ligeia, Madeline. "Las amantes de Poe, dice Lauvrière —yo diría las amadas— no tienen otro origen que el de criaturas míticas: son también hijas de sueños místicos y no de la carne viva, frágilmente tejidas de sombras y de rayos y no orgánicamente construidas de músculos y huesos." En "Ligeia" dice: "En la exaltación de mis sueños de opio (pues yo estaba de ordinario sometido a la tiranía de ese veneno) pronunciaba su nombre en voz alta durante el silencio de las noches, o de día, en los refugios abrigados de los valles, como si, por la salvaje vehemencia, por la solemne pasión, por el devorante ardor de mi amor por la difunta, pudiese traerla al sendero que ella había abandonado —¡ah! ¿era, pues, para siempre?— sobre la tierra." Uno de sus biógrafos, Ingram, poseía una nota escrita por Poe en un ejemplar de "Ligeia", en el que el poeta declaraba haber sido su trabajo "sugerido por un sueño en el cual los ojos de la heroína le producían el intenso efecto descripto en el párrafo cuarto de la obra". En "Berenice" se acentúa la impresión de la pesadilla, sea o no de origen tóxico; como su "Assignation", como en "El retrato oval", como en "La máscara de la muerte roja", como en "Ligeia", como en el "Gato negro", como en casi toda la obra poeana, Lauvrière se fija en la herencia dañada, y en el alcohol, padre de terrores. Le recuerda la tremenda palabra de Lancereaux: "Le rêve terrifiant est l'apanage du buveur." ¿Recordáis la pesadilla perpetua de Arthur Gordon Pym? ¿Y no se refiere este personaje lívido a uno de sus espantosos sueños, en este párrafo de pavor?: "Toda suerte de calamidades y de horrores me asaltaron. Entre otras atrocidades, me ahogaba hasta morir bajo enormes almohadas amontonadas por demonios del aspecto más horrible y más feroz. Inmensas serpientes me apretaban en sus enlazamientos y me miraban fijamente en pleno rostro con sus ojos horriblemente chispeantes. Después, desiertos ilimitados, cuya extrema soledad inspiraba el más punzante terror, se extendían hasta perderse de vista ante mí. Gigantescos troncos de árboles grisáceos y desnudos perfilaban sus columnatas infinitas tan lejos cuanto el ojo podía alcanzar; sus raíces se ocultaban bajo bastas charcas cuyas tristes aguas pasaban, inertes, terribles en su negrura intensa, y esos árboles extraños parecían dotados de una vitalidad humana, agitaban aquí y allá sus brazos de esqueletos y gritaban gracia a las aguas silenciosas en agrios acentos penetrantes de la más áspera agonía, de la más intensa desesperación." El terror y la exaltación imaginativa, etílicos, están perfectamente patentes. A esto se agrega también el efecto tebaico. "Hemos visto, dice Lauvrière, en ciertas poesías, como 'País de sueño', 'El valle sin reposo' y 'La ciudad del mar', cómo el opio presta a las visiones espontáneas del espanto sus atributos ordinarios de eternidad y de inmensidad; luego lo veremos dotar de la misma amplitud los vastos paisajes fantásticos de 'Silencio'; pero como se trata en la mayor parte de esos cuentos de emociones dramáticas, le vemos sobre todo reforzar ese género de patético con todo el horror casi real de las peores pesadillas." Agrega que en los "Recuerdos de Mr. Berloe" y en "Ligeia", es donde mayormente se demuestran los efectos del opio. Desde luego, el personaje mismo —que es el poeta— confiesa el uso de la droga negra. Y ¿qué paisaje, qué escena de sueño igual a la de "Silencio", que Lauvrière condensa?: "Fatigado, triste, soñador, el hombre está en un vasto desierto sin reposo: bajo el ojo rojo del sol poniente palpitan tiernamente ríos tumultuosos; gigantescos nenúfares suspiran tendiendo hacia el cielo sus largos cuellos de espectros; grandes árboles primitivos, todos empapados de rocío, balancean con un siniestro fracaso sus cimas despojadas; nubes grisáceas se precipitan en cataratas ruidosas sobre las murallas de fuego del horizonte; y de toda esa incesante perturbación de los elementos sale el implacable clamor: 'Desolación'. ¡Así como tiembla el hombre en esas soledades sin sosiego! Mas he allí que toda esa tumultuosa desolación se encuentra de repente por un demonio irónico herida de una maldición, la maldición del 'Silencio'." La palabra de Poe llega al extremo de la expresión de las misteriosas y angustiosas impresiones de la pesadilla. "Y los lirios y el viento, y la floresta, y el cielo, y el trueno, y los suspiros de los nenúfares se callan; y la luna cesa de subir, vacilante, su sendero de los cielos; y el trueno expira; y el relámpago se apaga; y las nubes se suspenden inmóviles; y las aguas caen, inertes y niveladas; y los árboles cesan de balancearse y los nenúfares no tienen más suspiros; y no hay más murmullo entre las aguas, ni la sombra de un sonido en todo el vasto desierto sin límites. Y mis ojos cayeron sobre la faz del hombre y esta faz estaba lívida de horror. Y bruscamente levantó su cabeza de entre sus manos y avanzó sobra la roca y escuchó. Pero no hubo una voz en el vasto desierto sin límites y los caracteres inscriptos sobre la roca eran: 'Silencio'. Y el hombre se estremeció y volvió el rostro, y se fue con toda rapidez, de modo que no le volví a ver jamás." Nunca el verbo humano ha expresado lo indecible de manera igual.
   
"The facts in the case of the Mr. Valdemar" es otra pesadilla.
Es uno de esos escritos que los nerviosos no deben leer nunca de noche. Otros puntos señala Lauvrière en otros cuentos, que producen igual estremecimiento de horror, como en el "Entierro prematuro", "El pozo y el péndulo", "La máscara de la muerte roja". Aquí, cierto, lo pesadillesco llega a la exacerbación... "El personaje era grande y descarnado, envuelto de la cabeza a los pies en los vestidos de la tumba. La máscara que ocultaba el rostro representaba tan bien la fisonomía de un cadáver rígido, que la observación más atenta hubiera difícilmente descubierto el artificio. Todo eso hubiera sido, sin embargo, tolerado, sino aprobado por esos alegres locos. Pero la máscara había llegado hasta adoptar el tipo de la Muerte Roja. Su vestido estaba untado de 'sangre', y su ancha frente, así como todos los rasgos de su cara estaban manchados de ese horror escarlata." Y Juego: "Y entonces se reconoció la presencia de la Muerte Roja. Ella había venido como un ladrón nocturno. Y uno a uno cayeron todos los convidados en las salas de la orgía regadas de sangre, y cada uno murió en la actitud desesperada de su caída. Y la vida del reloj de ébano se fue con el último de esos seres gozosos. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las Tinieblas, y la Ruina, y la Muerte Roja establecieron sobre todo su imperio ilimitado." Igual sensación de lo inexpresable se tiene en "La barrica de amontillado", en "El demonio de la perversidad", en "El corazón revelador", en "El gato negro". En "El entierro prematuro" habla de que "no conocemos sobre la tierra peor agonía; no podemos soñar nada tan horrible en los últimos círculos del infierno"; y hay allí páginas de un pavor sobrehumano. Llega a todo, dice su citado biógrafo, a fuerza de misterio, "pues el misterio, explica Poe, es el mejor resorte del terror", "pues el horror es tanto más horrible a medida que es más vago, y el terror más terrible a medida que es más ambiguo". En pavoroso sueño pasa toda esa desorbitada historia de las aventuras de Gordon Pym. La razón vacila, la imaginación padece en su desbordamiento. Repito que nunca la vida interior de la pesadilla ha sido así revelada por la palabra humana. Se ha necesitado de una influencia exterior, de un "farmakon", de un daimon que haya aguzado y superexcitado percepciones y revuelto neuronas. ¿Y no es lo mismo en el "Maelstrom", o en el "Manuscrito" encontrado en una botella? Bien cita Lauvrière la frase total de Barbey d'Aurevilly: "Desde Pascal tal vez, no ha habido nunca genio más espantado, más entregado a las ansias del terror, y a sus mortales agonías, que el genio pánico de Edgard Poe." Y es que el terror de Poe es el indecible terror lívido de los sueños, terror de muerte, de juicio final, meteórico, inexplicable. Es el Egoeus en "Berenice", es el de los invitados del príncipe Próspero, es el inenarrable pavor de Pym. Se lee en "Eleonore": "Los hombres me llaman loco; pero la ciencia no ha decidido aún si la locura es, o no es, lo sublime de la inteligencia; si casi todo lo que es la gloria, si todo lo que es la profundidad no resulta de una enfermedad del pensamiento —de un 'modo' del espíritu exaltado a expensas del intelecto general. Los que sueñan de día están al corriente de mil cosas que escapan a los que sólo sueñan de noche. En sus grises visiones gozan de percepciones sobre la eternidad y se estremecen, al despertar, a la idea de que han estado al borde del gran secreto. Asen por trozos algo del conocimiento del bien y más aún de la ciencia del mal. Sin timón y sin brújula, penetran en el vasto océano de la 'luz inefable', y, como los aventureros del geógrafo de Nubia, 'agressi sunt mare tenebrarum, quid in eo asset exploraturi'." En el diálogo entre Oinos y Agathos, dice el primero, en cierta parte: "Percibo claramente que lo infinito de la materia no es un sueño." A lo que responde Agathos: —"No" hay sueño en el Aidenn; pero nos está dicho que "el único" objeto de este infinito de materia es proveer fuerzas infinitas donde el alma pueda aliviar esa sed de "conocer" que existe en ella, inextinguible por siempre, pues extinguirla sería para el alma el anonadamiento completo.
    Sueño hay también en uno de los trabajos menos conocidos de Poe, "La isla del Hada". Y sueño en que no interviene por cierto lo terrorífico. Después de algunas reflexiones filosóficas, en él usuales, y de descripciones con su pintoresco singular, dice: "Como yo soñaba así, los ojos entrecerrados mientras el sol descendía rápidamente hacia su lecho, y que torbellinos corrían alrededor de la isla, llevando sobre su seno grandes escamas blancas, todas brillantes de la corteza de los sicomoros —escamas que en sus cambiantes posiciones sobre el agua, una viva imaginación hubiera podido convertir en tales objetos que hubiera querido; mientras yo soñaba así, me pareció que la figura de una de esas mismas Hadas con que había soñado se desprendía lentamente de las luces occidentales de la isla para avanzar hacia las tinieblas. Se mantenía recta sobre un bote singularmente frágil y lo empujaba con un fantasma de remo. Mientras estuvo bajo la influencia de los últimos rayos declinantes, su actitud pareció expresar la alegría; pero la pena la deformaba a medida que pasaba a la sombra. Lentamente se deslizó a lo largo, dio poco a poco la vuelta a la isla y volvió a la región de la luz. La revolución que acaba de cumplir el Hada, continué yo en mi sueño, es el ciclo de un breve año de su vida. Ella ha atravesado su invierno y su estío. Se ha acercado un año más de la muerte; pues he visto bien que, cuando entraba a la obscuridad, su sombra se desprendía de ella y se hundía en el agua sombría volviendo la negrura más negra. Y de nuevo el esquife apareció con el Hada; pero había en su actitud más cuidado e indecisión, y menos elástica alegría.
    "Bogó de nuevo de la luz a la obscuridad que se profundizaba a cada instante, y de nuevo su sombra, desprendiéndose de ella, cayó en las aguas de ébano y fue absorbida en sus tinieblas. Y muchas veces todavía dio la vuelta a la isla, mientras el sol se precipitaba hacia su lecho, y a cada vez que emergía en la luz había más dolor en su persona, se tornaba más débil, más desfalleciente, más indistinta; y cada vez que pasaba a la obscuridad se desprendía de ella un espectro más sombrío que se hundía en una sombra más negra. Pero al fin, cuando el sol hubo enteramente desaparecido, el Hada, entonces siempre fantasma de sí misma, se fue, inconsolable, con su barca, a la región del río de ébano, y si no salió jamás, no lo puedo decir, pues las tinieblas cayeron sobre todas las cosas y nunca más vi su encantadora figura." ¿Es el sueño? ¿Es la realidad?, pregunta Lauvrière. Es el sueño, respondo yo, con todas sus particularidades; y es un ambiente que tan sólo la música ha podido expresar antes de que en lengua inglesa se manifestase el fatídico ángel de tristeza y de misterio que dialogó con el Cuervo.
    Sí, el sueño por toda la creación poeana: en la casa de Usher; en el castillo de Meidzinger; en la región de Weir; en la "lúgubre región de la Libia sobre las orillas del río Zaire", cuyas aguas tienen "un malsano matiz de azafrán"; en el valle sin reposo; en el país de Ulalume; en Morella, en William Wilson; en "La Asignación": "Soñar, dijo él, soñar ha sido el asunto de mi vida. Me he creado, pues, como lo veis, un paraíso del sueño. ¿Podría darme uno mejor en el corazón de Venecia? No veis a vuestro rededor, es verdad, que una mezcla de decoraciones arquitecturales. La pureza de la Jonia se ofende de esos motivos prehistóricos, y esas esfinges de Egipto se alargan sobre tapices de oro. El efecto general no choca menos a los tímidos. Las conveniencias de lugar y sobre todo de tiempo son espantajos que privan a la humanidad de la contemplación de lo magnífico. Yo mismo me he dado antes al arte de la decoración: pero mi alma se ha resentido de esa exaltación de la locura. Todo esto conviene más a mí designio. Como la llama atormentada de esos incensarios árabes, mi alma en fuego se consume, y el delirio de este espectáculo no hace sino adaptarme a las visiones de otro modo extrañas de ese país de los sueños realizados a donde me apresuro a ir." Si Baudelaire creó un estremecimiento nuevo, su maestro Poe desencadenó verdaderos cataclismos y celomotos mentales. Lo que hay de más maravilloso en ese arte —escribe Bliss Perry, citado por Lauvrière— es que este artista agriado y solitario haya podido, con tan deplorables materiales como negaciones y abstracciones, sombras y supersticiones, fantasías desarregladas y sueños de horror físico, o crímenes extraños, realizar obras de tan imperecedera belleza.
    Sueño hay también en la concepción cosmogónica del creador de Eureka. Y por último sueño en la existencia del hombre como en toda la obra del poeta. Y es que si en toda poesía existe el íntimo enigma de la belleza, en cierta poesía que traspasando el mundo de las formas penetra más profundamente en lo hondo del universo y en introspección dentro del alma propia, se diría que hay mayores vistas hacia lo eterno y hacia lo ilimitado, en el tiempo y en el espacio. Si es cierto que nuestra alma es inmortal y que percibe más allá de lo que le permiten durante la vida terrestre los medios de los sentidos corporales, Poe se adelantó al progreso de su espíritu, y percibió cosas que únicamente nos son apenas vagamente mostradas en los limbos de los sueños, en las brumas del éxtasis o en la supervisión de las posesiones poéticas.
    El triunfo del gran yanqui —a pesar de que vacila a veces y habla de dificultad, de imposibilidad de expresar ciertas cosas—, es el haber logrado comunicar con los recursos de su idioma, algo de lo que aprendió a percibir en el reino místico y en los imperios de la sombra. Creeríase que bajo su cráneo lucía un firmamento especial. Y tiene expresiones, modos de decir que solamente pueden compararse a algunas de los libros sagrados. Parece a veces que hablase un iniciado de pretéritos tiempos, alguien que hubiera conservado vislumbres de sabidurías herméticas desaparecidas. Y aunque la fatalidad del Mal le persiguiese, conservóse puro y arcangélico el mago lírico, el poderoso Apolonida Trismegisto.

viernes, 30 de septiembre de 2011

 En esta edición

“INFINIEDADES”

un libro de cuentos de

Aldo Difilippo.

Léalo en la siguiente dirección:

La señora del perrito
Anton Chejov


UNO
Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.
Después la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del perrito».
«Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov.
Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a menudo-, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas «la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas.
La experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú -siempre lentos e irresolutos para todo-, la intimidad, que al principio diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura, llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo encontraba sencillo y divertido.
Una noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el peinado, le indicaron que era una señora, que estaba casada, que se encontraba en Yalta por primera vez y que estaba triste... Las historias inmorales, que se murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las despreciaba, sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor parte, de personas que hubieran pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero cuando la señora del perro se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una novela con una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó súbitamente de su ánimo.
Llamó cariñosamente al pomeranio, y cuando el perro se acercó a él lo acarició con la mano. El pomeranio gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano.
La señora miró hacia él bajando en seguida los ojos.
-No muerde -dijo, y se sonrojó.
-¿Le puedo dar un hueso? -preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir cortésmente-. ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?
-Cinco días.
-Yo llevo ya quince aquí.
Un corto silencio siguió a estas palabras.
-El tiempo pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin mirarlo.
-Es que se ha puesto de moda decir que esto es triste. Cualquier provinciano viviría en Belyov o en Lhidra sin estar triste, y cuando llega aquí exclama en seguida: «¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera diría que viene de Granada!
Ella se echó a reír. Luego, ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y burlona de dos personas que se sienten libres y satisfechas, a quienes no importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el agua era de un suave tono malva oscuro y la luna extendía sobre ella una estela dorada. Hablaron del bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le contó que había venido de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que era empleado de un banco; que había estado como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego; que poseía dos casas en Moscú...
De ella supo que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le reuniría tal vez su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No estaba muy segura de si su marido tenía un puesto en el Departamento de la Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirla.
También supo Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.
Más tarde, una vez en su cuarto, pensó en ella; pensó que volvería a encontrársela al día siguiente; sí, necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella le contara de sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía poco, estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de hablar a un extraño. Debía ser ésta la primera vez en su vida que se encontraba sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que al dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas intenciones... Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos grises.
«Algo hay de triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.
 
DOS
Una semana había pasado desde que hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las casas hacía bochorno, mientras que en la calle el viento formaba remolinos de polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes. Era un día de sed, y Gurov entró varias veces en el pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un helado. Nadie sabía qué hacer.
Por la tarde, cuando el viento se calmó un poco, salieron a ver venir el vapor. Había muchas personas paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a alguien y llevaban ramos de flores. Se notaban allí dos peculiaridades de la gente elegante de Yalta: las señoras mayores iban como muchachas y había muchos generales vestidos de uniforme.
A causa de lo alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta del sol, y tardó mucho tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a través de sus impertinentes al vapor y a los pasajeros como esperando encontrar algún conocido, y al volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y preguntaba cosas desacordes, olvidando al poco rato lo que había preguntado; al hacer un movimiento con la mano dejó caer los impertinentes al suelo.
La gente empezaba a dispersarse; estaba demasiado oscuro para ver las caras de los que pasaban. El viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna permanecían allí quietos como si esperasen ver salir a alguien más del vapor.
Ella olía en silencio las flores sin mirar a Gurov.
-El tiempo está mejor esta tarde -dijo él-. ¿Dónde vamos ahora?
Ella no contestó.
Entonces Gurov la miró intensamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los labios, mientras respiraba la frescura y fragancia de las flores; luego miró a su alrededor ansiosamente, temiendo que alguien lo hubiese visto.
-Vamos al hotel -dijo él dulcemente. Y ambos caminaron de prisa.
La habitación estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había comprado en el almacén japonés. Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas personas encuentra uno en este mundo! Del pasado, conservaba recuerdos de mujeres ligeras, de buen fondo algunas, que lo amaban alegremente agradeciéndole la felicidad que él podía darles, por muy breve que fuese; de mujeres, como la suya, que amaban con frases superfluas, afectadas, histéricas, con una expresión que hacía sospechar que no era amor ni pasión, sino algo más significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros sorprendió más de una vez destellos de rapacidad, el deseo obstinado de sacar de la vida aún más de lo que ésta podía darles. Eran mujeres irreflexivas, dominantes, faltas de inteligencia y de edad ya madura; cuando Gurov empezaba a mostrarse frío con ellas, esta misma hermosura excitaba su odio, figurándosele que los encajes con que adornaban su ropa eran para él escalas.
Pero en el caso actual sólo había la timidez de la juventud inexperta, un sentimiento parecido al miedo; y todo esto daba a la escena un aspecto de consternación, como si alguien hubiera llamado de repente a la puerta. La actitud de Ana Sergeyevna -«la señora del perrito»- en todo lo sucedido tenía algo de peculiar, de muy grave, como si hubiera sido su caída; así parecía, y resultaba extraño, inapropiado. Su rostro languideció, y lentamente se le soltó el pelo; en esta actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado antiguo: La mujer pecadora.
-Hice mal -dijo-. Ahora usted será el primero en despreciarme.
Sobre la mesa había una sandía. Gurov cortó una tajada y empezó a comérsela sin prisa. Durante cerca de media hora ambos guardaron silencio.
Ana Sergeyevna estaba conmovedora; había en ella la pureza de la mujer sencilla y buena que ha visto poco de la vida.
La luz de la bujía iluminando su rostro mostraba, sin embargo, que se sentía desgraciada.
-¿Cómo es posible que yo llegara a despreciarla? -preguntó Gurov-. No sabe usted lo que dice.
-Dios me perdone -dijo ella; y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es horrible -añadió.
-Parece que necesita usted ser perdonada.
-¿Perdonada? No. Soy una mala mujer; me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No es a mi marido, es a mí a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho tiempo que me estoy engañando. Mi marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un lacayo. Yo tenía veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por un sentimiento de curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase de vida, me decía a mí misma. Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!... La curiosidad me abrasaba... Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó un momento en que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió ocurrirme; le dije a mi marido que estaba mala y me vine aquí... Y aquí he estado vagando de un lado para otro como una loca..., y ahora me veo convertida en una mujer vulgar, despreciable, a quien todos mirarán mal.
Gurov se sintió aburrido casi al escucharla.
Le irritaba el tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordimientos tan inoportunos; a no ser por las lágrimas hubiera creído que estaba representado una comedia.
-No la entiendo a usted -dijo dulcemente-. ¿Qué es lo que quiere?
Ella ocultó su rostro en el pecho de él estrechándolo tiernamente.
-Créame, créame usted, se lo suplico. Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado. Yo no sé lo que estoy haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha tentado». Yo también pudiera decir que el espíritu del mal me ha engañado.
-¡Chis! ¡Chis!... -murmuró Gurov.
Después la miró fijamente, la besó, hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se fue tranquilizando, volviendo a estar alegre, y acabaron por reírse los dos. Cuando salieron afuera no había un alma a orillas del mar. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al llegar a la orilla; cerca de ella se balanceaba una barca, dentro de la que parpadeaba soñolienta una linterna.
Encontraron un coche y lo tomaron; fueron en dirección de Oreanda.
-Al pasar por el vestíbulo he visto su apellido escrito en la lista: Von Diderits -dijo Gurov-. ¿Su marido de usted es alemán?
-No; creo que su abuelo sí lo era, pero él es ruso ortodoxo.
En Oreanda se sentaron silenciosos en un sitio no lejos de la iglesia y mirando hacia el mar. Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; blancas nubes permanecían quietas en lo alto de las montañas. No se movía una hoja; en los árboles cantaban las cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el cavernoso y monótono ruido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que a todos nos espera. Del mismo modo debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así se oye ahora, y se oirá con la misma monotonía cuando ya no vivamos. Y en esta constancia, en esta completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de nosotros, ahí se oculta tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del movimiento incesante de la vida sobre el mundo, del progreso hacia la perfección. Sentado al lado de una mujer joven que en la luz del amanecer parecía tan encantadora, acariciada e idealizada por los mágicos alrededores -el mar, las montañas, las nubes, el cielo azul-, Gurov pensó lo hermoso que es todo en el mundo cuando se refleja en nuestro espíritu: todo, menos lo que pensamos o hacemos cuando olvidamos nuestra dignidad y los altos designios de nuestra existencia.
Un hombre pasó cerca de ellos -un guarda, probablemente-, los miró, y siguió adelante.
Y este detalle les parecía misterioso y lleno de encanto también. Luego vieron un vapor que venía de Teodosia, cuyas luces brillaban confundidas con las del amanecer.
-Hay gotas de rocío sobre la hierba -dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.
-Sí. Es hora de volver a casa. Y se volvieron a la ciudad.
Desde entonces volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, se paseaban, contemplaban el mar. Ella se quejaba de dormir mal, sentía palpitaciones en el corazón; le hacía las mismas preguntas, interrumpidas a veces por celos, otras por el miedo de que Gurov no la respetara bastante. Y a menudo, en los jardines, a orillas del agua, cuando se encontraban solos, él la besaba apasionadamente. Aquella vida reposada, aquellos besos en pleno día mientras miraba alrededor por temor de ser visto, el calor, el olor del mar y el continuo ir y venir de gente desocupada, perfumada, bien vestida, hicieron de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así se lo repetía a ella. Se volvió impaciente y apasionado hasta el punto de no querer separarse de su lado, y ella, mientras tanto, seguía pensativa y continuamente le decía que no la respetaba bastante, que no la amaba lo más mínimo, y que seguramente pensaría de ella como de una mujer cualquiera. Todos los días a la caída de la tarde se iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a la cascada, y estos paseos eran siempre un triunfo para ellos; la escena les impresionaba invariablemente como algo magnífico y hermosísimo.
Esperaban al marido, que debía venir pronto; pero un día llegó una carta en la que anunciaba que se encontraba mal y suplicaba a su esposa que volviera cuanto antes. Ana Sergeyevna se preparó, pues, a marcharse.
-Es una buena cosa el que yo me vaya -le dijo a Gurov-. «¡Es el dedo del destino!»
El día de la marcha, Gurov la acompañó en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó la segunda campanada, Ana Sergeyevna le dijo:
-¡Déjame mirarte una vez más... otra vez! Así, ya está.
No lloraba, pero en su rostro se reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los labios le temblaban.
-Me acordaré de ti siempre..., pensaré siempre en ti -dijo-. Que Dios te proteja; sé feliz. No pienses nunca mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver más; así debe ser, porque nunca debimos habernos encontrado. Que Dios sea contigo, adiós.
El tren partió rápido, sus luces desaparecieron pronto de la vista, y un minuto más tarde no se oía ni el ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer terminar lo antes posible aquel dulce delirio, aquella locura. Solo, en el andén, mirando hacia donde el tren desapareció, Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el zumbido de los hilos del telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y meditó sobre este episodio de su vida que también tocaba a su fin, y del que sólo el recuerdo quedaba... Se sintió conmovido, triste y con remordimientos. Aquella mujer, que nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque aunque la trató con afecto y cariño, hubo siempre en sus maneras, en sus caricias, una ligera sombra de ironía, la grosera condescendencia de un hombre feliz que, además, le doblaba la edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno, distinto de los demás, sublime a veces...; constantemente se había mostrado a ella como no era en realidad, sin intención la había engañado.
Un vago perfume de otoño se dejaba ya sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría y triste.
-Es hora de que me marche al Norte -pensó Gurov al dejar el andén-. ¡Sí, ya es hora!
TRES

En su casa de Moscú lo encontró todo en plan de invierno; las estufas estaban encendidas, y por las mañanas aún era oscuro cuando sus hijos tomaban el desayuno para irse al colegio, tanto que la niñera tenía que encender la luz un rato. Habían empezado las heladas. Cuando cae la primera nieve y aparecen los primeros trineos es agradable ver la tierra blanca, los blancos tejados, exhalar el tibio aliento, y la estación trae a la memoria los años juveniles. Las viejas limas y abedules, cubiertos de escarcha, tienen una expresión simpática y están más cerca de nuestro corazón que los cipreses y las palmas. Junto a ellos se olvidan el mar y las montañas.
Gurov había nacido en Moscú; llegó a él en un bello día de nieve, y al ponerse su abrigo de pieles y sus guantes, al pasearse por Petrovka, al oír el domingo por la tarde el sonido de las campanas, olvidó el encanto de su reciente aventura y del sitio que dejara. Poco a poco se absorbió en la vida de Moscú; leía con avidez los periódicos ¡y declaraba que los leía sin fundamento! En seguida sintió un deseo irresistible de ir a los restaurantes, a los clubes, a las comidas, aniversarios y fiestas; se sintió orgulloso de hablar y discutir con célebres abogados, con artistas, de jugar a las cartas con algún profesor en el club de doctores. Ya podía hasta comer un plato de pescado salado o una col...
Al cabo de un mes, le pareció que la imagen de Ana Sergeyevna había de cubrirse de una bruma en su memoria y visitarlo en sueños de cuando en cuando, con una sonrisa, como hacían otras. Pero pasó más de un mes, llegó el verdadero invierno, y recordaba todo aquello tan claramente como si se hubiera separado de Ana Sergeyevna el día antes. Estos recuerdos, lejos de morir, se avivaron con el tiempo. En la tranquilidad de la tarde, al oír las palabras de los niños estudiando en alta voz, el sonido del piano en un restaurante, o el ruido de tormenta que llegaba por la chimenea, volvía de repente todo a su memoria: lo ocurrido en el muelle la mañana de niebla junto a las montañas, el vapor que volvía de Teodosia y los besos. Gurov se levantaba entonces y paseaba por su habitación recordando y sonriendo; luego, sus recuerdos se convertían en ilusiones, y en su fantasía el pasado se mezclaba con el porvenir. Ana Sergeyevna no lo visitaba ya en sueños, lo seguía por todas partes como una sombra, como un fantasma. Al cerrar los ojos la veía como si estuviese viva delante de él, y Gurov la encontraba más encantadora, más joven, más tierna de lo que en realidad era, imaginándosela aún más hermosa de lo que estaba en Yalta. Por la tarde, Ana Sergeyevna lo miraba desde el estante de los libros, desde el hogar de la chimenea; desde cualquier rincón oía su respiración y el roce acariciador de sus faldas. En la calle miraba a todas las mujeres buscando alguna que se pareciese a ella.
Un deseo intenso de comunicar a alguien sus ideas lo atormentaba. Pero en su casa era imposible hablar de su amor, y fuera de ella tampoco tenía a nadie; ni a sus compañeros de oficina ni a ninguno en el banco podía contárselo. ¿De qué iba a hablar entonces? Pero ¿es que había estado enamorado? ¿Hubo algo de poético, de edificante, simplemente de interés en sus relaciones con Ana Sergeyevna? Y todo se le volvía hablar vagamente de amor, de mujer, y nadie sospechaba nada; sólo su esposa fruncía el entrecejo y decía:
-No te va el papel de conquistador, Dimitri.
Una tarde, al volver del club de doctores con un oficial, con el que había estado jugando a las cartas, no se pudo contener y le dijo:
-¡Si supieras la mujer tan fascinadora que conocí en Yalta!
El oficial entró en su trineo, y se iba ya, pero se volvió de pronto exclamando:
-¡Dmitri Dmitrich!
-¿Qué?
-¡Tenías razón esta tarde: el esturión era demasiado fuerte!
Aquellas palabras tan corrientes llenaron a Gurov de indignación, encontrándolas degradantes y groseras. ¡Qué modo tan salvaje de hablar! ¡Qué noches más estúpidas, qué días más faltos de interés! El afán de las cartas, la glotonería, la bebida, el continuo charlar siempre sobre lo mismo. Todas estas cosas absorben la mayor parte del tiempo de muchas personas, la mejor parte de sus fuerzas, y al final de todo eso, ¿qué queda?: una vida servil, acortada, trivial e indigna, de la que no hay medio de salir, como si se estuviera encerrado en un manicomio o una prisión.
Gurov no durmió en toda la noche, tan lleno de indignación estaba. Al día siguiente se levantó con dolor de cabeza. Y a la otra noche volvió a dormir mal; se sentó en la cama, pensando; luego se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Estaba harto de sus hijos, del banco, y sin ganas de ir a ningún sitio ni de ver a nadie.
En las vacaciones de diciembre se preparó para un viaje; le dijo a su mujer que iba a San Petersburgo a un asunto de un amigo y se marchó a S. ¿Para qué? Ni él mismo lo sabía. Sentía necesidad de ver a Ana Sergeyevna y de hablarle; a ser posible, arreglar una entrevista con ella.
Llegó a S. por la mañana y tomó el mejor cuarto del hotel; un cuarto con una alfombra gris en el suelo, y un tintero gris de polvo sobre la mesa, adornado con una figura a caballo que tenía el sombrero en la mano. El portero del hotel le informó necesariamente: Von Diderits vivía en una casa de su propiedad en la calle antigua de Gontcharny; no estaba lejos del hotel. Era rico y vivía a lo grande, tenía caballos propios; todo el mundo lo conocía en la ciudad. El portero pronunciaba «Dridirits».
Gurov se encaminó sin prisa a la calle de Gontcharny y encontró la casa. Enfrente de ella se extendía una larga valla gris adornada con clavos.
-Dan ganas de echar a correr al ver este demonio de valla -pensó Gurov, mirando desde allí a las ventanas de la casa y viceversa.
Luego recapacitó: era día de fiesta y probablemente el marido estaría en casa. De todos modos era una falta de tacto entrar en la casa y sorprenderla. Si le mandaba una carta, podía caer en manos del esposo y todo se echaría a perder. Lo mejor de todo era esperar una ocasión, y empezó a pasearse arriba y abajo por la calle esperando esa ocasión. Vio a un mendigo que se acercaba a la verja y a unos perros que salieron a ladrarle; una hora más tarde oyó débil e indistinto el sonido de un piano. Ana Sergeyevna debía tocar probablemente. De repente, se abrió la puerta, y una mujer vieja, acompañada del blanco y familiar pomeranio, salió de la casa. Gurov estuvo a punto de llamar al perro, pero empezó a latirle violentamente el corazón, y en su excitación no pudo recordar el nombre.
Siguió paseándose y midiendo la empalizada gris una y otra vez, y entonces le dio por pensar que Ana Sergeyevna lo había olvidado y se estaba a aquellas horas divirtiendo con otro, lo cual, al fin y al cabo, era natural en una mujer joven, que no tenía otra cosa que mirar desde por la mañana hasta la noche más que aquella condenada valla. Se volvió a su cuarto del hotel y estuvo largo rato sentado en el sofá sin saber qué hacer; luego comió y durmió bastante tiempo.
-¡Qué estúpido! -exclamó al despertarse y mirar por la ventana-. Sin venir a qué, me he quedado dormido y ahora ya es de noche; ¿qué hago?
Se sentó en la cama, que estaba cubierta por una colcha gris como las de los hospitales, y empezó a burlarse de sí mismo; sentía un fastidio terrible.
-¡Al diablo la señora del perro y la dichosa aventura! En buen lío te has metido, Gurov...
Aquella mañana le había llamado la atención un cartel con letras muy grandes. La Geisha iba a ser representada por primera vez. Al recordar esto, se vistió y se marchó al teatro.
-Es posible que ella vaya a la primera representación -pensó.
El teatro estaba lleno. Como en todos los de provincia, había una atmósfera muy pesada, una especie de niebla que flotaba sobre las luces; por las galerías se oía el rumor de la gente; en la primera fila, los pollos elegantes de la localidad estaban de pie mirando a la gente, antes de levantarse el telón. En el palco del gobernador, su hija, adornada con una boa, ocupaba el primer sitio, mientras que él, oculto modestamente detrás de la cortina, sólo dejaba visible las manos. La orquesta empezó a afinar los instrumentos; el telón se levantó.
Seguía entrando gente que iba a ocupar sus sitios, y Gurov los miraba uno a uno con ansia.
Ana Sergeyevna llegó también. Se sentó en la tercera fila y Gurov sintió que su corazón se contraía al mirarla; comprendió entonces claramente que para él no había en todo el mundo ninguna criatura tan querida como aquélla; aquella mujercita sin atractivos de ninguna clase, perdida en la sociedad de provincia, con sus vulgares impertinentes, llenaba toda su vida; era su pena y su alegría, la única felicidad que ambicionaba, y al oír la música de la orquesta y el sonido de los pobres violines provincianos, pensó cuán encantadora era. Pensó, y soñó...
Un hombre joven, con patillas, alto y encorvado, llegó con Ana Sergeyevna y se sentó a su lado; inclinaba la cabeza a cada paso y parecía estar continuamente haciendo reverencias. Debía ser sin duda el esposo, que una vez en Yalta, en una exclamación de amargura llamó ella lacayo; sonreía almibaradamente y en el ojal de la chaqueta llevaba una insignia o distinción que recordaba el número de un criado.
En el primer descanso el marido se salió fuera a fumar y Ana Sergeyevna se quedó sola en su butaca. Gurov se acercó a ella y con voz temblorosa y una sonrisa forzada le dijo:
-Buenas noches.
Al volver la cabeza y encontrarse con él, Ana Sergeyevna se puso intensamente pálida, lo miró otra vez, horrorizada casi, y estrujó el abanico y los impertinentes entre las manos como luchando para no desmayarse. Los dos guardaban silencio. Ella seguía sentada, él de pie, asustado por la confusión que su presencia le produjo, y no atreviéndose a sentarse a su lado.
Los violines y la flauta empezaron a sonar, y de repente Gurov sintió como si de todos los palcos los estuvieran mirando. Ana Sergeyevna se levantó, marchando rápida hacia la puerta; siguió él, y ambos empezaron a andar sin saber adónde iban, a través de pasillos, bajando y subiendo escaleras, viendo desfilar ante sus ojos uniformes escolares, civiles, militares, todos con insignias. Al pasar, veían señoras, abrigos de piel colgados en las perchas, y el aire les traía olor a tabaco viejo. Y Gurov, cuyo corazón latía con violencia, pensó:
«¡Cielos! ¿Para qué habrá aquí esta gente y esa orquesta?»
Y recordó en aquel instante cuando, después de marcharse Ana Sergeyevna de Yalta, creyó él que todo había terminado y que no volverían a encontrarse más. Pero ¡cuán lejos estaban del final!
Al pie de una escalera estrecha y sombría, sobre la que se leía: «Paso al anfiteatro», se pararon.
-¡Cómo me has asustado! -exclamó ella sin respiración casi, todavía pálida y como agobiada-. ¡Oh, cómo me has asustado! Estoy medio muerta. ¿Por qué has venido? ¿Por qué?...
-Pero escúchame, Ana, escúchame... -repetía Gurov rápidamente y en voz baja-. Te suplico que me escuches...
Ella lo miraba con temor mezclado de amor y de súplica; lo miraba intensamente como si quisiera grabar sus facciones más profundamente en su memoria.
-¡Soy tan desgraciada! -siguió diciendo sin escucharle-. No he hecho más que pensar en ti todo el tiempo; no vivo más que para eso. Y, sin embargo, necesitaba olvidar, olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!, ¿por qué has venido?...
En el piso de arriba dos colegiales fumaban mirando hacia abajo, pero a Gurov no le importaba nada; atrayendo hacia sí a Ana Sergeyevna empezó a besarle la cara, las mejillas y las manos.
-¡Qué estás haciendo, qué estás haciendo! -gritaba ella con horror apartándolo de sí-. Estamos locos. Vete; vete ahora mismo... Te lo pido por lo que más quieras... Te lo suplico... ¡Que viene gente!
Alguien subía por las escaleras.
-Es preciso que te vayas -siguió diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un susurro-. ¿Oyes, Dmitri Dmitrich? Iré a verte a Moscú. Nunca he sido feliz; ahora lo soy menos todavía, ¡y nunca, nunca seré dichosa!... No me hagas sufrir más. Te juro que iré a Moscú. Pero ahora separémonos, mi amado Gurov, no hay más remedio.
Estrechó su mano y empezó a bajar las escaleras muy de prisa volviendo atrás la cabeza; y en sus ojos pudo ver él que realmente era desgraciada. Gurov esperó un poco más, escuchó hasta que dejó de oírse el rumor de sus pasos, y entonces fue a buscar su abrigo v se marchó del teatro.
 
CUATRO
Y Ana Sergeyevna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada dos o tres meses abandonaba S. diciendo a su esposo que iba a consultar a un doctor acerca de un mal interno que sentía. Y el marido le creía y no le creía. En Moscú paraba en el hotel del Bazar Eslavo, y desde allí enviaba a Gurov un mensajero con una gorra encarnada. Gurov la visitaba y nadie en Moscú lo sabía.
Una mañana de invierno se dirigía hacia el hotel a verla (el mensajero llegó la noche anterior). Iba con él su hija, a quien acompañaba al colegio. La nieve caía en grandes copos blancos.
-Hay tres grados sobre cero y, sin embargo, nieva -dijo Gurov a su hija-. Sólo hay deshielo en la superficie de la tierra; a mucha más altura de la atmósfera la temperatura es distinta completamente.
-¿Y por qué no hay tormentas en invierno, papá?
Y le explicó esto también.
Hablaba pensando que iba a verla a «ella», que nadie lo sabía y probablemente no se enterarían nunca. Tenía dos vidas: una franca, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de franqueza relativa y relativa falsedad, una vida igual a la que llevaban sus amigos y conocidos; y otra que se deslizaba en secreto. Y a través de circunstancias extrañas, quizá accidentales, resultaba que cuanto había en él de verdadero valor, de sinceridad, todo lo que formaba el fondo de su corazón estaba oculto a los ojos de los demás; en cambio, cuanto había en él de falso, el estuche en que solía esconderse para ocultar la verdad -como, por ejemplo, su trabajo en el banco, sus discusiones en el club, aquello de la «raza inferior», su asistencia acompañado de su mujer a aniversarios y fiestas-, todo eso lo hacía delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a los otros por sí mismo, no creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada hombre vive su verdadera vida en secreto, bajo el manto de la noche. La personalidad queda siempre ignorada, oculta, y tal vez por esta razón el hombre civilizado tiene siempre interés en que sea respetada.
Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo el abrigo de pieles, subió las escaleras y llamó a la puerta. Ana Sergeyevna, vestida con su traje gris favorito, exhausta por el viaje y la espera, lo aguardaba desde la noche anterior. Estaba pálida; lo miró sin sonreír, y apenas había entrado se arrojó en sus brazos. Fue su beso lento, prolongado, como si hiciera años que no se veían.
-Y bien, ¿qué tal lo vas pasando allí? -preguntó Gurov-. ¿Qué noticias traes?
-Espera; ahora te contaré..., no puedo hablar.
Y no podía; estaba llorando. Se volvió de espaldas a él llevándose el pañuelo a los ojos.
«La dejaremos llorar. Me sentaré y esperaré», pensó Dmitri; y se sentó en una butaca.
Mientras tanto, llamó al timbre y pidió que le trajeran té. Ana Sergeyevna seguía de espaldas a él mirando por la ventana. Lloraba de emoción, al darse cuenta de lo triste y dura que era la vida para ambos; sólo podían verse en secreto, ocultándose de todo el mundo, como ladrones. Sus vidas estaban destrozadas.
-¡Ven, cállate! -dijo Gurov.
Para él era evidente que aquel amor tardaría mucho en acabarse; que no podía encontrarle fin. Ana Sergeyevna cada vez lo quería más. Lo adoraba y no había que pensar en decirle que aquello se acabaría alguna vez; por otra parte, no lo hubiera creído.
Se levantó a consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros y en aquel momento se vio en el espejo.
Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le pareció raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los últimos años. Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida y calor, temblaban.
Sintió compasión por aquella vida todavía tan joven, tan encantadora, pero probablemente no lejos de marchitarse como la suya. ¿Por qué lo amaba ella tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de como era en realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin embargo, ninguna fue feliz con él. El tiempo pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor.
Y he aquí que ahora, cuando su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por primera vez en su vida.
Ana Sergeyevna y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer, como tiernos amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué ella tenía un esposo y él una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a vivir en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué avergonzarse en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.
Otras veces, en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo con razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía profunda compasión, necesidad de ser sincero y tierno...
-No llores, querida -le dijo-. Ya has llorado bastante, vamos... Ven y hablaremos un poco, arreglaremos algún plan.
Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel intolerable cautiverio?...
-¿Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba Gurov con la cabeza entre las manos-. ¿Cómo?...
Y parecía como si dentro de pocos momentos todo fuera a solucionarse y una nueva y espléndida vida empezara para ellos; y ambos veían claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la parte más complicada y difícil no había hecho más que empezar.