viernes, 8 de junio de 2012


El dragón


Ray Bradbury

La noche soplaba en el pasto escaso del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.
Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.
-¡No, idiota, nos delatarás!
-¡Qué importa! -dijo el otro hombre-. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.
-Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos . . .
-¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!
-¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo vecino.
-¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!
-¡Espera, escucha!
Los dos hombres se quedaron quietos.
Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos, suavemente, suavemente.
-Ah . . . -El segundo hombre suspiró-. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Este dragón dicen que tiene ojos de fuego, y un aliento de gas blanquecino; se lo ve arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas, aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?
-¡Suficiente te digo!
-¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en qué año estamos.
-Novecientos años después de Navidad.
-No, no -murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados-. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Qué Dios nos ampare!
-¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!
-¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos ataviados.
Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.
En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde: el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.
-Mira . . . -murmuró el primer hombre-. Oh, mira, allá . . .
A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido, el dragón.
Los hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos, en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta, y el dragón, rugiendo, se acercó, y se acercó todavía más. La deslumbrante mirada amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro, y en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en un valle.
-¡Pronto!
Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.
-¡Por aquí pasa!
Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los caballeros.
-¡Señor!
-Sí, invoquemos su nombre.
En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso, y un ímpetu demoledor, y la bestia prosiguió su carrera.
-¡Dios misericordioso!
La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado, y el hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó, y el hombro negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.
-¿Viste? -gritó una voz-. ¿No te lo había dicho?
-¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!
-¿Vas a detenerte?
-Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé qué siento.
-Pero atropellamos algo.
-El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió.
Una ráfaga de humo dividió la niebla.
-Llegaremos a Stokely a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?
Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el Norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.
Remedio para melancólicos


Ray Bradbury


-Busquen ustedes unas sanguijuelas, sángrenla -dijo el doctor Gimp.
-Si ya no le queda sangre -se quejó la señora Wilkes-. Oh, doctor ¿qué mal aqueja a nuestra Camila?
-Camila no se siente bien.
-¿Sí, sí?
El buen doctor funció el ceño.
-Camila está decaída.
-¿Qué más, qué más?
-Camila es la llama trémula de una bujía, y no me equivoco.
-Ah, doctor Gimp -protestó el señor Wilkes-. Se despide diciendo lo que dijimos nosotros cuando usted llegó.
-¡No, más, más! Denle estas píldoras al alba, al mediodía y a la puesta de sol. ¡Un remedio soberano!
-Condenación. Camila está harta de remedios soberanos.
-Vamos, vamos. Un chelín y me vuelvo escaleras abajo.
-¡Baje pues, y haga subir al demonio!
El señor Wilkes puso una moneda en la mano del buen doctor.
El médico, jadeando, aspirando rapé, estornudando, se lanzó a las bulliciosas calles de Londres, en una húmeda mañana de la primavera de 1762.
El señor y la señora Wilkes se volvieron hacia el lecho donde yacía la dulce Camila, pálida, delgada, sí, pero no por eso menos hermosa, de inmensos y húmedos ojos lilas, la cabellera un río de oro sobre la almohada.
-Oh -Camila sollozaba casi-. ¿Qué será de mí? Desde que llegó la primavera, tres semanas atrás, soy un fantasma en el espejo: me doy miedo. Pensar que moriré sin haber cumplido veinte años.
-Niña -dijo la madre-, ¿qué te duele?
-Los brazos, las piernas, el pecho, la cabeza. Cuántos doctores, ¿seis? Todos me dieron vuelta como una chuleta en un asador. Basta ya. Por Dios, déjenme morir intacta.
-Qué mal terrible, qué mal misterioso -dijo la madre-. Oh, señor Wilkes, hagamos algo.
-¿Qué? -preguntó el señor Wilkes, enojado-. ¿Olvídate del médico, el boticario, el cura, ¡y amén! Me han vaciado el bosillo. Qué quieres, ¿qué corra a la calle y traiga al barrendero?
-Sí -dijo una voz.
Los tres se volvieron, asombrados.
-¡Cómo!
Se habían olvidado totalmente de Jaime, el hermano menor de Camila. Asomado a una ventana distante, se escarbaba los dientes, y contemplaba la llovizna y el bullicio de la ciudad.
-Hace cuatrocientos años -dijo Jaime con calma- se ensayó, y con éxito. No llamemos al barrendero, no, no. Alcen a Camila, con cama y todo, llévenla abajo y déjenla en la calle, junto a la puerta.
-¿Por qué? ¿Para qué?
-En una hora desfilan mil personas por la puerta -los ojos le brincaban a Jaime mientras contaba-. En un día, pasan veinte mil personas a la carrera, cojeando o cabalgando. Todos verán a mi hermana enferma, todos le contarán los dientes, le tirarán de las orejas, y todos, todos, sí, ofrecerán un remedio soberano. Y uno de esos remedios puede ser el que ella necesita.
-Ah -dijo el señor Wilkes, perplejo.
-Padre -dijo Jaime sin aliento-. ¿Conociste alguna vez a una hombre que no creyera ser el autor de la Materia Médica? Este ungüento verde para el ardor de garganta, aquella cataplasma de grasa de buey para la gangrena o la hinchazón. Pues bien, ¡hay diez mil boticarios que se nos escapan, toda una sabiduría que se nos pierde!
-Jaime, hijo, eres increíble.
-¡Cállate! -dijo la señora Wilkes-. Ninguna hija mía será puesta en exhibición en esta ni en ninguna calle…
-¡Vamos, mujer! -dijo el señor Wilkes-. Camila se derrite como un copo de nieve y dudas en sacarla de este cuarto caldeado. Jaime, ¡levanta la cama!
La señora Wilkes se volvió hacia su hija.
-¿Camila?
-Me da lo mismo morir en la intemperie -dijo Camila- donde la brisa fresca me acariciará los bucles cuando yo…
-¡Tonterías! -dijo el padre-. No te morirás. Jaime, ¡arriba! ¡Ajá! ¡Eso es! ¡Quítate del paso, mujer! Arriba, hijo, ¡más alto!
-Oh -exclamó débilmente Camila-. Estoy volando, volando…
De pronto, un cielo azul se abrió sobre Londres. La población, sorprendida, se precipitó a la calle, deseosa de ver, hacer, comprar alguna cosa. Los ciegos cantaban, los perros bailoteaban, los payasos cabriolaban, los niños dibujaban rayuelas y se arrojaban pelotas como si fuera un tiempo de carnaval.
En medio de todo este bullicio, tambaleándose, con las caras encendidas, Jaime y el señor Wilkes transportaban a Camila, que navegaba como una papisa allá arriba, en la cama-berlina, con los ojos cerrados, orando.
-¡Cuidado! -gritó la señora Wilkes-. ¡Ah, está muerta! No. Allí. Bájenla suavemente…
Por fin la cama quedó apoyada contra el frente de la casa, de modo que el río de humanidad que pasaba por allí pudiese ver a Camila, una muñeca Bartolemy grande y pálida, puesta al sol como un trofeo.
-Trae pluma, tinta y papel, muchacho -dijo el padre-. Tomaré nota de los síntomas y de los remedios. Los estudiaremos a la noche. Ahora…
Pero ya un hombre entre la multitud contemplaba a Camila con mirada penetrante.
-¡Está enferma! -dijo.
-Ah -dijo el señor Wilkes, alegremente-. Ya empieza. La pluma, hijo. Listo. ¡Adelante, señor!
-No se siente bien -el hombre frunció el ceño-. Está decaída…
-No se siente bien… Está decaída… -escribió el señor Wilkes, y de pronto se detuvo-. ¿Señor? -Lo miró con desconfianza.- ¿Es usted médico?
-Sí, señor.
-¡Me pareció haber oído esas palabras! Jaime, toma mi bastón, ¡échalo de aquí! ¡Fuera, señor, fuera!
Ya el hombre se alejaba blasfemando, terriblemente exasperado.
-No se siente bien, y está decaída… ¡bah! -imitó el señor Wilkes, y se detuvo. Pues ahora una mujer alta y delgada como un espectro recién salido de la tumba, señalaba con un dedo a Camila Wilkes.
-Vapores -entonó.
-Vapores -escribió el señor Wilkes, satisfecho.
-Fluido pulmonar -canturreó la mujer.
-¡Fluido pulmonar! -escribió el señor Wilkes, radiante-. Bueno, esto está mejor.
-Necesita un remedio para la melancolía -dijo la mujer débilmente-. ¡Hay en esta casa tierra de momias para hacer una pócima? Las mejores momias son las egipcias, árabes, hirasfatas, libias, todas muy útiles para los trastornos magnéticos. Pregunten por mí, la Gitana, en Flodden Road. Vendo piedra perejil, incienso macho…
-Flodden Road, piedra perejil… ¡más despacio, mujer!
-Opobálsamo, valeriana póntica…
-¡Aguarda, mujer! ¡Opobálsamo, sí! ¡Que no se vaya, Jaime!
Pero la mujer se escabulló, nombrando medicamentos.
Un muchacha de no más de diecisiete años, se acercó y observó a Camila Wilkes.
-Está…
-¡Un momento! -el señor Wilkes escribía febrilmente-. Trastornos magnéticos, valeriana póntica.
-¡Diantre! Bueno, niña, ya. ¿Qué ves en el rostro de mi hija? La miras fijamente, respiras apenas. ¿Bueno?
-Está… -la extraña joven escudriñó profundamente los ojos de Camila y balbuceó-. Sufre de… de…
-¡Dilo de una vez!
-Sufre de… de… ¡oh!
Y la joven, con una última mirada de honda simpatía, se perdió en la multitud.
-¡Niña tonta!
-No, papá -murmuró Camila, con los ojos muy abiertos-. Nada tonta. Veía. Sabía. Oh, Jaime, corre a buscarla, ¡dile que te explique!
-¡No, no ofreció nada! En cambio la gitana, ¡mira su lita!
-Ya sé, papá.
Camila, más pálida que nunca, cerró los ojos.
Alguien carraspeó.
Un carnicero, de delantal ensangrentado como un campo de batalla, se atusaba el mostacho fiero.
-He visto vacas con esa mirada -dijo-. Las curé con aguardiente y tres huevos frescos. En invierno yo mismo me curo con este elixir…
-¡Mi hija no es una vaca, señor! -el señor Wilkes dejó caer la pluma-. ¡Tampoco es carnicero, y estamos en primavera! ¡Apártese, señor! ¡Hay gente que espera!
Y en verdad, ahora una inmensa multitud, atraída por los otros, clamaba queriendo aconsejar una pócima favorita, o recomendar un sitio campestre donde llovía menos y había más sol que en toda Inglaterra o en el Sur de Francia. Ancianos y ancianas, doctos como todos los viejos, se atropellaban unos a otros en una confusión de bastones, en falanges de muletas y de báculos.
-¡Atrás! ¡Atrás! -gritó, alarmada, la señora Wilkes-. ¡Aplastarán a mi hija como una cereza tierna!
-¡Fuera de aquí!
Jaime tomó los báculos y muletas y los lanzó por encima de la multitud, que se alejó en busca de los miembros perdidos.
-Padre, me desmayo, me desmayo -musitó Camila.
-¡Padre! -exclamó Jaime-. Sólo hay un medio de impedir este tumulto. ¡Cobrarles! ¡Que paguen por opinar sobre esta dolencia!
-Jaime, ¡tú sí que eres mi hijo! Pronto, muchacho, ¡pinta un letrero! ¡Escuchen, señoras y señores! ¡Dos peniques! ¡A la cola, por favor, formen fila! Dos peniques por cada consejo. Muestren el dinero, ¡así! Eso es. Usted, señor. Usted, señora. Y usted, señor. ¡Y ahora la pluma! ¡Comencemos!
El gentío bullía como un mar encrespado.
Camila abrió un ojo y volvió a desmayarse.
Crepúsculo, las calles casi desiertas, sólo algunos vagabundos. Se oyó un tintineo familiar y los párpados de Camila temblaron como alas de mariposa.
-¡Trescientos noventa y nueve, cuatrocientos peniques!
El señor Wilkes echó en la alforja la última moneda de plata.
-¡Listo!
-Tendré un coche fúnebre hermoso y negro -dijo la joven pálida.
-¡Cállate! ¿Quién pudo imaginar, oh familia mía, que tanta gente, doscientos, pagaría por darnos su opinión?
-Sí -dijo la señora Wilkes-. Esposas, maridos, hijos, todos hacen oídos sordos, nadie escucha a nadie. Por eso pagan de buen grado a quien los escucha. Pobrecitos, todos creyeron hoy que ellos y sólo ellos conocía la angina, la hidropesía, el muermo, sabían distinguir la baba de la urticaria. Y así hoy somos ricos, y doscientas personas se sienten felices, luego de haber descargado frente a nuestra puerta toda su ciencia médica.
-Cielos, costó trabajo alejarlos. Al fin se fueron, mordisqueando como cachorros.
-Lee la lista, padre -dijo Jaime-. De las doscientas medicinas, ¿cuál será la verdadera?
-No importa -murmuró Camila, suspirando-. Oscurece ya, y esos nombres me revuelven el estómago. Quisiera ir arriba.
-Sí, querida. ¡Jaime, ayúdame!
-Por favor -dijo una voz.
Los hombres que ya se encorvaban, se irguieron para mirar.
El que había hablado era un barrendero de apariencia y estatura ordinarias, de cara de hollín, y en medio de la cara dos ojos azules y traslúcidos y la hendidura blanca de una sonrisa de marfil. De las mangas, de los pantalones, cada vez que se movía, o hablaba con voz serena, o gesticulaba, brotaba una nube de polvo.
-No pude llegar antes a causa del gentío -dijo el hombre, que tenía en las manos una gorra sucia-. Iba ya para casa y decidí venir. ¿He de pagar?
-No, barrendero, no es necesario -dijo Camila.
-Espera… -protestó el señor Wilkes.
Pero Camila lo miró dulcemente y el señor Wilkes calló.
-Gracias, señora. -La sonrisa del barrendero resplandeció como un rayo de sol en el crepúsculo-. Tengo un solo consejo.
Miraba a Camila. Camila lo miraba.
-¿No es hoy la noche de san Bosco, señor, señora?
-¿Quién lo sabe? ¡Yo no, señor! -dijo el señor Wilkes.
-Yo creo que es la noche de san Bosco, señor. Y además, es noche de plenilunio. Pues bien -prosiguió el barrendero humildemente, sin poder apartar la mirada de la hermosa joven enferma-, tienen que dejar a la hija de ustedes a la luz de esta luna creciente.
-¡A la intemperie y a la luz de la luna! -exclamó la señora Wilkes.
-¡No vuelve lunáticos a los hombres? -preguntó Jaime.
-Perdón, señor -el barrendero hizo una reverencia-. Pero la luna llena cura a todos los animales enfermos, ya sean humanos o simples bestias del campo. El plenilunio es un color sereno, una caricia reposada, y modela delicadamente el espíritu, y también el cuerpo.
-Pero, ¿y si llueve? -dijo la madre, inquieta.
-Lo juro -prosiguió rápidamente el barrendero-. Mi hermana padecía de esta misma desmayada palidez. Una noche de primavera la dejamos como una maceta de lirios, a la luz de la luna. Ahora vive en Sussex, verdadero espejo de la salud recobrada.
-¡Salud recobrada! ¡Plenilunio! Y no nos costará un solo penique de los cuatrocientos que nos dieron hoy, madre, Jaime, Camila.
-¡No! -dijo la señora Wilkes-. No lo permitiré.
-Madre -dijo Camila, mirando ansiosamente al barrendero.
El barrendero de cara tiznada contemplaba a Camila, y su sonrisa era como una cimitarra en la oscuridad.
-Madre -dijo Camila-. Es un presentimiento. La luna me curará, sí, sí.
La madre suspiró.
-Éste no es mi día, ni mi noche. Déjame besarte por última vez, entonces. Así.
Y la madre entró en la casa.
El barrendero se alejaba ahora, haciendo corteses reverencias.
-Toda la noche, entonces, recuérdenlo, a la luz de la luna, y que nadie las moleste hasta el alba. Que duerma usted bien, señorita. Sueñe, y sueñe lo mejor. Buenas noches.
El hollín se desvaneció en el hollín; el hombre desapareció.
El señor Wilkes y Jaime besaron la frente de Camila.
-Padre, Jaime -dijo la joven-. No hay por qué preocuparse.
Camila quedó sola, mirando fijamente a lo lejos.
Allá, en la oscuridad, parecía que una sonrisa titilaba, se apagaba, y se encendía otra vez, y luego se perdía en una esquina.
Camila aguardó a que saliera la luna.
La noche en Londres, voces soñolientas en las tabernas, portazos, despedidas de borrachos, tañidos de relojes. Camila vio una gata que se deslizaba como una mujer envuelta en pieles; vio una mujer que se deslizaba como una gata, sabias las dos, silenciosas, egipcias, oliendo a especias. Cada cuarto de hora llegaba desde la casa una voz:
-¿Estás bien, hija?
-Sí, padre.
-¿Camila?
-Madre, Jaime, estoy muy bien.
Y al fin:
-Buenas noches.
-Buenas noches.
Se apagaron las últimas luces. La ciudad dormía. La luna se asomó.
Y a medida que la luna subía, los ojos de Camila se agrandaba y miraban las alamedas, los patios, las calles, hasta que por fin, a media noche, la luna iluminó a Camila, y la muchacha fue como una figura de mármol sobre una tumba antigua.
Un movimiento en la oscuridad.
Camila aguzó el oído.
Una suave melodía brotaba del aire.
Un hombre esperaba en la calle sombría.
Camila contuvo el aliento.
El hombre avanzó hacia la luz de la luna, tañendo suavemente un laúd. Era un hombre bien vestido, de rostro hermoso, y, al menos ahora, solemne.
-Un trovador -dijo en voz alta Camila.
El hombre, con un dedo sobre los labios, se acercó silenciosamente, y se detuvo pronto junto al lecho.
-¿Qué hace aquí, señor, a estas horas? -preguntó la joven. No sabía por qué, pero no tenía miedo.
-Un amigo me envió a ayudarte.
El hombre rozó las cuerdas del laúd, que canturrearon dulcemente. Era hermoso, en verdad, envuelto en aquella luz de plata.
-Eso no puede ser -dijo Camila-. Me dijeron que la luna me curaría.
-Y lo hará, doncella.
-¿Qué canciones canta usted?
-Canciones de noches de primavera, de dolores y males sin nombre. ¿Quieres que nombre tu mal, doncella?
-Si lo sabe…
-Ante todo, los síntomas: fiebres violentas, fríos súbitos, pulso rápido y luego lento, arranques de cólera, luego una calma dulcísima, accesos de ebriedad luego de beber agua de pozo, vértigos cuando te tocan así, nada más…
El hombre rozó la muñeca de Camila, que cayó en un delicioso abandono.
-Depresiones, arrebatos -prosiguió el hombre-. Sueños…
-¡Basta! -exclamó Camila, fascinada-. Me conoce usted al dedillo. Nombre mi mal, ¡ahora!
-Lo haré -el hombre apoyó los labios en la palma de la mano de Camila, y la joven se estremeció violentamente-. Tu mal se llama Camila Wilkes.
-Qué extraño -Camila tembló, y en los ojos le brilló un fuego de lilas-. ¿De modo que soy mi propia dolencia? ¡Qué daño me hago! Ahora mismo, sienta mi corazón.
-Lo siento, sí.
-Los brazos, las piernas, arden con el calor del verano.
-Sí. Me queman los dedos.
-Y ahora, el viento nocturno, mire cómo tiemblo, ¡de frío! Me muero, me muero, ¡lo juro!
-No dejaré que te mueras -dijo el hombre en voz baja.
-¿Es usted doctor, entonces?
-No, soy sólo tu médico, tu médico vulgar y común, como esa otra persona que hoy adivinó tu mal.
La muchacha que iba a nombrarlo y se perdió en la multitud.
-Sí. Vi en sus ojos que ella sabía. Pero ahora me castañetean los dientes. Y no tengo manta con qué cubrirme.
-Déjame sitio, por favor. Así. Así. Veamos: dos brazos, dos piernas, cabeza y cuerpo. ¡Estoy todo aquí!
-Pero, señor…
-Para sacarte el frío de la noche, claro está.
-Oh, ¡si es como un hogar! Pero señor, señor, ¿no lo conozco? ¿Cómo se llama usted?
La cabeza del hombre se alzó rápidamente y echó una sombra sobre la cabeza de la joven. En el rostro del hombre resplandecían los ojos azules y cristalinos y la hendidura de marfil de la sonrisa.
-Bueno, Bosco, por supuesto -dijo.
-¡No es ése el nombre de un santo?
-Dentro de una hora me llamarás así, sin duda -acercó la cabeza. Y entonces, en el hollín de la sombra, Camila, llorando de alegría, reconoció al barrendero.
-Oh, ¡el mundo da vueltas! ¡Me siento morir! ¡El remedio, dulce doctor, o todo se habrá perdido!
-El remedio -dijo el hombre-. Y el remedio es este…
En alguna parte, los gallos cantaban. Un zapato, lanzado desde una ventana, pasó por encima de ellos y golpeó una cerca. Después todo fue silencio, y luna…
-Chist…
El alba. El señor y la señora Wilkes bajaron en puntillas las escalera y espiaron la calle.
-Muerta de frío, después de una noche terrible, ¡estoy segura!
-¡No, mujer, mira! ¡Vive! Tiene rosas en las mejillas. No, más que rosas. Duraznos, ¡cerezas! Mírala cómo resplandece, ¡toda blanca y rosada! Nuestra dulce Camila, viva y hermosa, sana una vez más.
Padre y madre se inclinaron junto al lecho de la joven dormida.
-Sonríe, está soñando. ¿Qué dice?
-El remedio -suspiró la joven-, el remedio soberano.
-¿Cómo, cómo?
La joven volvió a sonreír, en sueños, con una blanca sonrisa.
-Un remedio -murmuró-, ¡un remedio para la melancolía!
Camila abrió los ojos.
-Oh, ¡madre! ¡Padre!
-¡Hija! ¡Niña! ¡Ven arriba!
-No -Camila les tomó las manos, tiernamente-. ¿Madre? ¿Padre?
-¿Sí?
-Nadie nos verá. El sol asoma apenas. Por favor, bailemos juntos.
Resistiéndose, celebrando no sabían qué, los padres bailaron.

sábado, 5 de mayo de 2012




Ernesto Cardenal



 

 

 

 

Como latas de cerveza vacías


Como latas de cerveza vacías y colillas
de cigarrillos apagados, han sido mis días.
Como figuras que pasan por una pantalla de televisión
y desaparecen, así ha pasado mi vida.
Como los automóviles que pasaban rápidos por las carreteras
con risas de muchachas y música de radios...
Y la belleza pasó rápida, como el modelo de los autos
y las canciones de los radios que pasaron de moda.
Y no ha quedado nada de aquellos días, nada
más que latas vacías y colillas apagadas,
risas en fotos marchitas, boletos rotos,
y el aserrín con que al amanecer barrieron los bares
.

Oración por Marilyn Monroe




Señor

recibe a esta muchacha conocida en toda la tierra con el nombre de

        Marilyn Monroe

aunque ése no era su verdadero nombre

(pero Tú conoces su verdadero nombre, el de la huerfanita violada a

        los  9 años

y la empleadita de tienda que a los 16 se había querido matar)

y que ahora se presenta ante Ti sin ningún maquillaje

sin su Agente de Prensa

sin fotógrafos y sin firmar autógrafos

sola como un astronauta frente a la noche espacial.



Ella soñó cuando niña que estaba desnuda en una iglesia

        (según cuenta el Time)

ante una multitud postrada, con las cabezas en el suelo

y tenía que caminar en puntillas para no pisar las cabezas.

Tú conoces nuestros sueños mejor que los psiquiatras.

Iglesia, casa, cueva, son la seguridad del seno materno

pero también algo más que eso...

Las cabezas son los admiradores, es claro

        (la masa de cabezas en la oscuridad bajo el chorro de luz).

Pero el templo no son los estudios de la 20th Century-Fox.

El templo -de mármol y oro- es el templo de su cuerpo

en el que está el Hijo del hombre con un látigo en la mano

expulsando a los mercaderes de la 20th Century-Fox

que hicieron de Tu casa de oración una cueva de ladrones.





Señor

en este mundo contaminado de pecados y radioactividad

Tú no culparás tan sólo a una empleadita de tienda.

Que como toda empleadita de tienda soñó ser estrella de cine.

Y su sueño de realidad (pero como la realidad del tecnicolor).

Ella no hizo sino actuar según el script que le dimos

-El de nuestras vidas- Y era el script absurdo.

Perdónala Señor y perdónanos a nosotros

por nuestra 20th Century

por esta Colosal Super-Producción en la que todos hemos trabajado.



Ella tenía hambre de amor y le ofrecimos tranquilizantes

para la tristeza de no ser santos

        se le recomendó el Psicoanálisis.

Recuerda Señor su creciente pavor a la cámara

y el odio al maquillaje -insistiendo en maquillarse en cada escena-

y cómo se fue haciendo mayor el horror

y mayor la impuntualidad a los estudios.

Como toda empleadita de tienda

soñó ser estrella de cine.

Y su vida fue irreal como un sueño que un psiquiatra interpreta y archiva.



Sus romances fueron un beso con los ojos cerrados

que cuando se abrieron los ojos

se descubre que fue bajo reflectores y apagan los reflectores!

y desmontan las dos paredes del aposento (era un ser cinematográfico)

mientras el Director se aleja con su libreta porque la escena ya fue tomada.

O como un viaje en yate, un beso en Singapur, un baile en Río

la recepción en la mansión del Duque y la Duquesa de Windsor

        vistos en la salida del apartamento miserable.



La película terminó sin el beso final.

La hallaron muerta en su cama con la mano en el teléfono.

Y los detectives no supieron a quién iba a llamar.

Fue

como alguien que ha marcado el número de la única voz amiga

y oye tan sólo la voz de un disco que le diche: Wrong Number

O como alguien que herido por los gangsters

alarga la mano a un teléfono desconectado.



Señor

quienquiera que haya sido el que ella iba a llamar

y no llamó (y tal vez no era nadie

o era Alguien cuyo número no está en el Directorio de Los Angeles)

                               contesta Tú el teléfono!



Ernesto Cardenal