sábado, 31 de marzo de 2012


Juan Rulfo



Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquel que dirigía las pastorelas y que murió recitando el «rezonga ángel maldito» cuando la época de la influencia. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos el Abuelo por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba su ataque de hipo, que parecía como si se estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban afuera y le daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Ésa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.

Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían de recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre músicas y coros de monaguillos que cantaban «hosannas» y «glorias» y la canción esa de «ahí te mando, Señor, otro angelito». De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.

La debes haber conocido, pues era re alegadora y cada rato andaba en pleito con las marchantas en la plaza del mercado porque le querían dar muy caro los jitomates, pegaba de gritos y decía que la estaban robando. Después, ya de pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña «para que se les endulzara la boca a sus hijos». Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella.

Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en la bolsa: canicas ágatas, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy lejos. Nos traficaba a todos, acuérdate.

Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió menso a los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para mantenerse, tuvo que poner un puesto de tepache en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas desafinadas en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.

Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebemos el tepache que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos, porque todos, al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.

Quizá entonces se volvió malo, o quizá ya era de nacimiento.

Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre la risión de todos, pasándolo por en medio de una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándonos a todos con la mano y como diciendo: «Ya me las pagarán caro.»

Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote.

Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.

Dicen que su tío Fidencio, el del trapiche, le arrimó una paliza que por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.

Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta por aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en una banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él hacía el desentendido como si no conociera a la gente.

Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando todavía estaban tocando las campanas el toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos, y la gente que estaba en la iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser, sin oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín, donde se estuvo tendido.

Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.

Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.

Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.






La Tristeza


Antón Chéjov

La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Se diría que ni un alud de nieve que le cayese encima le sacaría de su quietud.
Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Se halla sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
-¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
-¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
-¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
-¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!
Siguen oyéndose los insultos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confundido, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de despertar de un sueño profundo.
-¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice con tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.
El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
-¿Qué hay?
Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
-Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...
-¿De veras?... ¿Y de qué murió?
Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
-No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.
-¡A la derecha! -oye de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
-¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escuchale.
Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.
Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y jorobado.
-¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.
Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.
-¡Bueno, en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...
-¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...
-¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
-Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-.
Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.
-¡Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
-¡Palabra de honor!
-¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.
Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe agudamente.
-¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!
-¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el jorobado-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale firme al perezoso de tu caballo. ¡Qué diablo!
Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
-Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...
-¡Todos nos hemos de morir! -contesta el jorobado-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.
-Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.
-¿Oyes, viejo estas enfermo?-grita el deforme-. Te la vas a ganar si esto continúa.
Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
-¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
-Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.
-¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el jorobado, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
-¡Por fin, hemos llegado!
Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría el mundo entero.
Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.
-¿Qué hora es? -le pregunta, amable.
-Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.
Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.
Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.
-No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.
El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.
Yona se arrepiente de haber vuelto, tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.
En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.
-¿Quieres beber? -le pregunta Yona.
-Sí.
-Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!
Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho, caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.
Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea a una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar a alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndole! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
Yona decide ir a ver a su caballo.
Se viste y sale a la cuadra.
El caballo, inmóvil, come heno.
-¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho?
Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...
Tras una corta pausa, Yona continúa:
-Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera...
Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...
El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.
Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.
 

La intrusa



Por Jorge Luis Borges
(El informe de Brodie - 1970)


Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristian, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Moran. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas durmieron en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Mal quistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristian llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucia en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados, bastaba que alguien la mirara para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé que negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristian. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristian atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venia con el mate en la mano. Cristian le dijo a Eduardo: -Yo me voy a una farra en lo de Farias. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, úsala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer, Cristian se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban, razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristian solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, mas allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas , Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injirió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristian.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un dialogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenia, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serian las cinco de la mañana cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristian cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la maraña (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenia que hacer en la Capital. Cristian se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristian le dijo: -De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristian; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -Quién sabe que rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que había traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristian uncía los bueyes. Cristian le dijo: -Vení; tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargue, aprovechemos la fresca. El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche. Orillaron un pajonal; Cristian tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro: -A trabajar, hermano. Después nos ayudaran los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará mas perjuicios. Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vinculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.

sábado, 24 de marzo de 2012

Charla en Montevideo con
Armonía Somers

Entrevista de Carlos María Domínguez
8 de febrero de 1990, Cultura y Nación, Clarín

            El ángel está ubicado sobre el rincón izquierdo del cuarto, dentro de una de las ochavas que cortan el viento de la Plaza Independencia. Levanta la cabeza un metro del suelo y ella dice que ahora es un ángel conversacional, preferible al metafísico, que domina las alturas del ropero y amenaza vengar, con su caída, la estupidez humana.
            Es de un dorado opaco, enriquecido por la luz que los vitraux escurren durante horas inmensas dentro de las iglesias. Seduce su adolescencia, la línea estilizada de sus facciones, pero sus alas son turgentes y tienen la ubicación incierta del Moisés, esa admiración profana por el poder y la fuerza. Armonía Somers cuenta la odisea de su esposo, al llevarlo hasta el departamento, en medio de una manifestación fracturada por carros de policía que junto al ángel, quedó instalada en el tramo final de la novela Sólo los elefantes encuentran mandrágora. Es mi punto de contacto, el ícono desde el cual intento abordar a esta escritora uruguaya que habrá de encender la vanidad de cuantos predicadores suban a tarimas y escenarios una vez que se imponga el reconocimiento mayor de su obra.
            —“Mis libros están todos muertos. Quedaron acá, se empozaron”, dice con propiedad onettiana. Algunos de sus cuentos integran antologías inglesas, francesas, holandesas y alemanas, circulan por el mundo en la vulgar clandestinidad de las fotocopias. Editó Arca su obra en el Uruguay, y sólo el libro de la mandrágora, ha conocido una edición argentina y otra, muy reciente, en Barcelona.
            Maestra de escuela la mayor parte de su vida, cambió el apellido de su padre, Etchepare, por el de Somers, cuya raíz nombra al verano en inglés y alemán, para que sus alumnos no la reconocieran y no perdieran la libertad de escribir.
            —Ocurre que, desgraciadamente, soy una persona dividida en dos —justifica ahora, sin atreverse todavía a confiar en el futuro periodístico de sus afirmaciones—. La sentimental de todos los días, capaz de no publicar un cuento durante treinta años porque a una amiga le hacía mal, y la otra, la que aparece cuando me pongo a escribir. La feroz, el lobo estepario, como alguna vez dijo Ángel Rama. Y entonces… ¿Cómo luchar contra esa bilocación natural en mí? Encantada de haberme quedado en le dulce Armonía que recuerdan mis alumnos. Pero no me quedé, y un buen día salté el muro de Berlín.
Escribir cosas terribles
—Sus libros cargan con la ferocidad de las mujeres lastimadas —aproximo.

—¿Te parece que esa ferocidad es un rasgo de la feminidad?
—Djuna Barnes —contesto defendiéndome de una precisión mayor.
—Me lo han dicho, sí. Ella escribe cosas terribles en
El Bosque de la Noche. Las pone en boca de un falso médico, pero uno advierte que esa mujer tiene un conocimiento del ser humano que aterroriza.
           
—Luego de sorprender al médico vestido de mujer, Barnes dice: “Los niños saben de qué hablan, cuando les gusta ver a caperucita y al lobo en la misma cama”.
—Sí, sí, es tremendo eso. Siempre preguntaba si vivía Djuna Barnes hasta que vino una amiga mexicana y me dijo: “Es una viejita toda pintadita que recibe a la gente…, parece que de esas personas que se pintan los labios de dorado en forma de corazón. ¿No estaré yo haciendo lo mismo? Igual decidí maquillarme, pero sólo un poco.
—Hablábamos de las dos Armonías...
—Sí, yo misma siento cuando se produce la… ¿cómo se llama en biología al proceso que sufre la célula al dividirse? Caramba, prometimos conversar sólo sobre la mandrágora…
—No hacemos otra cosa —miento sin descaro.
—Desde luego es una novela escrita por una moribunda, pero en el fondo es una historia del anarquismo desde sus comienzos en el siglo pasado hasta nuestro folclórico acontecimiento de 18 de julio cuando se produjo aquella manifestación de 1973 que fue, de alguna manera, explosiva…
Al tener la protagonista un padre anarquista, quise buscar las raíces de esa ideología, allá en la época de Proudhon, en Francia, Marx, Bakunin, Kropotkin. Ya empezaban las primeras luchas entre el marxismo y el anarquismo, dos cosas distintas, aunque marcharan a los presidios todos juntos. Siendo una novela con este tipo de personajes y argumento, tenía sí que producirse una bilocación en mi vida para poderla escribir. Yo misma visité la feria anarquista que había en Montevideo, un barco precioso. Ellos en un principio comenzaron muy pobres, con una imprenta. Trabajaban allí y con eso mantenía la colectividad. Después consiguieron una casa. Fui a visitarla porque me dijeron que allí existía un anciano que había vivido los acontecimientos argentinos de  la Semana Trágica de 1919. Y lo encontré. Y con esa mirada deportiva de los ancianos, me dio una visión estupenda. Recuerdo que llegó una adolescente que vivía en esa casa colectiva, miró al anciano con desprecio, tiró los libros que traía sobre la mesa y dijo: ¿Estás realizado…? Se burlaba del hombre porque le estaban haciendo una entrevista. El hombre estaba feliz porque después de tantos años alguien se interesaba en su historia… y que viniera aquella chiquilina, tan llena de vida, tan sin experiencia, y le arrojara los libros como diciendo: “Yo soy joven, tú una piltrafa…” me dieron unas ganas de matarla…
Armonía revive su furor contra la cruel insensatez del tiempo. mi juventud me exime de acompañarla y disfruto pensar que ingreso a una caja dentro de otra caja.
—Hubo otra Semana Trágica en Barcelona —continúa—. En mi casa estaba ese grabado del que yo hablo en la novela. Cuando viajé a Europa, qué interés enorme tenía en ir al fuerte de Montjuich, en Barcelona. Aquel grabado tenía una inscripción en italiano que decía: “soto il muro di forti Montjuich”, y mostraba al anarquista Francisco Ferrer poniéndose la mano en el corazón para que los que iban a fusilarlo supieran cuál era el mejor lugar para apuntar. Las crónicas cuentan que dijo: “Aquí está el lugar exacto donde ustedes me tienen que batir”. ¿A qué fui yo al fuerte Montjuich? Le dije a mi marido que se quedara allí, disfrutando del paisaje, y me fui a hacer el trayecto del hombre sobre las losas del fuerte. Allí estaba el muro, y en ese muro de la azotea el sitio donde lo habían fusilado. Quería hacer el recorrido porque había sido tal la impresión que ese grabado había producido en mi infancia, ver a ese hombre señalándose el corazón. Lo fusilaron injustamente, fue un error. No era él quien había atentado contra el rey. Protegía al autor por un asunto sentimental. Francisco Ferrer, era un maestro que también había sido ferroviario.
Armonía Somers se interrumpe. Sospecho que ha encontrado algo. Permanecemos un instante en silencio.
—¿Qué mezcla, no? Ferroviario y maestro. De ahí sale pólvora, no se sabe por qué. Los ferroviarios son muy especiales. Algo debe de haber ahí. será por esos recorridos, por esa soledad, por ese silencio que van rompiendo, por el rugido que hacen al pasar por los puentes. El ferroviario es un ser para ser estudiado, y de los maestros no hablemos porque me comprenden las generales de la ley.
—¿De dónde proviene su interés por el anarquismo?
—Bueno, soy hija de un anarquista, mi nombre lo es. Pero mi padre era un lírico, no era un violento, aunque los había en la época. Hubo aquí un anarquista que puso una bomba en un pan y lo llevó a hornear en una panadería. Finalmente murió un niño. Fue el único saldo. Ese deseo de destruir sin saber a quién se va a destruir, hay algo terrible allí. Pero después están los anarquistas líricos, que tienen fe en el hombre  y tienen tanta fe que reniegan del poder porque les parece que está de más. Hay muchas formas de manifestarla con ideas, que era el caso de mi padre. Un autodidacto, un simple comerciantes que no hizo otra cosa que empobrecerse por luchas sociales.
Historia de un nombre
—¿Por qué le pusieron Armonía?

—El nombre proviene de una novela española que se llamaba Sembrando flores. “Abrazo esa llave. ¡Es que debo dar gracias al ángel!”. De ahí que yo nombrara así a la niña de la mandrágora. Hay dos personajes en esa novela. Uno se llama Floreal, y el otro Armonía. Cada vez que encuentro a un hombre llamado Floreal, sé que es anarquista. Como es anarquista el nombre Liber, así que a mí no me vengan a decir que Seregni no es hijo de anarquistas porque ya ni sé como entró en el ejército. Bueno, el asunto es que le puse el nombre del libro. Parece un poco ridículo ponerle ese nombre a la niña, pero…
—Cosa de anarquistas.
—Sí, es verdad.
—Su padre tenía actividad política.
—Sí, yo en cambio he sido más contemplativa. Además a los 12 años debí asumir responsabilidades porque la situación económica era muy mala. Entonces él se debe haber desilusionado un poco de mí. Esperaba más.
—Su padre era irresponsable...
—Un poco, sí. Un lírico, el hombre era el centro de todas las cosas, creía que la revolución social llegaría. En la casa quien los organizaba todo era mi madre, que no era anarquista sino católica. Así que hay una colisión allí. Siempre fue observadora pero no activa. Me da rabia la política, pero no salgo a apuntar el corazón de los que mienten. Me conformo con tener ganas de romper el televisor, por ejemplo. Si fuera activista, creo que sería hasta peligrosa.
—Una raíz de la mandrágora es la historia del anarquismo, la otra es la de “Sembrado de flores”
—Es que la mujer agoniza y tiene terror de perder la memoria. Trae a la actualidad todos sus recuerdos porque tiene miedo de que la muerte sea la desmemorización total, se entre en el plano que se entre. De ahí que recurra a todas sus experiencias para que queden vivas si ella muere. Es una especie de testamento.
—El más críptico de cuantos escribió.
—Es muy posible. Y lo hice conscientemente porque tenía una especie de remordimiento por no haber hecho nada intelectual para darle alimento a lectores muy exigentes. Seguramente yo pensé que los lectores debería, por una vez, ascender hacia el autor, sufrieran lo que sufrieran. Acaso les hice una comida demasiado complicada que no han podido digerir. Pero no lo lamento. El que pueda que lo digiera.
—Y de esta experiencia, ¿usted qué obtuvo?
—Hice mucha catarsis en esa novela. Me quité muchas cosas, algunas furias, algunos mitos. Bueno, soy rompedora de mitos por naturaleza literaria, desde El derrumbamiento, que es el primer texto que escribí en mi vida. Me dan rabia los mitos. Pese a todo lo poético que le encuentran, al perder validez, ahogan. Cuando uno tira un mito abajo, se siente como los franceses demoliendo la bastilla.
La herramienta de la furia
—Vuelvo a preguntarme por su furia.

—La literatura me dio la herramienta. Yo nunca salí a pelear por la calle, siempre critiqué la violencia. Es una furia especial, sí. Nunca podría secuestrar ni asesinar a nadie.
—¿Cómo entiende su vinculación con Felisberto Hernández y su ubicación dentro de “los raros”, que hizo ángel Rama?
—Sí, realmente me di cuenta de que había incursionado en los indios sioux de la literatura. A Felisberto lo leí recién cuando estaba madura literariamente, y sin embargo me acusaron de salir de allí. Rodríguez Monegal decía que era una lástima que yo hubiera salido de esas fuentes, porque a él no le gustaba ese estilo. Y yo no lo había leído. Pero evidentemente convergían los temperamentos. Éramos dos imaginativos que andábamos ambulando por un Montevideo gris, oscuro, sin conocernos. Monegal nunca tragó mis libros, y tampoco los de Felisberto. Conmigo no se equivocó, porque soy incomibles, pero Felsiberto luego recorrió el mundo.
—Y Onetti…
—Lo respeto mucho pero no tengo afinidad literaria. Estuve de jurado con él, y me pareció un hombre muy honesto para juzgar. Yo creía que era un bohemio, que no iba a leer los originales, pero leía todo. En ese entonces todo el mundo era Onettiano, acá. Le dije: “Onetti, usted dice que es hijo de Faulkner, y estos chiquilines que mandaron sus textos escriben como usted. Entonces son nietos de Faulkner…”. Largó una carcajada como no recuerdo otra.
—¿Y ha descubierto pequeñas Armonía?
—No, sería horrible que dijeran una cosa así. Y además no se lo desearía a nadie, porque yo sufro mucho cuando escribo, me arranco pedazos.
Armonía se hunde en un silencio que se prolonga en el mío. Acecho una confesión.
—Salí muy lastimada del libro de la mandrágora. Herida. Escribo entrañablemente. No escribo al correr de la pluma, escribo al correr de la sangre. Entonces no me gustaría que a otro le pasara eso. Que anden por arriba nomás, que la superficie es más linda. Como los cisnes que sobrenadan el Támesis.
—¿No salió fortalecida?
—Sí, es posible, pero hay personajes allí… por ejemplo el leproso L`Ecume, que es un ser mesiánico. Y no sé si la gente se dio cuenta. Me duele que no me reconozcan las intenciones de los protagonistas, lo que significaron. Ahí queda como un leproso cualquiera que va por el campo. Para mí era muy importante porque una historia  se cerraba entre El derrumbamiento y el leproso. ¿Por qué nadie se dio cuenta de eso? ¿Por qué nadie vino y dijo: “vamos a estudiar al leproso L`Ecume, lo que le dijo al Papa en la carta? De ahí que a veces me pregunte: ¿valdrá la pena?
—Son los riesgos de las sugerencias —disculpo o consuelo—, que no tienen garantía.
—Sí, no se devuelven, y después que se usaron ya no sirven.
—La literatura fantástica uruguaya vino dando cuenta de lo que ocurría en el país, acaso de una manera más densa que la prosa testimonial.
—Los escribidores, lo prefiero a decir escritores, solemos adelantarnos a las cosas.  Intuición, premoniciones. Es lo que pasó con La mujer desnuda. Si yo la escribiera ahora no pasaría nada, se leería como una novelita rosa. En aquel momento se venía el mundo encima. Entonces habrá parecido una ruptura, hoy ya está todo tan roto, que nadie se da cuenta.
A mí me han catalogado de destrozona del idioma —continúa—. Pero si yo he destrozado un poco ha sido conscientemente, porque la literatura peinada a la gomina es una mala pituquería. Desde que empecé a escribir me di cuenta de que debía romperla un poco, y principalmente en la aplicación de los verbos. Un presente que se instala allí, entre dos pasados o futuros, es como una revolución del tiempo. Y creían que lo hacía porque me faltaban conocimientos gramaticales, que eran los que me sobraban, porque ese hombre que aparece en la novela, el maestro español, fue real y me tenía muy adiestrada en ese asunto.
Mientras la tarde declina y recibimos el último sol sobre las ventanas del cuarto, voy de caja en caja, reconociendo las nutrientes reales de muchos de sus relatos. Una verdadera arqueología. Pero Armonía ampara maternalmente sus secretos, muestra y esquiva, y cada tanto desafía: “Qué averigüen cuando me muera. Hay gente muy curiosa que después de un tiempo, siempre encuentra”. Sin saber por qué, acaso por una asociación que hemos hecho con su afición por la botánica culta, la locura y el papel reparador de la literatura, acabo por contarle que una adolescente, en medio de una crisis psicótica, decía que en otoño no se deben escuchar las hojas porque han caído de los árboles, sienten dolor y gritan. La incitaban a arrojarse bajo un auto. Una vez que el otoño pasa no hay problemas con las hojas. Cuando pudo escribir la historia, dejó de ser el personaje de las hojas, y las convirtió en sus propios personajes.
Impregnados por esas imagen nos despedimos, convencido yo de que aquel era un buen ejemplo del papel terapéutico que cumple la palabra sobre los seres dolidos. Al llegar a la puerta me vuelvo para echar un último vistazo al ángel. Un niño grande, inocente, capaz de un crimen.
Armonía me toma de un brazo.
—¿Y si en verdad gritan? —dice.

viernes, 16 de marzo de 2012

Algunos de los autores incluidos en la obra Dieciocho. Antología de poetas hombres de Córdoba (Tinta de Negros Ediciones. Prov. de Córdoba, Argentina, 144 páginas, 2011).



Alexis José Comamala

Nació en 1979 en Córdoba capital, Argentina Participa del grupo Pan Comido con el cual editó: la plaqueta de poesía Ensayo  mi muerte   (2007),   con   dibujos   de Agustina Murcia y plaqueta negra El naufragio (2009) con dibujos de Jorge Cuello. También formó parte de la antología El día más parecido (2008) grupo Pan Comido. Ha publicado en las revistas El títere sin cabeza y   Árbol   de   Jitara,   en   el   diario   Corredor Mediterráneo y en el libro Memorias a escenas: poéticas personales sobre el 24 de marzo.



Lo que uno calla nos entierra,

lo que debimos decir, nos hace naufragar en
/tierra firme.
Lo que sale de la boca nos amortaja despacio.


Dios no habla o es mudo,
alguien espera las preguntas,
dios no escucha o es sordo.



Alguien desespera en la niebla,
alguien nos otorga, quizás el lenguaje.



El único sentido que ejercita dios es el tacto.

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Nicolás Jozami

Nació en Santa Rosa, La Pampa, en 1979. Publicó La Quimera, su primer libro de cuentos, en 2009. También ha escrito cuentos y poemas para revistas literarias del medio y otras provincias, y en algunos blogs. Ha obtenido el premio "Letras pampeanas" en género cuento, en 2001, y dos menciones en el "Concurso de cuentos Julio Cortázar", organizado por la Universidad Nacional de Villa María, en 2003.



Fe indefensa

Te diría
al atravesar el monumento de gárgolas,
entrando en un mundo antiguo, en una súplica
/lejana
llena de rencores;
te extinguiría sin preámbulos
porque creo que soporto la pérdida
de la imaginación amorosa,
donde lucimos profecías
de lámina escolar.
Soporto la demencia
del gigante ovillado
en la severidad de la conducta.
Pero te preguntaría
en el barro de los días, en la acusación de una
/espalda fugaz
por qué te has atrevido
con mezquina confianza
a robar mis dioses.

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Daniel Mariani

Nació en Córdoba en 1981. Obtuvo el T Premio del Concurso "Estímulo a Jóvenes Creadores 2006/07" en género Poesía, organizado por la Agencia Córdoba Cultura y mención en el "Concurso Provincial Falla 2007". Ha publicado "El ático" (Colección Fénix, Ed. El Copista, 2009) y en las revistas: Fénix, Asueto, Zaguán, Desaguadero y en el Suplemento de Cultura "Corredor Mediterráneo".



Lenguajes

Para que el día no acabe,
seguir hablando entre sábanas
cuando el sol detrás del edificio
parece un arco, acaso un párpado cerrándose.
Entonces una antena puede ser una torre,
la ciudad, una casa sin patio
y nosotros, extranjeros,
                  buscando
definir
                 lo que aún no se ve.





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Javier Martínez Ramacciotti

Nació en Córdoba, en 1985. Participó de la antología de jóvenes narradores de Córdoba Es lo que hay (Editorial Babel). Ganó el primer premio del Concurso Literario El Banquete 2011, género poesía, con el libro Fondo Blanco, próximo a ser editado por Alción Editora.



Zoología


En el árbol conviven especies
que se alimentan de nuestras lágrimas.
Y el sol hace siglos que no se mueve de su lugar:
voy a comenzar a rezarle,
inventé una oración por cada animal
que no sabe volar. Y en ese árbol viven especies
que se alimentan de una cierta impotencia:
cuando el sol se apague y se olvide mis oraciones
serán los únicos seres vivos que poblarán
/el planeta.
Hubo un momento que no quedó registrado
donde decidimos enterrar nuestras fuerzas
en un agujero del patio trasero de casa
como una semilla de la que crecerían
árboles donde viven animales que se alimentan
de lo que los días van dejando a un costado:
son parecidos a sapos del tamaño de un rinoceronte
cada uno es el único ejemplar de una especie
que comienza y termina con ellos.
Tienen una lengua pero nunca van a hablar:
miran desde las ramas el desastre
esperan el frío glacial
en sus pupilas se puede ver el tráiler
de nuestro fin: y es algo tan pero tan hermoso
que uno no puede más que esperar que suceda
lo antes posible.