sábado, 24 de marzo de 2012

Charla en Montevideo con
Armonía Somers

Entrevista de Carlos María Domínguez
8 de febrero de 1990, Cultura y Nación, Clarín

            El ángel está ubicado sobre el rincón izquierdo del cuarto, dentro de una de las ochavas que cortan el viento de la Plaza Independencia. Levanta la cabeza un metro del suelo y ella dice que ahora es un ángel conversacional, preferible al metafísico, que domina las alturas del ropero y amenaza vengar, con su caída, la estupidez humana.
            Es de un dorado opaco, enriquecido por la luz que los vitraux escurren durante horas inmensas dentro de las iglesias. Seduce su adolescencia, la línea estilizada de sus facciones, pero sus alas son turgentes y tienen la ubicación incierta del Moisés, esa admiración profana por el poder y la fuerza. Armonía Somers cuenta la odisea de su esposo, al llevarlo hasta el departamento, en medio de una manifestación fracturada por carros de policía que junto al ángel, quedó instalada en el tramo final de la novela Sólo los elefantes encuentran mandrágora. Es mi punto de contacto, el ícono desde el cual intento abordar a esta escritora uruguaya que habrá de encender la vanidad de cuantos predicadores suban a tarimas y escenarios una vez que se imponga el reconocimiento mayor de su obra.
            —“Mis libros están todos muertos. Quedaron acá, se empozaron”, dice con propiedad onettiana. Algunos de sus cuentos integran antologías inglesas, francesas, holandesas y alemanas, circulan por el mundo en la vulgar clandestinidad de las fotocopias. Editó Arca su obra en el Uruguay, y sólo el libro de la mandrágora, ha conocido una edición argentina y otra, muy reciente, en Barcelona.
            Maestra de escuela la mayor parte de su vida, cambió el apellido de su padre, Etchepare, por el de Somers, cuya raíz nombra al verano en inglés y alemán, para que sus alumnos no la reconocieran y no perdieran la libertad de escribir.
            —Ocurre que, desgraciadamente, soy una persona dividida en dos —justifica ahora, sin atreverse todavía a confiar en el futuro periodístico de sus afirmaciones—. La sentimental de todos los días, capaz de no publicar un cuento durante treinta años porque a una amiga le hacía mal, y la otra, la que aparece cuando me pongo a escribir. La feroz, el lobo estepario, como alguna vez dijo Ángel Rama. Y entonces… ¿Cómo luchar contra esa bilocación natural en mí? Encantada de haberme quedado en le dulce Armonía que recuerdan mis alumnos. Pero no me quedé, y un buen día salté el muro de Berlín.
Escribir cosas terribles
—Sus libros cargan con la ferocidad de las mujeres lastimadas —aproximo.

—¿Te parece que esa ferocidad es un rasgo de la feminidad?
—Djuna Barnes —contesto defendiéndome de una precisión mayor.
—Me lo han dicho, sí. Ella escribe cosas terribles en
El Bosque de la Noche. Las pone en boca de un falso médico, pero uno advierte que esa mujer tiene un conocimiento del ser humano que aterroriza.
           
—Luego de sorprender al médico vestido de mujer, Barnes dice: “Los niños saben de qué hablan, cuando les gusta ver a caperucita y al lobo en la misma cama”.
—Sí, sí, es tremendo eso. Siempre preguntaba si vivía Djuna Barnes hasta que vino una amiga mexicana y me dijo: “Es una viejita toda pintadita que recibe a la gente…, parece que de esas personas que se pintan los labios de dorado en forma de corazón. ¿No estaré yo haciendo lo mismo? Igual decidí maquillarme, pero sólo un poco.
—Hablábamos de las dos Armonías...
—Sí, yo misma siento cuando se produce la… ¿cómo se llama en biología al proceso que sufre la célula al dividirse? Caramba, prometimos conversar sólo sobre la mandrágora…
—No hacemos otra cosa —miento sin descaro.
—Desde luego es una novela escrita por una moribunda, pero en el fondo es una historia del anarquismo desde sus comienzos en el siglo pasado hasta nuestro folclórico acontecimiento de 18 de julio cuando se produjo aquella manifestación de 1973 que fue, de alguna manera, explosiva…
Al tener la protagonista un padre anarquista, quise buscar las raíces de esa ideología, allá en la época de Proudhon, en Francia, Marx, Bakunin, Kropotkin. Ya empezaban las primeras luchas entre el marxismo y el anarquismo, dos cosas distintas, aunque marcharan a los presidios todos juntos. Siendo una novela con este tipo de personajes y argumento, tenía sí que producirse una bilocación en mi vida para poderla escribir. Yo misma visité la feria anarquista que había en Montevideo, un barco precioso. Ellos en un principio comenzaron muy pobres, con una imprenta. Trabajaban allí y con eso mantenía la colectividad. Después consiguieron una casa. Fui a visitarla porque me dijeron que allí existía un anciano que había vivido los acontecimientos argentinos de  la Semana Trágica de 1919. Y lo encontré. Y con esa mirada deportiva de los ancianos, me dio una visión estupenda. Recuerdo que llegó una adolescente que vivía en esa casa colectiva, miró al anciano con desprecio, tiró los libros que traía sobre la mesa y dijo: ¿Estás realizado…? Se burlaba del hombre porque le estaban haciendo una entrevista. El hombre estaba feliz porque después de tantos años alguien se interesaba en su historia… y que viniera aquella chiquilina, tan llena de vida, tan sin experiencia, y le arrojara los libros como diciendo: “Yo soy joven, tú una piltrafa…” me dieron unas ganas de matarla…
Armonía revive su furor contra la cruel insensatez del tiempo. mi juventud me exime de acompañarla y disfruto pensar que ingreso a una caja dentro de otra caja.
—Hubo otra Semana Trágica en Barcelona —continúa—. En mi casa estaba ese grabado del que yo hablo en la novela. Cuando viajé a Europa, qué interés enorme tenía en ir al fuerte de Montjuich, en Barcelona. Aquel grabado tenía una inscripción en italiano que decía: “soto il muro di forti Montjuich”, y mostraba al anarquista Francisco Ferrer poniéndose la mano en el corazón para que los que iban a fusilarlo supieran cuál era el mejor lugar para apuntar. Las crónicas cuentan que dijo: “Aquí está el lugar exacto donde ustedes me tienen que batir”. ¿A qué fui yo al fuerte Montjuich? Le dije a mi marido que se quedara allí, disfrutando del paisaje, y me fui a hacer el trayecto del hombre sobre las losas del fuerte. Allí estaba el muro, y en ese muro de la azotea el sitio donde lo habían fusilado. Quería hacer el recorrido porque había sido tal la impresión que ese grabado había producido en mi infancia, ver a ese hombre señalándose el corazón. Lo fusilaron injustamente, fue un error. No era él quien había atentado contra el rey. Protegía al autor por un asunto sentimental. Francisco Ferrer, era un maestro que también había sido ferroviario.
Armonía Somers se interrumpe. Sospecho que ha encontrado algo. Permanecemos un instante en silencio.
—¿Qué mezcla, no? Ferroviario y maestro. De ahí sale pólvora, no se sabe por qué. Los ferroviarios son muy especiales. Algo debe de haber ahí. será por esos recorridos, por esa soledad, por ese silencio que van rompiendo, por el rugido que hacen al pasar por los puentes. El ferroviario es un ser para ser estudiado, y de los maestros no hablemos porque me comprenden las generales de la ley.
—¿De dónde proviene su interés por el anarquismo?
—Bueno, soy hija de un anarquista, mi nombre lo es. Pero mi padre era un lírico, no era un violento, aunque los había en la época. Hubo aquí un anarquista que puso una bomba en un pan y lo llevó a hornear en una panadería. Finalmente murió un niño. Fue el único saldo. Ese deseo de destruir sin saber a quién se va a destruir, hay algo terrible allí. Pero después están los anarquistas líricos, que tienen fe en el hombre  y tienen tanta fe que reniegan del poder porque les parece que está de más. Hay muchas formas de manifestarla con ideas, que era el caso de mi padre. Un autodidacto, un simple comerciantes que no hizo otra cosa que empobrecerse por luchas sociales.
Historia de un nombre
—¿Por qué le pusieron Armonía?

—El nombre proviene de una novela española que se llamaba Sembrando flores. “Abrazo esa llave. ¡Es que debo dar gracias al ángel!”. De ahí que yo nombrara así a la niña de la mandrágora. Hay dos personajes en esa novela. Uno se llama Floreal, y el otro Armonía. Cada vez que encuentro a un hombre llamado Floreal, sé que es anarquista. Como es anarquista el nombre Liber, así que a mí no me vengan a decir que Seregni no es hijo de anarquistas porque ya ni sé como entró en el ejército. Bueno, el asunto es que le puse el nombre del libro. Parece un poco ridículo ponerle ese nombre a la niña, pero…
—Cosa de anarquistas.
—Sí, es verdad.
—Su padre tenía actividad política.
—Sí, yo en cambio he sido más contemplativa. Además a los 12 años debí asumir responsabilidades porque la situación económica era muy mala. Entonces él se debe haber desilusionado un poco de mí. Esperaba más.
—Su padre era irresponsable...
—Un poco, sí. Un lírico, el hombre era el centro de todas las cosas, creía que la revolución social llegaría. En la casa quien los organizaba todo era mi madre, que no era anarquista sino católica. Así que hay una colisión allí. Siempre fue observadora pero no activa. Me da rabia la política, pero no salgo a apuntar el corazón de los que mienten. Me conformo con tener ganas de romper el televisor, por ejemplo. Si fuera activista, creo que sería hasta peligrosa.
—Una raíz de la mandrágora es la historia del anarquismo, la otra es la de “Sembrado de flores”
—Es que la mujer agoniza y tiene terror de perder la memoria. Trae a la actualidad todos sus recuerdos porque tiene miedo de que la muerte sea la desmemorización total, se entre en el plano que se entre. De ahí que recurra a todas sus experiencias para que queden vivas si ella muere. Es una especie de testamento.
—El más críptico de cuantos escribió.
—Es muy posible. Y lo hice conscientemente porque tenía una especie de remordimiento por no haber hecho nada intelectual para darle alimento a lectores muy exigentes. Seguramente yo pensé que los lectores debería, por una vez, ascender hacia el autor, sufrieran lo que sufrieran. Acaso les hice una comida demasiado complicada que no han podido digerir. Pero no lo lamento. El que pueda que lo digiera.
—Y de esta experiencia, ¿usted qué obtuvo?
—Hice mucha catarsis en esa novela. Me quité muchas cosas, algunas furias, algunos mitos. Bueno, soy rompedora de mitos por naturaleza literaria, desde El derrumbamiento, que es el primer texto que escribí en mi vida. Me dan rabia los mitos. Pese a todo lo poético que le encuentran, al perder validez, ahogan. Cuando uno tira un mito abajo, se siente como los franceses demoliendo la bastilla.
La herramienta de la furia
—Vuelvo a preguntarme por su furia.

—La literatura me dio la herramienta. Yo nunca salí a pelear por la calle, siempre critiqué la violencia. Es una furia especial, sí. Nunca podría secuestrar ni asesinar a nadie.
—¿Cómo entiende su vinculación con Felisberto Hernández y su ubicación dentro de “los raros”, que hizo ángel Rama?
—Sí, realmente me di cuenta de que había incursionado en los indios sioux de la literatura. A Felisberto lo leí recién cuando estaba madura literariamente, y sin embargo me acusaron de salir de allí. Rodríguez Monegal decía que era una lástima que yo hubiera salido de esas fuentes, porque a él no le gustaba ese estilo. Y yo no lo había leído. Pero evidentemente convergían los temperamentos. Éramos dos imaginativos que andábamos ambulando por un Montevideo gris, oscuro, sin conocernos. Monegal nunca tragó mis libros, y tampoco los de Felisberto. Conmigo no se equivocó, porque soy incomibles, pero Felsiberto luego recorrió el mundo.
—Y Onetti…
—Lo respeto mucho pero no tengo afinidad literaria. Estuve de jurado con él, y me pareció un hombre muy honesto para juzgar. Yo creía que era un bohemio, que no iba a leer los originales, pero leía todo. En ese entonces todo el mundo era Onettiano, acá. Le dije: “Onetti, usted dice que es hijo de Faulkner, y estos chiquilines que mandaron sus textos escriben como usted. Entonces son nietos de Faulkner…”. Largó una carcajada como no recuerdo otra.
—¿Y ha descubierto pequeñas Armonía?
—No, sería horrible que dijeran una cosa así. Y además no se lo desearía a nadie, porque yo sufro mucho cuando escribo, me arranco pedazos.
Armonía se hunde en un silencio que se prolonga en el mío. Acecho una confesión.
—Salí muy lastimada del libro de la mandrágora. Herida. Escribo entrañablemente. No escribo al correr de la pluma, escribo al correr de la sangre. Entonces no me gustaría que a otro le pasara eso. Que anden por arriba nomás, que la superficie es más linda. Como los cisnes que sobrenadan el Támesis.
—¿No salió fortalecida?
—Sí, es posible, pero hay personajes allí… por ejemplo el leproso L`Ecume, que es un ser mesiánico. Y no sé si la gente se dio cuenta. Me duele que no me reconozcan las intenciones de los protagonistas, lo que significaron. Ahí queda como un leproso cualquiera que va por el campo. Para mí era muy importante porque una historia  se cerraba entre El derrumbamiento y el leproso. ¿Por qué nadie se dio cuenta de eso? ¿Por qué nadie vino y dijo: “vamos a estudiar al leproso L`Ecume, lo que le dijo al Papa en la carta? De ahí que a veces me pregunte: ¿valdrá la pena?
—Son los riesgos de las sugerencias —disculpo o consuelo—, que no tienen garantía.
—Sí, no se devuelven, y después que se usaron ya no sirven.
—La literatura fantástica uruguaya vino dando cuenta de lo que ocurría en el país, acaso de una manera más densa que la prosa testimonial.
—Los escribidores, lo prefiero a decir escritores, solemos adelantarnos a las cosas.  Intuición, premoniciones. Es lo que pasó con La mujer desnuda. Si yo la escribiera ahora no pasaría nada, se leería como una novelita rosa. En aquel momento se venía el mundo encima. Entonces habrá parecido una ruptura, hoy ya está todo tan roto, que nadie se da cuenta.
A mí me han catalogado de destrozona del idioma —continúa—. Pero si yo he destrozado un poco ha sido conscientemente, porque la literatura peinada a la gomina es una mala pituquería. Desde que empecé a escribir me di cuenta de que debía romperla un poco, y principalmente en la aplicación de los verbos. Un presente que se instala allí, entre dos pasados o futuros, es como una revolución del tiempo. Y creían que lo hacía porque me faltaban conocimientos gramaticales, que eran los que me sobraban, porque ese hombre que aparece en la novela, el maestro español, fue real y me tenía muy adiestrada en ese asunto.
Mientras la tarde declina y recibimos el último sol sobre las ventanas del cuarto, voy de caja en caja, reconociendo las nutrientes reales de muchos de sus relatos. Una verdadera arqueología. Pero Armonía ampara maternalmente sus secretos, muestra y esquiva, y cada tanto desafía: “Qué averigüen cuando me muera. Hay gente muy curiosa que después de un tiempo, siempre encuentra”. Sin saber por qué, acaso por una asociación que hemos hecho con su afición por la botánica culta, la locura y el papel reparador de la literatura, acabo por contarle que una adolescente, en medio de una crisis psicótica, decía que en otoño no se deben escuchar las hojas porque han caído de los árboles, sienten dolor y gritan. La incitaban a arrojarse bajo un auto. Una vez que el otoño pasa no hay problemas con las hojas. Cuando pudo escribir la historia, dejó de ser el personaje de las hojas, y las convirtió en sus propios personajes.
Impregnados por esas imagen nos despedimos, convencido yo de que aquel era un buen ejemplo del papel terapéutico que cumple la palabra sobre los seres dolidos. Al llegar a la puerta me vuelvo para echar un último vistazo al ángel. Un niño grande, inocente, capaz de un crimen.
Armonía me toma de un brazo.
—¿Y si en verdad gritan? —dice.

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