viernes, 9 de marzo de 2012

EL SEXO

Isabel Allende

Mi vida sexual comenzó temprano, más o menos a los cinco años, en el kindergarten de las monjas ursulinas, en Santiago de Chile.
Supongo que hasta entonces había permanecido en el limbo de la inocencia, pero no tengo recuerdos de aquella prístina edad anterior al sexo.
Mi primera experiencia consistió en tragarme casualmente una pequeña muñeca de plástico.
-Te crecerá adentro, te pondrás redonda y después te nacerá un bebé - me explicó mi mejor amiga, que acababa de tener un hermanito.
¡Un hijo! Era lo último que deseaba.
Siguieron días terribles, me dio fiebre, perdí el apetito, vomitaba. Mi amiga confirmó que los síntomas, eran iguales a los de su mamá. Por fin una monja me obligó a confesar la verdad.
-Estoy embarazada -admití hipando.
Me vi cogida de un brazo y llevada por el aire hasta la oficina de la Madre Superiora.
Así comenzó mi horror por las muñecas y mi curiosidad por ese asunto misterioso cuyo solo nombre era impronunciable: sexo.
Las niñas de mi generación carecíamos de instinto sexual, eso lo inventaron Master y Johnson mucho después. Sólo los varones padecían de ese mal que podía conducirlos al infierno y que hacía de ellos unos faunos en potencia durante todas sus vidas.
Cuando una hacía alguna pregunta escabrosa, había dos tipos de respuesta, según la madre que nos tocara en suerte.
La explicación tradicional era la cigüeña que venía de París y la moderna era sobre flores y abejas. Mi madre era moderna, pero la relación entre el polen y la muñeca en mi barriga me resultaba poco clara.
A los siete años me prepararon para la Primera Comunión.
Antes de recibir la hostia había que confesarse. Me llevaron a la iglesia, me arrodillé detrás de una cortina de felpa negra y traté de recordar mi lista de pecados, pero se me olvidaron todos.
En medio de la oscuridad y el olor a incienso escuché una voz con acento de Galicia.
-¿Te has tocado el cuerpo con las manos? -Sí, padre.
-¿A menudo, hija? -Todos los días...
-¡Todos los días! ¡Esa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios, la pureza es la mayor virtud de una niña, debes prometer que no lo harás más!
Prometí, claro, aunque no imaginaba cómo podría lavarme la cara o cepillarme los dientes sin tocarme el cuerpo con las manos. (Este traumático episodio me sirvió para 'Eva Luna', treinta y tantos años más tarde. Una nunca sabe para qué se está entrenando.)
Nací al sur del mundo, durante la Segunda Guerra Mundial en el seno de una familia emancipada e intelectual en algunos aspectos y casi paleolítica en otros.
Me crié en el hogar de mis abuelos, una casa estrafalaria donde deambulaban los fantasmas invocados por mi abuela con su mesa de tres patas.
Vivían allí dos tíos solteros, un poco excéntricos, como casi todos los miembros de mi familia. Uno de ellos había viajado a la India y le quedó el gusto por los asuntos de los fakires, andaba apenas cubierto por un taparrabos recitando los 999 nombres de Dios en sánscrito.
El otro era un personaje adorable, peinado como Carlos Gardel y amante apasionado de la lectura. (Ambos sirvieron de modelos-algo exagerados, lo admito- para Jaime y Nicolás en 'La casa de los espíritus'.)
La casa estaba llena de libros, se amontonaban por todas partes, crecían como una flora indomable, se reproducían ante nuestros ojos.
Nadie censuraba o guiaba mis lecturas y así leí al Marqués de Sade, pero creo que era un texto muy avanzado para mi edad; el autor daba por sabidas cosas que yo ignoraba por completo, me faltaban referencias elementales.
El único hombre que había visto desnudo era mi tío, el fakir, sentado en el patio contemplando la luna y me sentí algo defraudada por ese pequeño apéndice que cabía holgadamente en mi estuche de lápices de colores. ¿Tanto alboroto por eso?
A los once años yo vivía en Bolivia. Mi madre se había casado con un diplomático, hombre de ideas avanzadas, que me puso en un colegio mixto. Tardé meses en acostumbrarme a convivir con varones, andaba siempre con las orejas rojas y me enamoraba todos los días de uno diferente.
Los muchachos eran unos salvajes cuyas actividades se limitaban al fútbol y las peleas del recreo, pero mis compañeras estaban en la edad de medirse el contorno del busto y anotar en una libreta los besos que recibían. Había que especificar detalles: quién, dónde, cómo. Había algunas afortunadas que podían escribir:' Felipe, en el baño, con lengua.'
Yo fingía que esas cosas no me interesaban, me vestía de hombre y me trepaba a los árboles para disimular que era casi enana y menos sexy que un pollo.
En la clase de biología nos enseñaban algo de anatomía y el proceso de fabricación de los bebés, pero era muy difícil imaginarlo. Lo más atrevido que llegamos a ver en una ilustración fue una madre amamantando a un recién nacido.
De lo demás no sabíamos nada y nunca nos mencionaron el placer, así es que el meollo del asunto se nos escapaba ¿por qué los adultos hacían esa cochinada?
La erección era un secreto bien guardado por los muchachos, tal como la menstruación lo era por las niñas. La literatura me parecía evasiva y yo no iba al cine, pero dudo que allí se pudiera ver algo erótico en esa época.
Las relaciones con los muchachos consistían en empujones, manotazos y recados de las amigas: dice el Keenan que quiere darte un beso, dile que sí pero con los ojos cerrados, dice que ahora ya no tiene ganas, dile que es un estúpido, dice que más estúpida eres tú y así nos pasábamos todo el año escolar.
La máxima intimidad consistía en masticar por turnos el mismo chicle.
Una vez pude luchar cuerpo a cuerpo con el famoso Keenan, un pelirrojo a quien todas las niñas amábamos en secreto.
Me sacó sangre de narices, pero esa mole pecosa y jadeante aplastándome contra las piedras del patio, es uno de los recuerdos más excitantes de mi vida.
En otra ocasión me invitó a bailar en una fiesta. A La Paz no había llegado el impacto del rock que empezaba a sacudir al mundo, todavía nos arrullaban Nat King Cole y Bing Crosby (¡Oh, Dios! ¿Era eso la prehistoria? ).
Se bailaba abrazados, a veces chic-to-chic, pero yo era tan diminuta que mi mejilla apenas alcanzaba la hebilla del cinturón de cualquier joven normal.
Keenan me apretó un poco y sentí algo duro a la altura del bolsillo de su pantalón y de mis costillas. Le di unos golpecitos con las puntas de los dedos y le pedí que se quitara las llaves, porque me hacían daño.
Salió corriendo y no regresó a la fiesta. Ahora, que conozco más de la naturaleza humana, la única explicación que se me ocurre para su comportamiento es que tal vez no eran las llaves.
En 1956 mi familia se había trasladado al Líbano y yo había vuelto a un colegio de señoritas, esta vez a una escuela inglesa cuáquera, donde el sexo simplemente no existía, había sido suprimido del universo por la flema británica y el celo de los predicadores. Beirut era la perla del Medio Oriente.
En esa ciudad se depositaban las fortunas de los jeques, había sucursales de las tiendas de los más famosos modistos y joyeros de Europa, los Cadillac con ribetes de oro puro circulaban en las calles junto a camellos y mulas.
Muchas mujeres ya no usaban velo y algunas estudiantes se ponían pantalones, pero todavía existía esa firme línea fronteriza que durante milenios separó a los sexos.
La sensualidad impregnaba el aire, flotaba como el olor a manteca de cordero, el calor del mediodía y el canto del muecín convocando a la oración desde el alminar. El deseo, la lujuria, lo prohibido...
Las niñas no salían solas y los niños también debían cuidarse.
Mi padrastro les entregó largos alfileres de sombrero a mis hermanos, para que se defendieran de los pellizcos en la calle.
En el recreo del colegio pasaban de mano en mano foto-novelas editadas en la India con traducción al francés, una versión muy manoseada de 'El amante de Lady Chatterley' y pocket-books sobre las orgías de Calígula.
Mi padrastro tenía 'Las 'Mil y Una Noches' bajo llave en su armario, pero yo descubrí la manera de abrir el mueble y leer a escondidas trozos de esos magníficos libros de cuero rojo con letras de oro.
Me zambullí en el mundo sin retorno de la fantasía, guiada por huríes de piel de leche, genios que habitaban en las botellas y príncipes dotados de un inagotable entusiasmo para hacer el amor.
Todo lo que había a mi alrededor invitaba a la sensualidad y mis hormonas estaban a punto de explotar como granadas, pero en Beirut vivía prácticamente encerrada.
Las niñas decentes no hablaban siquiera con muchachos, a pesar de lo cual tuve un amigo, hijo de un mercader de alfombras, que me visitaba para tomar Coca-Cola en la terraza.
Era tan rico, que tenía motoneta con chófer. Entre la vigilancia de mi madre y la de su chófer, nunca tuvimos ocasión de estar solos.
Yo era plana. Ahora no tiene importancia, pero en los cincuenta eso era una tragedia, los senos eran considerados la esencia de la feminidad. La moda se encargaba de resaltarlos: sweater ceñido, cinturón ancho de elástico, faldas infladas con vuelos almidonados.
Una mujer pechugona tenía el futuro asegurado. Los modelos eran Jane Mansfield, Gina Lollobrigida, Sofía Loren. Qué podía hacer una chica sin pechos? Ponerse rellenos.
Eran dos medias esferas de goma que a la menor presión se hundían sin que una lo percibiera. Se volvían súbitamente cóncavos, hasta que de pronto se escuchaba un terrible plop-plop y las gomas volvían a su posición original, paralizando al pretendiente que estuviera cerca y sumiendo a la usuaria en atroz humillación.
También se desplazaban y podía quedar una sobre el esternón y la otra bajo el brazo, o ambas flotando en la alberca detrás de la nadadora.
En 1958 el Líbano estaba amenazado por la guerra civil.
Después de la crisis del Canal de Suez se agudizaron las rivalidades entre los sectores musulmanes, inspirados en la política pan arábiga de Gamal Abder Nasser, y el gobierno cristiano.
El Presidente Camile Chamoun pidió ayuda a Eisenhower y en julio desembarcó la VI Flota norteamericana.
De los portaaviones desembarcaron cientos de marines bien nutridos y ávidos de sexo. Los padres redoblaron la vigilancia de sus hijas, pero era imposible evitar que los jóvenes se encontraran.
Me escapé del colegio para ir a bailar con los yanquis. Experimenté la borrachera del pecado y del rockn'roll. Por primera vez mi escaso tamaño resultaba ventajoso, porque con una sola mano los fornidos marines podían lanzarme por el aire, darme dos vueltas sobre sus cabezas rapadas y arrastrarme por el suelo al ritmo de la guitarra frenética de Elvis Presley.
Entre dos volteretas recibí el primer beso de mi carrera y su sabor a cerveza y a Ketchup me duró dos años.
Los disturbios en el Líbano obligaron a mi padrastro a enviar a los niños de regreso a Chile. Otra vez viví en la casa de mi abuelo.
A los quince años, cuando planeaba meterme a monja para disimular que me quedaría solterona, un joven me distinguió por allí abajo, sobre el dibujo de la alfombra, y me sonrió.
Creo que le divertía mi aspecto. Me colgué de su cintura y no lo solté hasta cinco años después, cuando por fin aceptó casarse conmigo.
La píldora anticonceptiva ya se había inventado, pero en Chile todavía se hablaba de ella en susurros.
Se suponía que el sexo era para los hombres y el romance para las mujeres, ellos debían seducirnos para que les diéramos la prueba de amor' y nosotras debíamos resistir para llegar 'puras' al matrimonio, aunque dudo que muchas lo lograran.
No sé exactamente cómo tuve dos hijos. Y entonces sucedió lo que todos esperábamos desde hacía varios años. La ola de liberación de los sesenta recorrió América del Sur y llegó hasta ese rincón al final del continente donde yo vivía.
Arte pop, mini-falda, droga, sexo, bikini y los Beatles. Todas imitábamos a Brigitte Bardot, despeinada, con los labios hinchados y una blusita miserable a punto de reventar bajo la presión de su feminidad.
De pronto un revés inesperado: se acabaron las exuberantes divas francesas o italianas, la moda impuso a la modelo inglesa Twiggy, una especie de hermafrodita famélico. Para entonces a mí me habían salido pechugas, así es que de nuevo me encontré al lado opuesto del estereotipo.
Se hablaba de orgías, intercambio de parejas, pornografía. Sólo se hablaba, yo nunca las vi. Los homosexuales salieron de la oscuridad, sin embargo yo cumplí 28 años sin imaginar cómo lo hacen.
Surgieron los movimientos feministas y tres o cuatro mujeres nos sacamos el sostén, lo ensartamos en un palo de escoba y salimos a desfilar, pero como nadie nos siguió, regresamos abochornadas a nuestras casas.
Florecieron los hippies y durante varios años anduve vestida con harapos y abalorios de la India. Intenté fumar mariguana pero después de aspirar seis cigarros sin volar ni un poco, comprendí que era un esfuerzo inútil.
Paz y amor. Sobre todo amor libre, aunque para mí llegaba tarde, porque estaba irremisiblemente casada.
Mi primer reportaje en la revista donde trabajaba fue un escándalo. Durante una cena en casa de un renombrado político, alguien me felicitó por un artículo de humor que había publicado y preguntó si no pensaba escribir algo en serio. Respondí lo primero que me vino a la mente: sí, me gustaría entrevistar a una mujer infiel.
Hubo un silencio gélido en la mesa y luego la conversación derivó hacia la comida. Pero a la hora del café la dueña de casa -treinta y ocho años, delgada, ejecutiva en una oficina gubernamental, traje Chanel- me llevó aparte y me dijo que sí le juraba guardar el secreto de su identidad, ella aceptaba ser entrevistada.
Al día siguiente me presenté en su oficina con una grabadora.
Me contó que era infiel porque disponía de tiempo libre después de almuerzo, porque el sexo era bueno para el ánimo, la salud y la propia estima y porque los hombres no estaban tan mal, después de todo.
Es decir, por las mismas razones de tantos maridos infieles, posiblemente el suyo entre ellos. No estaba enamorada, no sufría ninguna culpa, mantenía una discreta garçonière que compartía con dos amigas tan liberadas cómo ella.
Mi conclusión, después de un simple cálculo matemático, fue que las mujeres son tan infieles como los hombres, porque sino ¿con quién lo hacen ellos? No puede ser solo entre ellos o todos siempre con el mismo puñado de voluntarias.
Nadie perdonó el reportaje, como tal vez lo hubieran hecho si la entrevistada tuviera un marido en silla de ruedas y un amante desesperado.
El placer sin culpa ni excusas resultaba inaceptable en una mujer.
A la revista llegaron cientos de cartas insultándonos.
Aterrada, la directora me ordenó escribir un artículo sobre 'la mujer fiel'. Todavía estoy buscando una que lo sea por buenas razones.
Eran tiempos de desconcierto y confusión para las mujeres de mi edad. Leíamos el Informe Kinsey, el Kamasutra y los libros de las feministas norteamericanas, pero no lográbamos sacudirnos la moralina en que nos habían criado.
Los hombres todavía exigían lo que no estaba dispuestos a ofrecer, es decir, que sus novias fueran vírgenes y sus esposas castas. Las parejas entraron en crisis, casi todas mis amistades se separaron.
En Chile no hay divorcio, lo cual facilita las cosas, porque la gente se separa y se junta sin trámites burocráticos.
Yo tenía un buen matrimonio y drenaba la mayor parte de mis inquietudes en mi trabajo.
Mientras en la casa actuaba como madre y esposa abnegada, en la revista y en mi programa de televisión aprovechaba cualquier excusa para hacer en público lo que no me atrevía a hacer en privado, por ejemplo, disfrazarme de corista, con plumas de avestruz en el trasero y una esmeralda de vidrio pegada en el ombligo.
En 1975 mi familia y yo abandonamos Chile, porque no podíamos seguir viviendo bajo la dictadura del General Pinochet.
El apogeo de la liberación sexual nos sorprendió en Venezuela, un país cálido, donde la sensualidad se expresa sin subterfugios.
En las playas se ven machos bigotudos con unos bikinis diseñados para resaltar lo que contienen.
Las mujeres más hermosas del mundo (ganan todos los concursos de belleza), caminan por la calle buscando guerra, al son de una música secreta que llevan en las caderas.
En la primera mitad de los 80 no se podía ver ninguna película, excepto las de Walt Disney, sin que aparecieran por lo menos dos criaturas copulando. Hasta en los documentales científicos había amebas o pingüinos que lo hacían.
Fui con mi madre a ver 'El Imperio de los Sentidos' y no se inmutó.
Mi padrastro les prestaba sus famosos libros eróticos a los nietos, porque resultaban de una ingenuidad conmovedora comparados con cualquier revista que podían comprar en los kioscos.
Había que estudiar mucho para salir airosa de las preguntas de los hijos (mamá ¿qué es pedofilia?) y fingir naturalidad cuando las criaturas inflaban condones y los colgaban como globos en las fiestas de cumpleaños.
Ordenando el closet de mi hijo adolescente encontré un libro forrado en papel marrón y con mi larga experiencia adiviné el contenido antes de abrirlo.
No me equivoqué, era uno de esos modernos manuales que se cambian en el colegio por estampas de futbolistas.
Al ver a dos amantes frotándose con mousse de salmón me di cuenta de todo lo que me había perdido en la vida. ¡Tantos años cocinando y desconocía los múltiples usos del salmón! ¿En que habíamos estado mi marido y yo durante todo ese tiempo? Ni siquiera teníamos un espejo en el techo del dormitorio.
Decidimos ponernos al día, pero después de algunas contorsiones muy peligrosas -como comprobamos más tarde en las radiografías de columna- amanecimos echándonos linimento en las articulaciones, en vez de mousse en el punto G.
Cuando mi hija Paula terminó el colegio entró a estudiar Psicología con especialización en sexualidad humana. Le advertí que era una imprudencia, que su vocación no sería bien comprendida, no estábamos en Suecia.
Pero ella insistió. Paula tenía un novio siciliano cuyos planes eran casarse por la iglesia y engendrar muchos hijos, una vez que ella aprendiera a cocinar pasta.
Físicamente mi hija engañaba a cualquiera, parecía una virgen de Murillo, grácil, dulce, de pelo largo y ojos lánguidos, nadie imaginaría que era experta en esas cosas.
En medio del Seminario de Sexualidad yo hice un viaje a Holanda y ella me llamó por teléfono para pedirme que le trajera cierto material de estudio. Tuve que ir con una lista en la mano a una tienda en Ámsterdam y comprar unos artefactos de goma rosada en forma de plátanos.
Eso no fue lo más bochornoso. Lo peor fue cuando en la aduana de Caracas me abrieron la maleta y tuve que explicar que no eran para mí, sino para mi hija.
Paula empezó a circular por todas partes con una maleta de juguetes pornográficos y el siciliano perdió la paciencia. Su argumento me pareció razonable: no estaba dispuesto a soportar que su novia anduviera midiéndole los orgasmos a otras personas.
Mientras duraron los cursos, en casa vimos videos con todas las combinaciones posibles: mujeres con burros, parapléjicos con sordomudas, tres chinas y un anciano, etc.
Venían a tomar el té transexuales, lesbianas, necrofílicos, onanistas, y mientras la virgen de Murillo ofrecía pastelitos, yo aprendía cómo los cirujanos convierten a un hombre en mujer mediante un trozo de tripa.
La verdad es que pasé años preparándome para cuando nacieran mis nietos. Compré botas con tacones de estilete, látigos de siete puntas, muñecas infladas con orificios practicables y bálsamos afrodisíacos, aprendí de memoria las posiciones sagradas del erotismo hindú y cuando empezaba a entrenar al perro para fotos artísticas, apareció el Sida y la liberación sexual se fue al diablo.
En menos de un año todo cambió. Mi hijo Nicolás ya se cortó los mechones verdes que coronaban su cabeza, se quitó sus catorce alfileres de las orejas y decidió que era más sano vivir en pareja monogámica. Paula abandonó la sexología, porque parece que ya no era rentable, y en cambio se propuso hacer una maestría en educación cognoscitiva y aprender a cocinar pasta con la esperanza de encontrar otro novio.
Lo encontró, se casaron y luego vino la muerte y se la llevó, pero esa es otra historia.
Yo compré ositos de peluche para los futuros nietos, me comí¬ la mousse de salmón y ahora cuido mis flores y mis abejas.
FIN

* Extraído del muro e facebook de ANL (Agencia de Noticias Literarias)

viernes, 2 de marzo de 2012

La necesidad de ser esquizofrénico

Julio Ricci



A mi ligur padre, José Ricci, que me enseñó a ser
moderado en los gastos, y a escribir cuentos en xeneixe.



Ha tenido suerte. Ha conseguido finalmente el puesto. Pensó mucho antes de decidirse. La crisis amenazante, el deseo de mantener el nivel de la familia y muchas otras cosas lo impulsaron a tomar la decisión.
El día que aceptó el nuevo trabajo, el trabajo adicional que completaría sus entradas, no previo cómo sería. Los ganchos de los cuales pendían las grandes medias reses, los chorizos Cholito, las morcillas Ketzel, los pollos Bambi peladitos y prontos para el espiedo no le llamaron la atención.
Sólo a los tres o cuatro días se dio cuenta de lo que sería él y su vida en la nueva etapa. La larga túnica blanca que le impusieron, el gorro blanco tipo cocinero y las manchas de sangre en la túnica le permitieron irse ubicando. Antes de la crisis, cuando manejaba dólares a granel, no percibía bien la situación.
En un cuartillo del negocio había un pequeño espejo que fue suficientemente sincero para permitirle ver, sin querer, su nueva figura. No reconoció en ella al secretario ejecutivo de Facosa y esto lo complugo.
El propietario de inmediato lo trató como si no fuera nadie ni nada. Empleó desde el pique ese tipo de trato entre prepotente, soez y brutal que sin duda empleaban los peores capataces de yerbatales en lugares infrahumanos. No usaba, seguro, el látigo. Pero sus palabras eran como latigazos.
En su mente, lamentablemente, sólo gravitaba la idea del costo del Ford Escort O kilómetro y la nueva heladera que había comprado. El fantasma de las cuotas lo acalambraba, sacaba fuerza de flaquezas y toleraba los insultos, el trato bestial y otras cositas adicionales.
—Apenas estés familiarizado con la caja, vas a tener que aprender a manejar la sierra y trabajar con la carne. Aquí hay que hacer de todo. Desde cobrar hasta cortar huesos y lavar la letrina, ¿me entendiste? Vos estás muy mimado y aquí no hay mimos. Aquí hay carne, ganchos y sierras, ¿viste?
La caja era al menos limpia. No necesitaba más que emplear sus conocimientos contables y refugiado en ella soportaba las bestialidades del patrón. Mentalmente empezó a llamarlo trompa. Trompa tenía una connotación más fuerte. Don López era más que un patrón un trompa, una semibestia que vivía en función de la caja.
Cuando le tomó la mano a la caja, el trompa lo quitó de ella y lo puso a cortar. Según él, los empleados debían dominar toda la técnica carniceril. Debían ser como los buenos jugadores de fútbol: liberos, mediocampistas, delanteros y hasta cuidavallas. El, hasta ahora, sólo había sido cuidavallas, el trabajo más fino, pero don López insistía en que tenía que pasar al corte. Y después a la limpieza general. Y después a la letrina.
Se había cuidado muy bien de que en Facosa no supieran nada. A las 11 y media, cuando salía de la carnicería, se iba a casa, se trajeaba, se corbateaba y se iba en el Escort a la oficina. Era una especie de Frégoli. Cambiaba de atuendo y hasta de actitud en pocos minutos.
En Facosa es otra persona. Trata al personal desde arriba. Allí tiene jerarquía. Es el secretario ejecutivo. La mano derecha del gerente. Puede incluso destratar a voluntad a sus subalternos. Esto es una gran cosa. Da una sensación de fuerza. Puede incluso putear tranquilamente a los inferiores y no pasa nada. Le resulta extraordinario poder desbocarse. Es un placer. Tiene un complejo solo. Piensa que tiene olor a carne, a carnicería. Se huele las axilas cuando no lo ven. Se huele a menudo y a hurtadillas. Tiene la impresión de que van a descubrirlo. Gracias a Dios el atuendo de carnicero y los lentes negros cuando está en la caja o en la sierra no permiten identificarlo. Si alguien trata de reconocerlo, finge ser otra persona. Cree que ni su mujer lo reconocería. El bigote postizo tipo Walesa le sienta muy bien.
Cuando pague el Ford Escord y la heladera mandará la carnicería al diablo, ha pensado varias veces.
Ya está harto de chorizos y pulpas y chotos y churrascos y agujas y pescetos y lomos.
Está harto pero se está acostumbrando. Acostumbrando a todo: a los gritos bestiales del trompa, a los ganchos, a la sangre, a la letrina. Ayer tuvo que cargar una media res bajo una lluvia de insultos y lo hizo. Con decoro, seguro. Y mientras lo hacía pensó que pronto iba a tener que comprar un televisor color y una lavaplatos y que no iba a poder renunciar a la carnicería.
—No te vayas para el costado, animal —gritó el trompa. ¿Te creías que todo era caja aquí? Enderezá la res; colócate debajo del gancho, bestia. Que Pancho que es otro bestia te ayude. Así, quédate así, aguantando la res, que Pancho baja el gancho. Tené cuidado, animal. No sea que te enganche a vos también. No me toques los chorizos, turro, ¿no ves que podes estropeármelos?
En Facosa le dio un buen reto a Pérez.
—No seas bestia, Pérez; no hagas las planillas en esa máquina. Hacelas en la IBM. Si no me haces las cosas como te digo, voy a mandarte al seguro de paro, torpe. No me saques, de las casillas. Mira que quiero las cosas bien.
Pérez aguanta. Hay veinte en seguro de paro.
En casa ha estado muy parco. No ha hablado con nadie. Ha pensado mucho. No sabe por qué tiene ambiciones. Sin el Escort y los nuevos electrodomésticos no tendría necesidad de trabajar. Bueno, son cosas de Juana. A ella le gusta el lujo. Aunque él reviente.
Hoy se ha detenido a pensar en la mentalidad del carnicero y en lo que será de el. Pese a todo, todavía puede pensar. O meditar, al menos. Como secretario ejecutivo de Facosa todavía se toma sus libertades y va al cine, lee alguna revista y hasta algún libro.
Todavía puede pensar con cierto grado de independencia. Con todo, este trabajo de carnicero es probable que lo cambie totalmente. Los trabajos modelan la mente del hombre. El oficinista típico no tiene otro horizonte que sus expedientes, sus papeles, sus vivencias oficinescas. Allí juega su partido y sólo habla de lo que ve. Ascensos, envidias, injusticias, sueldos bajos, chismes, son la salsa de la vida. ¡Qué sería si faltaran! Se convertiría en una planta.
El carnicero pasa las tres cuartas partes de su vida pendiente de la carne que cuelga de los ganchos. Está hundido en la carne. Su entorno es la carne. No ve más que costos y precios y chorizos Cholito y morcillas y tripa gorda. En casa no habla más que de eso y de instalar una cadena de carnicerías.
Ser carnicero no es simplemente ocuparse de las cosas de la carnicería. No es sólo un modus vivendi. Es adquirir una mentalidad cuyo horizonte es la carne. Por la mañana, al levantarse, el carnicero piensa en la carne. Durante el día manipula la carne y habla de carne. Por la noche, desgastado por la jornada, mientras mira algún programa de TV, piensa de nuevo en la carne; mañana viene el camión del frigorífico A., mañana tengo que pagar las reses de la semana pasada, mañana se me vencen los chorizos, mañana me llegan los pollos, pasado mañana tengo que pedir la carne blanca para navidad.
La repetición continua de días y decenas de años forman al carnicero. Es la poesía de la carne. El carnicero ni siquiera piensa en el amor. El amor que hace es como el de un animal. El carnicero no necesita goces. Desde la carnicería se ven los grandes árboles de la avenida, el verdor de las hojas y hasta el cielo claro en verano y nublado en invierno. Pero él no ve nada. Está encerrado en la carne. A veces, excepcionalmente, en verano, va a la playa con su mujer, pero incluso la vista de la carne humana le trae a la memoria la carne de la carnicería. Todas sus asociaciones están orientadas hacia la carne vendible. Mentalmente, compara los dos tipos de carne. La humana no le sirve. Tal vez si fuera miembro de una tribu de caníbales vería la carne humana con más entusiasmo.
Ayer hizo el amor. Durante los 72 segundos de la operación sólo pensó en la carnicería. Fue una sucesión de imágenes del negocio. Sólo en el momento del orgasmo perdió un poco su preocupación carnicera. De inmediato se rehizo y volvió a la carnicería.
Han pasado varios meses. El Sr. X ahora es casi un carnicero. Al menos de las 7 a las 11 de la mañana. Ya ha configurado una mente de carnicero. El secretario ejecutivo de las 12-1/2 a las 8 no piensa en la carne. Piensa en los papeles. Piensa en el contrato de venta de 150 unidades EX100 a Lucosa, piensa en la importación del camión León X. Piensa en la comisión de los 600 VN. Y en que tal vez podría pasar por encima de Facosa y obtener una comisión extra. Total, delinquir en estas cosas no es delinquir. Es simplemente animarse un poco. También podría detener algún pago y usar el dinero. La detención de pagos no tiene mayores riesgos y rinde. Y en el fondo no es delito.
Como secretario ejecutivo tiene una mentalidad definida, una mentalidad muy bien conformada. Sabe dar órdenes, tomar decisiones y hasta sonreír cuando las circunstancias lo requieren. Porque el secretario en su aspecto exterior no puede ser tan rústicamente práctico como el carnicero. Sabe hasta dar discursos y presentarse ante la TV cuando es necesario. Total, siempre dice lo mismo. Hace como diez años que habla del futuro brillante del país. Todos los anos hay crisis y el futuro es cada vez más brillante. Ayer habló y otra vez mencionó la brillantez del futuro. Luego se fue en su Ford Escort.
Tiene la suerte de que cuando es carnicero es carnicero y no piensa en el secretario. Y viceversa. Son dos mundos estancos, con sus problemas, sus alegrías y sus dolores. Los que por casualidad lo ven en la carnicería no lo reconocen. El atuendo carniceril, los lentes oscuros, la gorra tipo cocinero, lo camuflan muy bien. El traje oscuro de secretario, etc., hacen de él otro hombre. El atuendo es importantísimo en la vida; es la verdadera personalidad. Lo que hay adentro es menos importante. No es importante, en realidad.
El Sr. X ha conseguido establecer una barrera entre sus dos actividades. Son dos formas de vida distintas, Cuando cuelga el atuendo y sale de la carnicería olvida la carne. En esto es diferente de un carnicero normal.
Tiene un problema solamente. En las horas de ocio, los fines de semana, no sabe l0o que es. Pasa ratos meditando. A veces, es sólo carnicero, a veces es secretario. A veces anda de mal humor y choca con su mujer. Es cuando no sabe lo que es, cuando chocan los dos frentes: el carnicero y el secretario. Cada día comprende más y más que debe establecer un muro infranqueable entre las dos personalidades. Sin embargo, a veces piensa que deberían tratarse.
El Sr. X ha intentado sólo una vez el diálogo entre el carnicero y el secretario ejecutivo. No ha podido. Ambos están ahora instalados en compartimentos estancos y no se quieren tratar. El secretario, pese a todo, ha sido un poco más benévolo, no obstante su posición de superioridad. Pero el carnicero, que ya es todo un carnicero en la existencia de X, ha ladrado como un perro a quien le quieren quitar un hueso. Tal vez el propio complejo de inferioridad, la rudeza del trabajo, la bastedad que da el solo tener que manipular y cortar carne, sea el factor impedidor.
El Sr. X espera que en algún momento se pongan de acuerdo. Está muy preocupado. Hay muchas cosas que tratar. La compra del Ford Escort y la heladera han quedado atrás y su situación es buena, pero cómo lograr poner de acuerdo a estos dos tipos que ni siquiera se conocen? Lo ideal es una separación total. Es un ideal sano.
Hace unos días, X intentó seriamente ponerlos a los dos en un diálogo amable, pero no lo logró. Ambos se miraron con desconfianza y se cruzaron miradas casi asesinas. El carnicero juró matar al secretario. Pensó que este está ocupando cada vez más lugar. El secretario no juró nada. Tal vez hubiera hablado con el carniza, pero vio que era como querer atravesar una montaña. Los ojos del carniza echaban fuego; los del secretario se limitaban a observar. No se intercambiaron ni una palabra; si lo hubieran hecho habría sido algo así: El carniza —Ud, es un tío muy listo y voy a liquidarlo.
El secretario —Cálmese, hombrecillo de la carne, cálmese. No esté acomplejado porque yo soy un señor y Ud. un simple carnicero improvisado.
El carniza —Le voy a reventar los sesos.
El secretario —Es lamentable, amiguito; lamentable que me tenga tanta envidia.
Ahora X está en el hospital para enfermos mentales. Los médicos dicen una cantidad de cosas. Hablan de Spaltung, de doble personalidad, etc., y emplean muchos términos incomprensibles. Ya no dialoga más y es una lástima.
La crisis sobrevino cuando X pensó que ahora tenía que pagar la casa de la playa. Y que el carniza tenia que ponerse de acuerdo con el secretario sobre el pago. Se produjo entonces un verdadero cortocircuito.
En el hospital, X no intenta ya más nada. Le ha dado por imitar a los animales, Rebuzna, relincha, etc. A veces canta un tango de Gardel.
La carnicería, de la cual es copropietario ahora, marcha viento en popa. Y Facosa ídem. Pero X sigue sin hablar. Gracias a Dios, si muere, dejará a su esposa económicamente bien. Aunque a lo mejor esto no ocurre. Ahora ha venido una enfermera a ponerle una inyección. Él está roncando a pata suelta. Por los movimientos que hace con una mano debe de estar con la mente puesta en la carnicería. O tal vez Facosa, frente a otro ejecutivo, pero obsedido por la vieja idea de que debe trabajar en la letrina.


Primer premio concurso de narrativa, Diario La Mañana, octubre 1983, Posteriormente publicado en “Cuentos civilizados”, Ediciones Géminis, Montevideo - Noviembre 1985