La necesidad de ser esquizofrénico
Julio Ricci
A mi ligur padre, José Ricci, que me enseñó a ser
moderado en los gastos, y a escribir cuentos en xeneixe.
Ha tenido suerte. Ha conseguido finalmente el puesto. Pensó mucho antes de decidirse. La crisis amenazante, el deseo de mantener el nivel de la familia y muchas otras cosas lo impulsaron a tomar la decisión.
El día que aceptó el nuevo trabajo, el trabajo adicional que completaría sus entradas, no previo cómo sería. Los ganchos de los cuales pendían las grandes medias reses, los chorizos Cholito, las morcillas Ketzel, los pollos Bambi peladitos y prontos para el espiedo no le llamaron la atención.
Sólo a los tres o cuatro días se dio cuenta de lo que sería él y su vida en la nueva etapa. La larga túnica blanca que le impusieron, el gorro blanco tipo cocinero y las manchas de sangre en la túnica le permitieron irse ubicando. Antes de la crisis, cuando manejaba dólares a granel, no percibía bien la situación.
En un cuartillo del negocio había un pequeño espejo que fue suficientemente sincero para permitirle ver, sin querer, su nueva figura. No reconoció en ella al secretario ejecutivo de Facosa y esto lo complugo.
El propietario de inmediato lo trató como si no fuera nadie ni nada. Empleó desde el pique ese tipo de trato entre prepotente, soez y brutal que sin duda empleaban los peores capataces de yerbatales en lugares infrahumanos. No usaba, seguro, el látigo. Pero sus palabras eran como latigazos.
En su mente, lamentablemente, sólo gravitaba la idea del costo del Ford Escort O kilómetro y la nueva heladera que había comprado. El fantasma de las cuotas lo acalambraba, sacaba fuerza de flaquezas y toleraba los insultos, el trato bestial y otras cositas adicionales.
—Apenas estés familiarizado con la caja, vas a tener que aprender a manejar la sierra y trabajar con la carne. Aquí hay que hacer de todo. Desde cobrar hasta cortar huesos y lavar la letrina, ¿me entendiste? Vos estás muy mimado y aquí no hay mimos. Aquí hay carne, ganchos y sierras, ¿viste?
La caja era al menos limpia. No necesitaba más que emplear sus conocimientos contables y refugiado en ella soportaba las bestialidades del patrón. Mentalmente empezó a llamarlo trompa. Trompa tenía una connotación más fuerte. Don López era más que un patrón un trompa, una semibestia que vivía en función de la caja.
Cuando le tomó la mano a la caja, el trompa lo quitó de ella y lo puso a cortar. Según él, los empleados debían dominar toda la técnica carniceril. Debían ser como los buenos jugadores de fútbol: liberos, mediocampistas, delanteros y hasta cuidavallas. El, hasta ahora, sólo había sido cuidavallas, el trabajo más fino, pero don López insistía en que tenía que pasar al corte. Y después a la limpieza general. Y después a la letrina.
Se había cuidado muy bien de que en Facosa no supieran nada. A las 11 y media, cuando salía de la carnicería, se iba a casa, se trajeaba, se corbateaba y se iba en el Escort a la oficina. Era una especie de Frégoli. Cambiaba de atuendo y hasta de actitud en pocos minutos.
En Facosa es otra persona. Trata al personal desde arriba. Allí tiene jerarquía. Es el secretario ejecutivo. La mano derecha del gerente. Puede incluso destratar a voluntad a sus subalternos. Esto es una gran cosa. Da una sensación de fuerza. Puede incluso putear tranquilamente a los inferiores y no pasa nada. Le resulta extraordinario poder desbocarse. Es un placer. Tiene un complejo solo. Piensa que tiene olor a carne, a carnicería. Se huele las axilas cuando no lo ven. Se huele a menudo y a hurtadillas. Tiene la impresión de que van a descubrirlo. Gracias a Dios el atuendo de carnicero y los lentes negros cuando está en la caja o en la sierra no permiten identificarlo. Si alguien trata de reconocerlo, finge ser otra persona. Cree que ni su mujer lo reconocería. El bigote postizo tipo Walesa le sienta muy bien.
Cuando pague el Ford Escord y la heladera mandará la carnicería al diablo, ha pensado varias veces.
Ya está harto de chorizos y pulpas y chotos y churrascos y agujas y pescetos y lomos.
Está harto pero se está acostumbrando. Acostumbrando a todo: a los gritos bestiales del trompa, a los ganchos, a la sangre, a la letrina. Ayer tuvo que cargar una media res bajo una lluvia de insultos y lo hizo. Con decoro, seguro. Y mientras lo hacía pensó que pronto iba a tener que comprar un televisor color y una lavaplatos y que no iba a poder renunciar a la carnicería.
—No te vayas para el costado, animal —gritó el trompa. ¿Te creías que todo era caja aquí? Enderezá la res; colócate debajo del gancho, bestia. Que Pancho que es otro bestia te ayude. Así, quédate así, aguantando la res, que Pancho baja el gancho. Tené cuidado, animal. No sea que te enganche a vos también. No me toques los chorizos, turro, ¿no ves que podes estropeármelos?
En Facosa le dio un buen reto a Pérez.
—No seas bestia, Pérez; no hagas las planillas en esa máquina. Hacelas en la IBM. Si no me haces las cosas como te digo, voy a mandarte al seguro de paro, torpe. No me saques, de las casillas. Mira que quiero las cosas bien.
Pérez aguanta. Hay veinte en seguro de paro.
En casa ha estado muy parco. No ha hablado con nadie. Ha pensado mucho. No sabe por qué tiene ambiciones. Sin el Escort y los nuevos electrodomésticos no tendría necesidad de trabajar. Bueno, son cosas de Juana. A ella le gusta el lujo. Aunque él reviente.
Hoy se ha detenido a pensar en la mentalidad del carnicero y en lo que será de el. Pese a todo, todavía puede pensar. O meditar, al menos. Como secretario ejecutivo de Facosa todavía se toma sus libertades y va al cine, lee alguna revista y hasta algún libro.
Todavía puede pensar con cierto grado de independencia. Con todo, este trabajo de carnicero es probable que lo cambie totalmente. Los trabajos modelan la mente del hombre. El oficinista típico no tiene otro horizonte que sus expedientes, sus papeles, sus vivencias oficinescas. Allí juega su partido y sólo habla de lo que ve. Ascensos, envidias, injusticias, sueldos bajos, chismes, son la salsa de la vida. ¡Qué sería si faltaran! Se convertiría en una planta.
El carnicero pasa las tres cuartas partes de su vida pendiente de la carne que cuelga de los ganchos. Está hundido en la carne. Su entorno es la carne. No ve más que costos y precios y chorizos Cholito y morcillas y tripa gorda. En casa no habla más que de eso y de instalar una cadena de carnicerías.
Ser carnicero no es simplemente ocuparse de las cosas de la carnicería. No es sólo un modus vivendi. Es adquirir una mentalidad cuyo horizonte es la carne. Por la mañana, al levantarse, el carnicero piensa en la carne. Durante el día manipula la carne y habla de carne. Por la noche, desgastado por la jornada, mientras mira algún programa de TV, piensa de nuevo en la carne; mañana viene el camión del frigorífico A., mañana tengo que pagar las reses de la semana pasada, mañana se me vencen los chorizos, mañana me llegan los pollos, pasado mañana tengo que pedir la carne blanca para navidad.
La repetición continua de días y decenas de años forman al carnicero. Es la poesía de la carne. El carnicero ni siquiera piensa en el amor. El amor que hace es como el de un animal. El carnicero no necesita goces. Desde la carnicería se ven los grandes árboles de la avenida, el verdor de las hojas y hasta el cielo claro en verano y nublado en invierno. Pero él no ve nada. Está encerrado en la carne. A veces, excepcionalmente, en verano, va a la playa con su mujer, pero incluso la vista de la carne humana le trae a la memoria la carne de la carnicería. Todas sus asociaciones están orientadas hacia la carne vendible. Mentalmente, compara los dos tipos de carne. La humana no le sirve. Tal vez si fuera miembro de una tribu de caníbales vería la carne humana con más entusiasmo.
Ayer hizo el amor. Durante los 72 segundos de la operación sólo pensó en la carnicería. Fue una sucesión de imágenes del negocio. Sólo en el momento del orgasmo perdió un poco su preocupación carnicera. De inmediato se rehizo y volvió a la carnicería.
Han pasado varios meses. El Sr. X ahora es casi un carnicero. Al menos de las 7 a las 11 de la mañana. Ya ha configurado una mente de carnicero. El secretario ejecutivo de las 12-1/2 a las 8 no piensa en la carne. Piensa en los papeles. Piensa en el contrato de venta de 150 unidades EX100 a Lucosa, piensa en la importación del camión León X. Piensa en la comisión de los 600 VN. Y en que tal vez podría pasar por encima de Facosa y obtener una comisión extra. Total, delinquir en estas cosas no es delinquir. Es simplemente animarse un poco. También podría detener algún pago y usar el dinero. La detención de pagos no tiene mayores riesgos y rinde. Y en el fondo no es delito.
Como secretario ejecutivo tiene una mentalidad definida, una mentalidad muy bien conformada. Sabe dar órdenes, tomar decisiones y hasta sonreír cuando las circunstancias lo requieren. Porque el secretario en su aspecto exterior no puede ser tan rústicamente práctico como el carnicero. Sabe hasta dar discursos y presentarse ante la TV cuando es necesario. Total, siempre dice lo mismo. Hace como diez años que habla del futuro brillante del país. Todos los anos hay crisis y el futuro es cada vez más brillante. Ayer habló y otra vez mencionó la brillantez del futuro. Luego se fue en su Ford Escort.
Tiene la suerte de que cuando es carnicero es carnicero y no piensa en el secretario. Y viceversa. Son dos mundos estancos, con sus problemas, sus alegrías y sus dolores. Los que por casualidad lo ven en la carnicería no lo reconocen. El atuendo carniceril, los lentes oscuros, la gorra tipo cocinero, lo camuflan muy bien. El traje oscuro de secretario, etc., hacen de él otro hombre. El atuendo es importantísimo en la vida; es la verdadera personalidad. Lo que hay adentro es menos importante. No es importante, en realidad.
El Sr. X ha conseguido establecer una barrera entre sus dos actividades. Son dos formas de vida distintas, Cuando cuelga el atuendo y sale de la carnicería olvida la carne. En esto es diferente de un carnicero normal.
Tiene un problema solamente. En las horas de ocio, los fines de semana, no sabe l0o que es. Pasa ratos meditando. A veces, es sólo carnicero, a veces es secretario. A veces anda de mal humor y choca con su mujer. Es cuando no sabe lo que es, cuando chocan los dos frentes: el carnicero y el secretario. Cada día comprende más y más que debe establecer un muro infranqueable entre las dos personalidades. Sin embargo, a veces piensa que deberían tratarse.
El Sr. X ha intentado sólo una vez el diálogo entre el carnicero y el secretario ejecutivo. No ha podido. Ambos están ahora instalados en compartimentos estancos y no se quieren tratar. El secretario, pese a todo, ha sido un poco más benévolo, no obstante su posición de superioridad. Pero el carnicero, que ya es todo un carnicero en la existencia de X, ha ladrado como un perro a quien le quieren quitar un hueso. Tal vez el propio complejo de inferioridad, la rudeza del trabajo, la bastedad que da el solo tener que manipular y cortar carne, sea el factor impedidor.
El Sr. X espera que en algún momento se pongan de acuerdo. Está muy preocupado. Hay muchas cosas que tratar. La compra del Ford Escort y la heladera han quedado atrás y su situación es buena, pero cómo lograr poner de acuerdo a estos dos tipos que ni siquiera se conocen? Lo ideal es una separación total. Es un ideal sano.
Hace unos días, X intentó seriamente ponerlos a los dos en un diálogo amable, pero no lo logró. Ambos se miraron con desconfianza y se cruzaron miradas casi asesinas. El carnicero juró matar al secretario. Pensó que este está ocupando cada vez más lugar. El secretario no juró nada. Tal vez hubiera hablado con el carniza, pero vio que era como querer atravesar una montaña. Los ojos del carniza echaban fuego; los del secretario se limitaban a observar. No se intercambiaron ni una palabra; si lo hubieran hecho habría sido algo así: El carniza —Ud, es un tío muy listo y voy a liquidarlo.
El secretario —Cálmese, hombrecillo de la carne, cálmese. No esté acomplejado porque yo soy un señor y Ud. un simple carnicero improvisado.
El carniza —Le voy a reventar los sesos.
El secretario —Es lamentable, amiguito; lamentable que me tenga tanta envidia.
Ahora X está en el hospital para enfermos mentales. Los médicos dicen una cantidad de cosas. Hablan de Spaltung, de doble personalidad, etc., y emplean muchos términos incomprensibles. Ya no dialoga más y es una lástima.
La crisis sobrevino cuando X pensó que ahora tenía que pagar la casa de la playa. Y que el carniza tenia que ponerse de acuerdo con el secretario sobre el pago. Se produjo entonces un verdadero cortocircuito.
En el hospital, X no intenta ya más nada. Le ha dado por imitar a los animales, Rebuzna, relincha, etc. A veces canta un tango de Gardel.
La carnicería, de la cual es copropietario ahora, marcha viento en popa. Y Facosa ídem. Pero X sigue sin hablar. Gracias a Dios, si muere, dejará a su esposa económicamente bien. Aunque a lo mejor esto no ocurre. Ahora ha venido una enfermera a ponerle una inyección. Él está roncando a pata suelta. Por los movimientos que hace con una mano debe de estar con la mente puesta en la carnicería. O tal vez Facosa, frente a otro ejecutivo, pero obsedido por la vieja idea de que debe trabajar en la letrina.
Primer premio concurso de narrativa, Diario La Mañana , octubre 1983, Posteriormente publicado en “Cuentos civilizados”, Ediciones Géminis, Montevideo - Noviembre 1985
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