viernes, 16 de diciembre de 2011


La bicicleta


Ángel Juárez Masares


En aquel barrio todos teníamos más o menos las mismas aspiraciones.
Ennoviarse con la más linda, jugar en primera, tener buena “pilcha”, y “ligar” en los bailes de los sábados.
Éramos tan jóvenes que el futuro era el domingo que viene, y tan libres que “tiranos temblad” era casi una frase sin sentido.
Naturalmente algunos tenían otras metas. Como el Julio Ortega, que soñaba con ser un campeón en ciclismo, pero no tenía bicicleta ni dinero para comprarse una. De manera que participaba en los “picados” de campito, pero siempre de arquero, porque “al centro” era un tronco.
Un buen día estábamos sentados en la alcantarilla de la esquina cuando alguien lanzó la idea de armarle una bicicleta, “aunque más no sea de media carrera”.
A partir de ahí decidimos que ese regalo sería una sorpresa. Cada uno trataría de conseguir todas las piezas que fuera posible, y las llevaríamos a lo de Don Fuentes –donde había herramientas- y donde encontramos además la buena voluntad del veterano para “dar una mano” en la tarea.
Así las cosas y hecho el pacto de silencio, cada uno de nosotros se dedicó a “mangar” alguna pieza para la bici del Julio. En dos semanas nos juntaríamos en el galpón de Don Fuentes cuando el destinatario estuviera en la panadería donde trabajaba de “latero” y peón de todo.
Como no podía ser de otra manera esas dos semanas fueron un caos. Todos fuimos a pedir a los mismos talleres, asunto inevitable si tenemos en cuenta que sólo había cuatro o cinco en todo el pueblo. De todas maneras la mayoría las obtuvimos de amigos o parientes a quienes obligábamos a hurgar en galpones y estanterías donde se guardan esas cosas que “en algún momento van a hacer falta”, y que por regla general jamás se utilizan.
Pese a todo el gran día llegó. Estuvimos “haciendo esquina” hasta que el Julio se fue a la panadería, e inmediatamente corrimos a buscar las piezas que cada uno tenía escondidas en su casa.
Don Fuentes hizo espacio en su galpón. Armó una suerte de “banco de trabajo” con un par de tablones blancos de cal, y puso una lamparita nueva colgando del techo.
Puestos los pedazos de bicicleta que habíamos logrado reunir sobre la improvisada mesa, teníamos cinco manillares diferentes, de los cuales dos estaban quebrados y uno carecía de “avance”. Esto reducía las opciones a dos, previa adaptación según fuera el resto de la máquina.
También habíamos logrado reunir seis ruedas, pero lamentablemente no había un par iguales. Teníamos dos traseras, pero adaptar una para adelante iba a ser muy difícil, además de humillante. De esas seis ruedas sólo dos tenían cubiertas, y estaban demasiado gastadas para intentar siquiera hacerlas rodar.
Seguimos con el “inventario”, y el “Coco” Núñez fue anotando:
Dos cuadros, uno sin juego central.
Ocho palancas de fuerza, tres torcidas, una quebrada, tres derechas, y una izquierda en condiciones pero diferente a las derechas.
Cinco pedales, pero ninguno igual.
Tres palancas de freno.
Cuatro maromas, todas sin cabezal.
Siete mordazas de freno, dos delanteras y cinco traseras. Todas incompletas.
Cuatro cadenas de tracción, todas muy gastadas.
Dos piñones y dos platos, también muy gastados.
Cuatro asientos, tres “de paseo” y uno “de carrera”.
A todo esto había que sumarle un montón de tornillos, tuercas, arandelas, y piezas menores –como chavetas abolladas y tacos de goma- que fueron saliendo de los bolsillos de cada uno para engrosar el capital.
Colocada la chatarra sobre el improvisado banco de trabajo, empezamos a opinar todos a la vez, no faltando quien sugiriera tirar todo a la mierda y entrenar al Julio para que jugara de arquero el resto de su vida, o de lo contrario que fuera nombrado “aguatero oficial” del cuadro del barrio, lo cual no dejaba de ser una dignísima tarea.
Afortunadamente Don Fuentes terció en el litigio y puso la cuota de madurez que faltaba. Con un poco de habilidad y mucho trabajo –dijo- allí estaba la bicicleta que llevaría al Julio hacia la gloria.
Casi un mes trabajamos alternados y a escondidas. El “híbrido” iba tomando forma y varias manos de pintura roja disimularon las soldaduras  hechas por un amigo de Don Fuentes que tenía taller de autos, mientras la buena voluntad se imponía para no darle demasiada importancia al hecho que los pedales no eran iguales, como tampoco lo eran las ruedas, que –si bien eran del mismo diámetro- calzaban cubiertas diferentes.
Atendiendo a un “principio de aerodinámica”, como aseguraba seriamente el “traga” del Diego Almeida, pusimos la más grande atrás, “para que quedara más liviana”.
Don Fuentes tenía razón. Armar aquel engendro insumió bastante ingenio y mucho trabajo. Luchamos contra roscas oxidadas, llantas torcidas, piezas que no encajaban unas con otras, cámaras demasiado usadas que no aguantaban la presión, y más de una vez rascamos nuestros bolsillos para comprar algunas piezas imprescindibles, como los cables de freno, las bolillas de rodamiento, y varios rollos de cinta de color para cubrir la mugre del descascarado manillar.
El último día que trabajamos en el monstruo apareció Doña Rosa –la esposa de Don Fuentes- con su contribución para la causa: un forro de tela azul confeccionado por ella misma para cubrir el único y rotoso asiento “de carrera” que habíamos podido conseguir. Tela –por otra parte- sospechosamente similar a las camisas de trabajo de Don Fuentes.
Así las cosas, organizamos para el sábado siguiente un asadito en el fondo, con el pretexto de “armar el cuadro” para el próximo campeonato.
Esa noche esperamos a que en la parrilla quedaran los últimos huesitos, y cuando rodeamos la fogata vaso de vino y pucho en mano, el Diego Almeida –designado para hacer entrega oficial de la bicicleta- tomó la palabra y se largó con un discurso tan digno del mejor de los políticos que nadie entendía nada. Afortunadamente fue interrumpido por el “Coco” Núñez, que puso las cosas en su lugar sacando la bicicleta del galpón y diciéndole al Julio –que tampoco entendía nada- que esa “chiva” era un regalo de todos nosotros, de Don Fuentes y de Doña Rosa, y que se anotara en la Federación para “largar” en cuento estuviera en condiciones.
Como era de esperar, el discurso del “Coco” fue realmente expeditivo, advirtiéndole al Julio que se dejara de joder con el fútbol, “porque al centro sos un tronco, y al arco como el alambre de abajo, no atajás ni las perdices”.
Agregó además que “mañana mismo salís a la ruta a entrenar o te cagamo a patada en el culo. Vó´ elegí”.
Un cerrado aplauso celebró la certera intervención del “Coco” y la ceremonia de entrega se dio por concluida.
Milagrosamente el esperpento funcionó y no se partió al medio a los primeros pedaleos.
El Julio puso su mayor esfuerzo en el asunto y todas las noches antes de ir a la panadería “se hacía” unos cuantos kilómetros. En la ruta si había luna, en la rambla costanera si estaba oscuro.
Nuestro Campeón cumplió con todos los requisitos, Tramitó y obtuvo la “ficha médica”, documento que lo declaraba apto para practicar deportes, aunque para ello tuvo que dejar dos muelas en Salud Pública.
También se inscribió en la Federación Ciclista, donde quedó habilitado previo pago de un peso con veinte “para el timbre”.
Los días fueron transcurriendo sin mayores alternativas.
El Julio entrenaba de firme y se había hecho “compinche” con otros ciclistas “de primera” que –gastadas las burlas por su bicicleta- nunca le negaban un consejo a un botija nuevo.
Pero como dicen algunos: “hay de todo en la viña del Señor”, y más adelante veremos que no siempre los consejos son dignos de tener en cuenta.
Finalmente llegó el día esperado, y la noche anterior a la carrera nos juntamos en el galpón de Don Fuentes para “poner a punto” la máquina que llevaría al Julio hacia la meta.
La competencia consistía en recorrer treinta veces un circuito sub-urbano, y daría inicio puntualmente a las siete.
Cuando la noche del sábado mandamos al Julio a dormir temprano, lo notamos tenso y retraído. No obstante no nos preocupamos porque –según Don Fuentes- “es normal que esté nervioso la noche antes del debut”.
Serían las seis de la mañana del domingo cuando el cielo se abrió en pedazos y comenzó a llover como si fuera la última vez. El viento del sur sopló con tal fuerza que por momentos la lluvia se puso horizontal, y el agua convirtió las calles de “granza colorada” en un lodazal intransitable.
El Comisario de Carreras suspendió oficialmente la competencia, y ciclistas, acompañantes, y espectadores se desbandaron buscando refugio.
Nosotros emprendimos el camino de regreso al barrio caminando bajo la lluvia, y tratando de alcanzar al Julio, que trotaba una cuadra más adelante llevando al costado su aún virgen bicicleta.
Fue inútil gritarle que nos esperara, que era en vano correr porque ya estábamos empapados, y fue inútil todo intento de alcanzarlo. Al rato su figura se perdió calle abajo borrada por el temporal.
Cuando llegamos al barrio y entramos al bar del “Tito” Flores para armar un truco de seis nos olvidamos del Julio y de la lluvia. Alguien nos tiró una toalla “para no mojar las cartas”, y la mañana pasó de frustrante a divertida.
Serían las diez, cuando el gurí más chico de los González entró al bar corriendo, descalzo, y tapado con una bolsa de arpillera. Con los ojos desmesuradamente abiertos y la voz entrecortada nos dijo: ¡Dice la mamá del Julio que vayan…que no sabe lo que le pasa…dice que ta como loco, vó…vayan!..
Tiramos las cartas y salimos corriendo cuesta arriba. El Julio vivía a pocas cuadras, sólo con su madre, una mujer prematuramente envejecida y muy frágil de salud.
¡No sé que tiene muchachos- nos dijo al abrir la puerta -se encerró en su cuarto y se oyen ruidos.., parece que corre de un lado a otro de la pieza!-
Cuando entramos –previo romper la puerta- el Julio no dejó de correr y saltar hasta que lo apretamos arriba de la cama. Tenía los ojos enrojecidos, las venas del cuello hinchadas, y algunos espasmos sacudían su cuerpo cada tanto.
Nosotros estábamos tan asustados como la madre cuando entró Don Fuentes. Arrimó su rostro a la cara deformada del Julio y preguntó: -¡Qué tomaste Julio…decime, dale…qué te dieron a tomar…!
El Julio bajó la cabeza, tembló un poco, y llorisqueando respondió: - ¡No sé Don Fuentes…no sé…terminaba como…edrina…o algo parecido…no sé…era algo así Don Fuentes…
El veterano agarró al Julio por los hombros y cuando todos esperábamos que lo sacudiera un poco, le habló en un tono casi paternal:
-¿Quién fue el hijo de puta que te dio eso Julio…por qué tomaste esa porquería hermano…?
El Julio se mandó otro par de temblores, se limpió los mocos con el dorso de la mano y se largó a llorar.
¡Perdonemé Don Fuentes…yo quería ganar hoy…quería ganar pa ustedes…pa ustedes que hicieron una bici pa mí…y la pintaron de colorao como a mi me gustan las bicis…quería ganar pa la vieja, que nunca tiene una alegría porque yo no sirvo ni pa hacer pan…yo quería ganar hoy Don Fuentes…!
Cuando el viejo se volvió hacia nosotros algo muy parecido a una lágrima resbaló mezclada con el agua de lluvia por su curtido rostro de albañil.
No se asusten –dijo- algún hijo de puta le dio una “pichicata”. Ya se le va a pasar…que tome bastante agua y llévenlo a caminar un poco. La lluvia no le va a hacer nada. Y cuando vuelva que doña Cata le haga una buena jarra de té, así mea toda esa porquería.-
Y nos fuimos en patota con el Julio a caminar bajo la lluvia. Íbamos abrazados por las calles embarradas de aquel barrio de casas humildes con jardines al frente y huertas en el fondo, y de chimeneas de lata por donde salía olor a tortas fritas.
Y empezamos a cantar canciones de murgas. Cantamos para ahuyentar los fantasmas del dolor, y para que la lluvia no lavara las ilusiones del Julio.
Y entre estribillo y estribillo el Julio nos dijo quién le dio las pastillas, y ese domingo el episodio quedó por esa.
Y otra noche nos fuimos en patota pero sin el Julio, y encontramos al “pichicatero”, y mientras unos “lo aguantaban”, otros le rompimos la bicicleta en mil pedazos, saltamos sobre las ruedas hasta dejarlas como un ocho, y le aplastamos el cuadro “Legnano” contra el cordón de vereda hasta que quedó hecho mierda.
Y le prometimos que si nos denunciaba, no sólo íbamos a “hablar”, sino que en lugar de la bicicleta le romperíamos la cara, y por ahí –si andábamos muy calientes- hasta una rodilla.
Y otro domingo el Julio debutó y llegó como a los veinte, pero igual lo trajimos al barrio “en andas” y cantando: ¡Dale campeón!...!Dale campeón!...
Y al pasar frente a su casa, la madre del Julio se asomó a la ventana con una sonrisa que nunca antes le habíamos visto, y aplaudió la caravana de guachos rotosos y de perros que marchaban por el medio de la calle.
Y el escándalo alertó a los vecinos que salieron a aplaudir a las veredas.
Y alguno de la barra levantó la bicicleta colorada bien en alto, y al recortarse contra el cielo azul aquel domingo, juro que jamás vi algo tan hermoso y tan perfecto como aquel armatoste creado en honor a la Amistad.
Selección de poemas del libro “Entre todos”, que en los próximos días será presentado en Casapuerta (Mercedes).




    

  CUANDO NO ESTÉ





Marta Ricardi



Que será de mí cuando me vaya
que será de mí cuando te quedes,
que será de ti cuando estés solo
que será de ti cuando esté lejos.
Tantos sueños soñados y perdidos
tanta historia que queda detrás nuestro,
nuestras manos que ya no estarán juntas
nuestros pasos sonando sólo en eco.
Y tu voz y mi voz sólo en susurros
y llegando del pasado aquel: “te quiero”
que ya nunca será pues fue mentido
y aquel trago de amor fue sólo un sueño.
Te dí mi corazón te dí mi vida,        
me diste tu cobijo y tu misterio
de no alcanzar jamás lo que querías,
no dar tu corazón, no darte entero.
Me marcho pues así tú lo quisiste,
se queda mi tristeza en tu recuerdo
mi llanto que volvió desde el pasado
a recordarme que nada es eterno.
Te olvidarás de mí y en aquel día
que Dios tiene grabado en su cuaderno
con el último suspiro entre tus labios
a tu memoria quizás mi imagen vuelva;
¿qué le dirás, podrás acaso mirarla de frente?
o sólo será un recuerdo borroso,
una nada, un accidente…










SÉ QUE VOLVERÁS





Elida Rodríguez



                                            Sé que volverás porque oigo el eco
de tu risa en el bosque...
Porque el coro de grillos me trajo
la melodía más preciada...
Porque hoy una rama de sauce,
me rozó el hombro,
y sentí el calor de tu mano.
Sé que volverás
cuando la luna se asome sobre los juncos,
el cielo se platee de estrellas,
me dirás, hola Madre,
correré a la laguna,
besaré las aguas,
y le regalaré una rosa blanca
la mas fresca.











        FILOSOFANDO



Schubert Marotta



Cuando la alegría se fosiliza
se hace estéril y se entierra
cuesta luego recobrarla
para seguir con ella construyendo.
Y la necesitamos.
Necesitamos una vida
menos ciega, menos bruta,
colmada de su fuerza innovadora;
de su fruto que queremos infinito.


viernes, 9 de diciembre de 2011


Dentro y Fuera

Hermann Hesse
Había una vez un hombre llamado Frederick; se dedicaba a tareas intelectuales y poseía una amplia extensión de conocimientos. Sin embargo, no todos los conocimientos significaban lo mismo para él, ni apreciaba cualquier actividad intelectual. Tenía preferencia por un cierto tipo de pensamiento, desdeñando y detestando los otros. Sentía un profundo amor y respeto por la lógica -ese método admirable- y, en general, por lo que él llamaba "ciencia".
"Dos y dos son cuatro -acostumbraba a decir-. Esto es lo que creo; y el hombre debe construir su pensamiento sobre la base de esta verdad."
No ignoraba, sin duda, que existían otras clases de pensamiento y cultura; pero no los consideraba como "ciencia", y tenía una pobre opinión de ellos. Aunque librepensador, no era intolerante con la religión. La religión estaba fundada en un tácito acuerdo entre científicos. Durante varios siglos su ciencia había abarcado casi todo lo que existía sobre la tierra y era digno de conocerse, con una sola excepción: el alma humana. Con el transcurso del tiempo, se convirtió en costumbre abandonar esta materia a la religión, y permitir sus especulaciones sobre el alma, aunque sin considerarlas seriamente. Según esto, Frederick era también tolerante en lo referente a la religión; no obstante, todo lo que significaba superstición le era profundamente odioso y repugnante. Pueblos lejanos, incultos y retrasados podían recurrir, a ella; en la remota antigüedad podía admitirse el pensamiento místico o mágico; pero con el nacimiento de la ciencia y de la lógica esas anticuadas' y dudosas herramientas carecían de sentido.
Eso es lo que decía y lo que pensaba. Cuando aIgún vestigio de superstición aparecía ante él, se encolerizaba Y sentía como sí hubiese sido atacado por algo hostil.
No obstante, lo que más le irritaba era hallar tales vestigios entre hombres de su propia clase, educados y versados en los principios del pensamiento científico. Y nada le era tan doloroso e intolerable como el concepto escandaloso -que había oído recientemente formulado mulado y discutido incluso por hombres de gran cultura-, la idea absurda de que el "pensamiento científico" no era posiblemente, un hecho supremo, independiente del tiempo, eterno, preordinado e inexpugnable, sino sólo uno de tantos, una transitoria manera de pensar, no impenetrable al cambio y a la decadencia. Esa creencia irreverente, destructiva y venenosa se extendía; ni el propio Frederick era capaz de negarlo; había surgido al azar como resultado de la angustia originada en todo el mundo por la guerra, la revolución, y el hambre, a la manera de un aviso, como espiritual escritura de una blanca mano sobre un blanco muro.
Mientras más sufría Frederick por la existencia de esa idea y por lo profundamente que lograba afligirle, más apasionadamente la atacaba, tanto a ella como a aquéllos a quienes sospechaba sus secretos defensores, Hasta entonces sólo muy pocas personas verdaderamente cultivadas habían proclamado abierta y francamente su fe en la nueva doctrina, que parecía destinada, de lograr difusión y fuerza, a destruir todos los valores espirituales sobre la tierra y a provocar el caos. Pero la situación no había llegado aún a tal extremo, y los dispersos mantenedores, eran tan pocos en número, que cabía considerarlos como casos singulares y excéntricos, elementos peculiares. Pero una gota del veneno, una emanación de esa idea, podía ser percibida en cualquier momento. De un modo u otro podían surgir entre el pueblo y los medios cultivados una serie de nuevas doctrinas esotéricas, con sus sectas y discípulos; el mundo estaba lleno de ellas, por doquier se veía amenazado por la superstición, el misticismo, los cultos espirituales, y otras fuerzas misteriosas, a las cuales era necesario combatir, pero la ciencia, por un particular sentimiento de debilidad, les había concedido hasta el presente vía libre.
Un día, Frederick visitó a uno de sus amigos, con quien frecuentemente había investigado. Hacía algún tiempo desde la última vez que le vio. Mientras iba, subiendo por la escalera de la casa, intentó recordar cuándo y dónde había estado por última vez en compañía de su amigo, pero, aunque se enorgullecía de su excelente memoria, no lo conseguía. Imperceptiblemente molesto y malhumorado, mientras aguardaba ante la puerta de su amigo, intentó liberarse de esta sensación.
Apenas había saludado a Erwin, su amigo, cuando advirtió en su cordial semblante una cierta, aunque reprimida sonrisa, que le pareció advertir por primera vez. Apenas vio aquella sonrisa, en cierto modo burlona u hostil pese a su apariencia amistosa, recordó inmediatamente lo que estuvo buscando infructuosamente en su memoria, su último y anterior encuentro con Erwin. Recordó que se habían separado sin haber discutido, desde luego, pero con una sensación de discordia interna y disgusto, porque Erwin, había prestado entonces muy escaso apoyo a sus ataques contra los dominios de la superstición.
Era extraño. ¿Cómo podía haber olvidado aquello por completo? Comprendió también que ésa era la única razón de haber evitado a su amigo durante tanto tiempo, simplemente ese descontento, y que desde el principio había sido consciente de ello, aunque se inventó una multitud de excusas para el repetido aplazamiento de esta visita.
Ahora se enfrentaban el uno al otro; Frederick sintió que la pequeña grieta de aquel día había experimentado un tremendo ensanchamiento. Intuyó que algo fallaba entre él y Erwin, que hasta entonces siempre estuvo presente, un aura de solidaridad, de espontánea comprensión de afecto incluso. Ahora existía un vacío. Se saludaron; hablaron del tiempo, de sus conocidos, de su salud y -Dios sabe por qué- a cada palabra Frederick tuvo la molesta sensación de que no comprendía bien a su amigo, de que Erwin no le conocía realmente, de que sus palabras estaban errando el blanco, de que no era posible hallar ninguna base común para una verdadera conversación. Con mayor motivo por cuanto Erwin exhibía aún en su rostro aquella amistosa sonrisa, que Frederick estaba empezando casi a odiar.
Durante una pausa en la laboriosa conversación, Fredcrick miró en torno suyo al estudio que conocía tan bien y vio una hoja de papel clavada con un alfiler en la pared. Esta imagen le conmovió extrañamente despertando antiguos recuerdos: hacía mucho tiempo, en su s años de estudiante, Erwin tenía ese hábito, a veces, para conservar el dicho de un pensador o el verso de un poeta frescos en su mente. Se levantó y se dirigió hacia la pared para leer el papel.
Allí, en la bella escritura de Erwin, leyó las siguientes palabras: "Nada está fuera, nada está dentro; pues lo que está fuera está dentro".
Pálido, permaneció inmóvil durante un momento. ¡Allí estaba! ¡Eso era lo que temía! En otra ocasión habría ignorado aquella hoja de papel, la habría tolerado caritativamente como una genialidad, como una debilidad inocente a la que cualquiera estaba expuesto, quizá como un frívolo sentimentalismo que pedía indulgencia. Pero ahora era diferente. Sintió que esas palabras no habían sido escritas por un fugaz impulso poético; no era por capricho que Erwin hubiera vuelto después de tantos años a la práctica de su juventud. ¡Aquella frase era una confesión de misticismo!
Lentamente se volvió para mirarle al rostro, cuya sonrisa era de nuevo radiante.
-¡Explícame esto! -exigió.
Erwin hizo un gesto afirmativo con la cabeza, lleno de amistad.
-¿Nunca has leído este dicho?
-¡Naturalmente! -gritó Frederick-. Claro que lo conozco. Es misticismo, es gnosticismo. Quizá sea poético, pero... ¡De todas formas, explícamelo, y dime por qué lo has puesto en la pared!
-Con mucho gusto -dijo Erwin-. El dicho es una primera introducción a una epistemología que he estado investigando últimamente, y que me ha proporcionado ya muchas satisfacciones.
Frederick reprimió su arrebato. Preguntó:
-¿Una nueva epistemología? ¿Qué es? ¿Cómo se llama?
-¡Oh -contestó Erwin-, únicamente es nueva para mí. Es ya muy antigua y venerable. Se llama magia.
La palabra había sido pronunciada. Asombrado y sobrecogido por tan cándida confesión, Frederick, comprendió con un estremecimiento, que se hallaba enfrentado cara a cara con el archienemigo, en la persona de Erwin. No sabía si estaba más cerca de la rabia o de las lágrimas; le poseía un amargo sentimiento de irreparable pérdida. Durante una larga pausa permanecio callado.
Luego, con tina pretendida decisión en su voz, atacó:
-¿Así que deseas ahora convertirte en un mago?
-Sí -contestó Erwin sin vacilar.
-Una especie de aprendiz de brujo, ¿eh?
-Ciertamente.
Hubo tanta quietud que podía oírse el tic?tac de un reloj en la habitación contigua.
Frederick agregó después:
-Esto significa que abandonas toda relación con la ciencia seria, y por lo tanto toda relación conmigo.
-Espero que no sea así -Contestó Erwin-. Pero si no hay otro remedio, ¿qué puedo hacer?
-¿Qué puedes hacer? -estalló Frederick-. ¡Toma, rompe, rompe de una vez por todas con esa puerilidad, con esa vil y despreciable creencia en la magia¡ Eso puedes hacer, si deseas conservar mi respeto.
Erwin sonrió un poco, aunque también su alegría se había desvanecido.
-Hablas como si... -Murmuró, tan suavemente que a través de sus quedas palabras la irritada voz de Frederick aún parecía resonar por toda la habitación-, hablas como si eso estuviese dentro de mi voluntad, como si me quedara elección, Frederick. No es ése el caso. No tengo, ninguna elección. No fui yo quien escogió la magia: ella me escogió a mí.
Frederick suspiró, profundamente.
-Entonces, adiós -dijo hastiadamente, y se levantó, sin ofrecerle su mano.
-¡Así,no¡ -exclamó Erwin-. No debes separarte de mí de ese modo. Imagina que uno de nosotros yace en su lecho de muerte -¡y en verdad que así es!-, y que debemos decirnos adiós.
-¿Pero quién de nosotros va a morir, Erwin?
-Hoy probablemente yo, amigo mío. Cualquiera que desee nacer de nuevo, debe estar preparado para morir.
Una vez más Frederick se dirigió a la hoja de papel y leyó el dicho.
-Muy bien -admitió al fin-. Tienes razón, no sirve para nada separarnos con ira. Haré lo que deseas; imaginaré que uno de nosotros se está muriendo. Antes de irme, quiero pedirte una última cosa.
-Me alegro -repuso Erwin-. Dime, ¿qué atención puedo demostrarte en nuestra despedida?
-Repito mi primera pregunta, y ésta es también mi petición: explícame ese dicho lo mejor que puedas.
Erwin reflexionó un momento y luego dijo:
-Nada está fuera, nada está dentro. Conoces el significado religioso de esto: Dios está en todas partes.
Está en el espíritu, y también en la naturaleza. Todo es divino, porque Dios es todo. Antiguamente esto recibía el nombre de panteismo. En lo que concierne al signi. ficado filosófico, estamos acostumbrados a separar el dentro del fuera en nuestro pensamiento; sin embargo, esto no es necesario. Nuestro espíritu es capaz de superar los límites que hemos fijado para él, en el Más Allá. Más allá del par de antítesis que constituye nuestro inundo, comienza un nuevo y diferente conocimiento... Pero, mi querido amigo, debo confesarte que, desde que mi pensamiento ha cambiado, ya no existen para mí palabras ambiguas ni dichos: cada palabra tiene decenas, centenares de significados. Y ahí empieza lo que temes... la magia.
Frederick. frunció las cejas y estuvo a punto de interrumpirle. Pero Erwin le miró de forma desarmante y continuó, hablando más distintamente:
-Déjame darte un ejemplo. Llévate algo mío, cualquier objeto, y examínalo un poco de cuando en cuando. Pronto el principio del dentro y el fuera te revelará uno de sus muchos significados.
Dio una ojeada en tomo a la habitación, tomó una pequeña estatuilla de arcilla de un anaquel, y se la dio a Frederick, diciendo:
-Toma esto como regalo de despedida. ¡Cuando este objeto que coloco en tus manos cese de estar fuera de ti y está dentro de ti, ven a mí de nuevo! ¡Pero si permanece fuera de ti, tal como está ahora, para siempre, entonces esta separación tuya de mí será también para siempre!
Frederick quiso hablar todavía, pero Erwin tomó su mano, la estrechó, y se despidió de él con una expresión que no admitía réplica.
Frederick se retiró; descendió la escalera (¡qué largo le pareció el tiempo desde que la había subido!); se dirigió a través de las calles a su casa, perplejo y angustiado, con la pequeña figura de barro en la mano.
Se detuvo frente a su morada, apretó fieramente el puño sobre la estatuilla durante un momento, y sintió un irresistible impulso de romper el ridículo objeto contra el suelo. Nunca se había sentido tan agitado, tan movido por emociones antagónicas.
Buscó un lugar para el obsequio de su amigo, y puso la figura en la parte superior de un estante de su librería. Por el momento la dejó allí.
Ocasionalmente, según fueron pasando los días, la miró, meditando sobre ella y sus orígenes, considerando el. significado que tan disparatado objeto iba a tener, para él. Se trataba de una pequeña figura que representaba un hombre, o un dios, o un ídolo , con dos rostros, como el dios, romano Jano, modelada más bien toscamente en arcilla y cubierta con un tostado y algo. cuarteado barniz. La pequeña imagen tenía un aspecto grosero e insignificante; no era desde luego una obra griega o romana; probablemente se trataba del trabajo de alguna raza inferior y primitiva de Africa o de los Mares del Sur. Los dos rostros, que eran exactamente iguales, mostraban una sonrisa apática, indolente y débilmente burlona; el pequeño gnomo prodigaba su estúpida sonrisa de modo en especial desagradable?.
Frederick no pudo acostumbrarse a la figura. Le resultaba totalmente inestética y ofensiva, se interponía en su camino, le turbaba. Ya al día siguiente la tomó para dejarla sobre la estufa, y pocos días después la trasladó a un aparador. Pero una y otra vez aparecía en el campo, de su visión, como si le estuviese imponiendo su presencia; se reía de él fría y estúpidamente, se daba tono, exigía atención. Tras unas cuantas semanas la puso en la antecámara, entre las fotografías de Italia y los recuerdos triviales que jamás miraba nadie. Ahora, al menos, sólo veía al !dolo al entrar o al salir pasaba junto a él rápidamente, sin prestarle atención. Pero, también allí el objeto le fastidiaba, aunque no quiso admitirlo.
Con aquel juguete, con aquella monstruosidad de dos caras, la vejación y el tormento habían entrado en su vida.
Un día, meses más tarde, regresó de un corto viaje. Emprendía ahora tales excursiones de cuando en cuando, como si algo le empujase secretamente. Entró en su casa, atravesó la antecámara, fue saludado por la criada, y leyó las cartas que le aguardaban. Pero seguía intranquilo, como si hubiera olvidado algo importante; ningún libro te tentaba, ningún sillón era cómodo. Empezó a torturar su mente, ¿cuál era la causa? ¿Había descuidado algo importante? ¿Comido algo que pudiese trastornarle? Al reflexionar, descubrió que esta sensación de inquietud había aparecido al entrar en el apartamento. Volvió a la antecámara e involuntariamente su primera mirada buscó la figura de arcilla.
Un extraño terror se, apoderó de él al no ver al ídolo. Había desaparecido. No estaba. ¿Se habla marchado caminando con sus pequeñas piernas de barro? ¿Había volado? ¿Desapareció por artes mágicas?
Frederick recobró la calma, y sonrió ante su nerviosismo. Luego empezó a buscar tranquilamente por toda la habitación. Al no encontrar nada, llamó a la criada. Parecía turbada, y admitió en seguida que se le había caído el objeto mientras limpiaba.
-¿Dónde está?
Ya no estaba en ninguna parte. Tan sólido, como aparentaba ser el pequeño objeto; ella lo tuvo a menudo en sus manos. Sin embargo, se había roto en mil pedazos. Llevó los fragmentos a un taller, donde simplemente se rieron de ella. Luego los había tirado.
Frederick despidió a la criada. Sonrió. Se sentía contento. ¡Qué poco le importaba el ídolo! La abominación había desaparecido; ahora tendría paz. ¿Por qué no habría deshecho el objeto a golpes desde el?primer día? ¡Cómo había sufrido todo aquel tiempo! ¡De qué forma indolente, extraña, astuta, perversa, diabólica le había sonreído el ídolo! Ahora que había desaparecido, podía admitir la verdad: había temido verdadera y sinceramente a aquel dios de barro. ¿No era el emblema él símbolo de todo cuanto le era repugnante e intolerable de todo cuanto reconoció siempre como pernicioso, hostil, y digno de supresión, un estandarte de todas las supersticiones, de todas Ias tinieblas, de toda coerción de la conciencia y el espíritu? ¿No representaba horrible fuerza que se siente a veces bramando en las entrañas de la tierra, ese lejano terremoto, esa próxima extinción de la cultura, ese naciente caos? ¿No le había robado aquella despreciable figura a su mejor amigo, es más, no robado, sino convertido en enemigo? Ahora el objeto había desaparecido. Desvanecido. Roto en mil pedazos. Acabado. Era mucho mejor que si lo hubiera destruido por sí mismo.
Eso pensó, o dijo. Y volvió a sus asuntos como antes.
Pero la maldición persistió. Justamente cuando habla conseguido acostumbrarse más o menos a aquella ridícula figura, precisamente cuando verla en su lugar habitual en la mesa de la antecámara se le había hecho gradualmente familiar y nada importante, era cuando su ausencia empezó a atormentarle. Sí, la echaba a faltar cada vez que cruzaba aquella estancia; veía constantemente el espacio vacío donde había estado, y el vacío emanaba de aquel lugar y llenaba la habitación entera.
Malos días y peores noches empezaron para Frederick. Ya no podía atravesar la antecámara sin pensar, en el ídolo de las dos caras, sin echarlo a faltar; sintiendo que sus pensamientos estaban unidos a él. Una, agónica obsesión creció en su interior. Y no era simple. mente al cruzar aquel cuarto cuando se sentía prisionero de su obsesión. De la misma forma en que el vacío y la desolación irradiaban del ahora vacío lugar en la mesa de la antecámara, aquella idea obsesiva irradiaba dentro de él, empujaba todo lo demás a un lado, enconándole y llenándole de extrañeza y desolación.
Una y otra vez imaginó la figura con suma claridad, para demostrarse a sí mismo lo absurdo de afligirse por su pérdida. Pudo verla en toda su estúpida fealdad y barbarie, con su vacua pero astuta sonrisa, con sus dos caras; impulsado como por una coacción, lleno de odio y con la boca torcida, se descubrió a sí mismo intentando reproducir aquella sonrisa. Le incomodaba la duda de si las dos caras eran en realidad exactamente iguales. ¿No tenía una de ellas, quizá simplemente por una pequeña aspereza o cuarteo en el barniz, una expresión algo distinta? ¿Algo raro? ¿Algo enigmático? ¡Qué peculiar era el color de aquel barniz ! El verde, y el azul, y el gris, pero también el rojo, se mezclaban en él, un barniz que ahora hallaba a menudo en otros objetos, en una reflexión del sol de la ventana o en los reflejos ,de un húmedo pavimento.
Cavilaba mucho sobre aquel barniz, incluso por la noche. Le extrañó igualmente lo extraña. rara, malsonante, poco Familiar, casi maligna que era la palabra "barniz". La analizó; Regó hasta invertir el orden de sus, Jetras. Entonces lela "zinrab". Pero, ¿de dónde demonios tomaba su sonido aquella palabra? Conocía la palabra "zinrab", por supuesto que sí; además, era una palabra hostil y mala, una palabra con perversas e inquietantes implicaciones. Durante mucho tiempo le atormentó esa pregunta. Finalmente dio con la respuesta: "zinrab" le recordaba un libro que había comprado y leído hacía muchos años durante un viaje, y que le había aterrado, atormentado, pero fascinado secretamente; se titulaba Princesa Zinraka. Era como una maldlción: todo lo relacionado con la estatuilla -el barniz, el azul, el verde, la sonrisa- significaba hostilidad, eran sinónimos de torturas y venenos. ¡De qué forma tan peculiar en otro tiempo Erwin, su amigo, había sonreído mientras ponía el ídolo en su mano ! Una forma muy peculiar, muy significativa, muy hostil.
Frederick resistió valientemente -y muchos, días no sin éxito- la tendencia obsesiva de sus pensamientos. Presentía el peligro claramente: ¡volverse loco! No, era mejor morir. La razón es necesaria, la vida no. Y se le ocurrió que quizá eso era la magia, que Erwin, con la ayuda de aquella figura, le había encantado en cierto modo, y que debería sucumbir en un sacrificio como el defensor de la razón y la ciencia contra aquellos funestos poderes, Sin embargo, de ser as!, si eso era posible, la magia existía, la hechicería existía. ¡No, mejor era morir!
Un doctor le recomendó paseos y baños. A veces, en busca de distracción, pasaba la noche en una posada. Pero no le sirvió de nada. Maldecía a Erwin y se maldecía a sí mismo.
Una noche, como solía hacer ahora con frecuencia, se retiró temprano y estuvo inquieto en la cama, imposibilitado de dormir. Se sentía indispuesto e intranquilo. Deseaba meditar, deseaba hallar tranquilidad, decirse cosas reconfortantes, tranquilizadoras, frases de recta serenidad y claridad. "Dos y dos son cuatro". Nada vino a su mente; en un estado casi de delirio musitó sonidos y sílabas para sí. Gradualmente las palabras se formaron en sus labios, y varias veces, sin comprender su ?significado, repitió la misma frase para sí, como si hubiese tomado forma en él de algún modo. La murmuró una y otra vez, como si absorbiese una droga, como si en ella buscase a tientas su camino hacia el sueño que le eludía en el estrecho sendero que bordeaba el abismo.
Pero súbitamente, al levantar un poco la voz, las palabras que estaba musitando penetraron en su conciencia. Las conocía: "¡Sí, ahora estás dentro de mí!" E instantáneamente comprendió. ¡Supo lo que significaban, que se referían al ídolo de arcilla, que entonces, en aquella hora gris de la noche, se había cumplido puntual y exactamente la profecía que Erwin le había hecho un espantoso día, que la figura que sostuvo desdeñosamente en sus dedos ya no estaba fuera de él sino dentro de él! "Pues lo que está fuera está dentro".
Incorporándose de un salto, experimentó como si le estuvieran haciendo una transfusión de hielo y fuego. El mundo vacilaba a su alrededor, los planetas le miraban fija y alocadamente. Encendió la luz, se puso algunas ropas, abandonó su casa y corrió en plena noche hacia,la de Erwin. Vio una luz encendida en la ventana del estudio que conocía tan bien; la puerta de la casa ,estaba abierta: todo parecía estar esperándole. Subió precipitadamente la escalera. Penetró con paso inseguro ,en el estudio de Erwin, y se apoyó con temblorosas manos sobre la mesa. Erwin se hallaba sentado junto a la lámpara, bajo su suave luz, pensativo y sonriente.
Cortésmente Erwin se puso en pie.
-Has venido. Eso está bien.
-¿Has estado esperándome? ?preguntó Frederick.
-He estado esperándote, como sabes, desde el momento en que te fuiste de aquí con mi pequeño obsequio. ¿Ha sucedido lo que dije entonces?
-Ha sucedido -admitió-. El ídolo está dentro de mí. Ya no puedo soportarlo más.
-¿Puedo ayudarte? -preguntó Erwin.
-No Io sé. Haz lo que quieras. ¡Explícame más acerca de tu magia. Dime si el ídolo puede salir de mí otra vez.
Erwin puso su mano sobre el hombro de su amigo. Le condujo hacia un sillón y le obligó a sentarse en él. Luego dijo cordialmente, en un casi fraternal tono de voz:
-El ídolo saldrá de ti otra vez. Ten confianza en mí. Ten confianza en ti mismo. Has aprendido a creer en él. ¡Ahora aprende a amarlo! Está dentro de ti, pero continúa muerto, es aun un fantasma para ti. ¡Despiértalo, háblale, pregúntale! ¡Pues es tú mismo! ¡No le odies, no le temas, no le atormentes! ¡Cómo has atormentado a ese pobre ídolo, que sin embargo eras tú mismo! ¡Cómo te has atormentado a ti mismo!
-¿Es ése el camino de la magia? -preguntó Frederick. Se hallaba profundamente hundido en el sillón, como si hubiera envejecido, y su voz era débil.
-Ese es el camino -contestó Erwin-, y quizá has dado ya el paso más difícil. Has hallado por experiencia que el fuera puede convertirse en el dentro. Has estado más allá del par de antítesis. ¡Te pereció el infierno; aprende ahora amigo mío, qué es el cielo!. Porque es el cielo el que te espera. Mira, esto es la magia: intercambiar el fuera y el dentro o, no por el impulso, ni con la angustia, como tú lo has hecho, sino libremente, voluntariamente. Llama al pasado, llama al futuro: ¡ambos se hallan en ti! Hasta hoy has sido el esclavo del dentro. Aprende a ser su dueño. Eso es la magia.
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Conversación


 Eduardo Mallea

Él no contestó, entraron en el bar. Él pidió un whisky con agua; ella pidió un whisky con agua. Él la miró; ella tenía un gorro de terciopelo negro apretándole la pequeña cabeza; sus ojos se abrían, oscuros, en una zona azul; ella se fijó en la corbata de él, roja, con las pintas blancas sucias, con el nudo mal hecho. Por el ventanal se veía el frente de una tintorería; al lado de la puerta de la tintorería jugaba un niño; la acera mostraba una gran boca por la que, inconcebible nacimiento, surgía el grueso tronco de un castaño; la calle era muy ancha. El mozo vino con la botella y dos vasos grandes y hielo: -"Cigarrillos -le dijo él-, Máspero"; el mozo recibió la orden sin mover la cabeza, pasó la servilleta por la superficie manchada de la mesa, donde colocó después los vasos; en el salón casi todas las mesas estaban vacías; detrás de una kentia gigantesca escribía el patrón en las hojas de un bibliorato; en una mesa del extremo rincón hablaban dos hombres, las cabezas descubiertas, uno con bigote recortado y grueso, el otro rasurado, repugnante, calvo y amarillento; no se oía, en el salón, el vuelo de una mosca; el más joven de los dos hombres del extremo rincón hablaba precipitadamente, haciendo pausas bruscas; el patrón levantaba los ojos y lo miraba, escuchaba ese hablar rudo e irregular, luego volvía a hundirse en los números; eran las siete.
Él le sirvió whisky, cerca de dos centímetros, y luego le sirvió un poco de hielo, y agua; luego se sirvió a sí mismo y probó en seguida un trago corto y enérgico; prendió un cigarrillo y el cigarrillo le quedó colgando de un ángulo de la boca y tuvo que cerrar los ojos contra el humo, mirándola; ella tenía su vista fija en la criatura que jugaba junto a la tintorería; las letras de la tintorería eran plateadas y la T, que había sido una mayúscula pretenciosa, barroca, tenía sus dos extremos quebrados y en lugar del adorno quedaban dos manchas más claras que el fondo homogéneo de la tabla sobre la que muchos años habían acumulado su hollín; él tenía una voz autoritaria, viril, seca.
-Ya no te pones el traje blanco -dijo.
-No -dijo ella.
-Te quedaba mejor que eso -dijo él.
-Seguramente.
-Mucho mejor.
-Te has vuelto descuidada. Realmente te has vuelto descuidada.
Ella miró el rostro del hombre, las dos arrugas que caían a pico sobre el ángulo de la boca pálida y fuerte; vio la corbata, desprolijamente hecha, las manchas que la cubrían en diagonal, como salpicaduras.
-Sí -dijo.
-¿Quieres hacerte ropa?
-Más adelante -dijo ella.
-El eterno "más adelante" -dijo él-. Ya ni siquiera vivimos. No vivimos el momento que pasa. Todo es "más adelante".
Ella no dijo nada; el sabor del whisky era agradable, fresco y con cierto amargor apenas sensible; el salón servía de refugio a la huida final de la tarde; entró un hombre vestido con traje de brín blanco y una camisa oscura y un pañuelo de puntas castaño saliéndole por el bolsillo del saco - miró a su alrededor y fue a sentarse al lado del mostrador y el patrón levantó los ojos y lo miró y el mozo vino y pasó la servilleta sobre la mesa y escuchó lo que el hombre pedía y luego lo repitió en voz alta; el hombre de la mesa lejana que oía al que hablaba volublemente volvió unos ojos lentos y pesados hacia el cliente que acababa de entrar; un gato soñoliento estaba tendido sobre la trunca balaustrada de roble negro que separaba dos sectores del salón, a partir de la vidriera donde se leía, al revés, la inscripción: "Café de la Legalidad"; ella pensó: ¿por qué se llamará café de la Legalidad? - una vez había visto, en el puerto, una barca que se llamaba Causalidad; ¿qué quería decir Causalidad, por qué había pensado el patrón en la palabra Causalidad, qué podía saber de Causalidad un navegante gris a menos de ser un hombre de ciertas lecturas venido a menos?; tal vez tuviera que ver con ese mismo desastre la palabra Causalidad; o sencillamente habría querido poner Casualidad -es decir, podía ser lo contrario, esa palabra, puesta allí por ignorancia o por un asomo de conocimiento-; junto a la tintorería, las puertas ya cerradas pero los escaparates mostrando el acumulamiento ordenado de carátulas grises, blancas, amarillas, con cabezas de intelectuales fotográficos y avisos escritos en grandes letras negras.
-Este no es un buen whisky -dijo él.
-¿No es? -preguntó ella.
-Tiene un gusto raro.
Ella no le tomaba ningún gusto raro; verdad que había tomado whisky tan pocas veces; él tampoco tomaba mucho; algunas veces, al volver a casa cansado, cinco dedos, antes de comer; otros alcoholes tomaba, con preferencia, pero nunca solo sino con amigos, al mediodía; pero no se podía deber a eso, a tan poca cosa, aquel color verdoso que le bajaba de la frente, por la cara ósea, magra, hasta el mentón; no era un color enfermizo pero tampoco eso puede indicar salud -ninguno de los remedios habituales había podido transformar el tono mate que tendía algunas veces hacia lo ligeramente cárdeno-. Le preguntó, él:
-¿Qué me miras?
-Nada -dijo ella.
-Al fin vamos a ir o no, mañana, a lo de Leites...
-Sí -dijo ella-, por supuesto, si quieres. ¿No les hemos dicho que íbamos a ir?
-No tiene nada que ver -dijo él.
-Ya sé que no tiene nada que ver; pero en caso de no ir habría que avisar ya.
-Está bien. Iremos.
Hubo una pausa.
- ¿Por qué dices así que iremos?-preguntó ella.
- ¿Cómo "así"?
- Sí, con un aire resignado. Como si no te gustara ir.
-No es de las cosas que más me entusiasman, ir.
Hubo una pausa.
-Sí. Siempre dices eso. Y sin embargo, cuando estás allí...
-Cuando estoy ahí qué -dijo él.
-Cuando estás allí parece que te gustara y que te gustara de un modo especial...
-No entiendo -dijo él.
-Que te gustara de un modo especial. Que la conversación con Ema te fuera una especie de respiración, algo refrescante, porque cambias...
-No seas tonta.
-Cambias -dijo ella-. Creo que cambias. O no sé. En cambio, no lo niegues, por verlo a él no darías un paso.
-Es un hombre insignificante y gris, pero al que debo cosas -dijo él.
-Sí. En cambio, no sé, me parece que dos palabras de Ema te levantaran, te hicieran bien.
-No seas tonta -dijo él-. También me aburre.
-¿Por qué pretender que te aburre? ¿Por qué decir lo contrario de lo que realmente es?
-No tengo por qué decir lo contrario de lo que realmente es. Eres terca. Me aburre Leites y me aburre Ema y me aburre todo lo que los rodea y las cosas que tocan.
-Te fastidia todo lo que los rodea. Pero por otra cosa-dijo ella.
-¿Por qué otra cosa?
-Porque no puedes soportar la idea de esa cosa grotesca que es Ema unida a un hombre tan inferior, tan trivial.
-Pero es absurdo lo que dices. ¿Qué se te ha metido en la cabeza? Cada cual crea relaciones en la medida de su propia exigencia. Si Ema vive con Leites no será por una imposición divina, por una ley fatal, sino tranquilamente porque no ve más allá de él.
-Te es difícil concebir que no vea más allá de él.
-Por Dios, basta, no seas ridícula.
Hubo otra pausa. El hombre del traje blanco salió del bar...
-No soy ridícula -dijo ella.
Habría querido agregar algo más, decir algo más significativo que echara una luz sobre todas esas frases vagas que cambiaban; pero no dijo nada; volvió a mirar las letras de la palabra Tintorería; el patrón llamó al mozo y le dio una orden en voz baja y el mozo fue y habló con uno de los dos clientes que ocupaban la mesa extrema del salón; ella sorbió la última gota del aguardiente ámbar.
-En el fondo, Ema es una mujer bastante conforme con su suerte -dijo él.
Ella no contestó nada.
-Una mujer fría de corazón -dijo él.
Ella no contestó nada.
-¿No crees? -dijo él.
-Tal vez -dijo ella.
-Y a ti a veces te da por decir cosas tan absolutamente fantásticas.
Ella no dijo nada.
-¿Qué crees que me puede interesar en Ema? ¿Qué es lo que crees?
-Pero, ¿para qué volver sobre lo mismo? -dijo ella-. Es una cosa que he dicho al pasar. Sencillamente al pasar.
Los dos permanecieron callados; él la miraba, ella miraba hacia fuera, la calle que iba llenándose, muy lentamente, de oscuridad, la calle donde la noche entraba en turno; el pavimento que, de blanco, estaba ya gris, que iba a estar pronto negro, con cierto reflejo azul mar brillando sobre su superficie; pasaban automóviles, raudos, alguno que otro ómnibus, cargado; de pronto se oía una campanilla extraña - ¿de dónde era esa campanilla?; la voz de un chico se oyó, lejana, voceando los diarios de la tarde, la quinta edición, que aparecía; el hombre pidió otro whisky para él; ella no tomaba nunca más de una pequeña porción; el mozo volvió la espalda a la mesa y gritó el pedido con la misma voz estentórea y enfática con que había hecho los otros pedidos y con que se dan el gusto de ser autoritarios estos subordinados de un patrón tiránico; el hombre golpeó la vidriera y el chico que pasaba corriendo con la carga de diarios oliendo a tinta entró en el salón y el hombre compró un diario y lo desplegó y se puso a leer los títulos; ella se fijó en dos o tres fotografías que había en la página postrera, una joven de la aristocracia que se casaba y un fabricante de automóviles británicos que acababa de llegar a la Argentina en gira comercial; el gato se había levantado sobre la balaustrada y jugaba con la pata en un tiesto de flores, moviendo los tallos de las flores viejas y escuálidas; ella preguntó al hombre si había alguna novedad importante y el hombre vaciló antes de contestar y después dijo:
-La eterna cosa. No se entienden los rusos con los alemanes. No se entienden los alemanes con los franceses. No se entienden los franceses con los ingleses. Nadie se entiende. Tampoco se entiende nada. Todo parece que de un momento a otro se va a ir al diablo. O que las cosas van a durar así: todo el mundo sin entenderse, y el planeta andando.
El hombre movió el periódico hacia uno de los flancos, llenó la copa con un poco de whisky y después le echó un terrón de hielo y después agua.
-Es mejor no revolverlo. Los que saben tomarlo dicen que es mejor no revolverlo.
-¿Habrá guerra, crees? -le preguntó ella.
-¿Quién puede decir sí, quién puede decir no? Ni ellos mismos; yo creo. Ni ellos mismos.
-Duraría dos semanas, la guerra, con todos esos inventos...
-La otra también, la otra también dijeron que iba a durar dos semanas.
-Era distinto...
-Era lo mismo. Siempre es lo mismo. ¿Detendrían al hombre unos gramos más de sangre, unos millares más de sacrificados? Es como la plata del avaro. Nada sacia el amor de la plata por la plata. Ninguna cantidad de odio saciará el odio del hombre por el hombre.
-Nadie tiene ganas de ser masacrado -dijo ella-. Eso es más fuerte que todos los odios.
-¿Qué? -dijo él-. Una ceguera general todo lo nubla. En la guerra la atroz plenitud de matar es más grande que el pavor de morir.
Ella calló; pensó en aquello, iba a contestar pero no dijo nada; pensó que no valía la pena; una joven de cabeza canosa, envuelta en un guardapolvo gris, había salido a la acera de enfrente y con ayuda de un hierro largo bajaba las cortinas metálicas de la tintorería, que cayeron con seco estrépito; la luz eléctrica era muy débil en la calle y el tránsito se había hecho ahora ralo, pero seguía pasando gente con intermitencias.
-Me das rabia cada vez que tocas el asunto de Ema -dijo él.
Ella no dijo nada. Él tenía ganas de seguir hablando.
-Las mujeres deberían callarse a veces -dijo.
Ella no dijo nada; el hombre rasurado de piel amarillenta se despidió de su amigo y caminó por entre las mesas y salió del bar; el propietario levantó los ojos hacia él y luego los volvió a bajar.
-¿Quieres ir a alguna parte a comer? -preguntó él con agriedad.
-No sé -dijo ella-, como quieras.
Cuando hubo pasado un momento, ella dijo:
-Si uno pudiera dar a su vida un fin.
Seguía, él, callado.
Estuvieron allí un rato más y luego salieron; echaron a andar por esas calles donde rodaban la soledad, la pobreza y el templado aire nocturno; parecía haberse establecido entre los dos una atmósfera, una temperatura que no tenía nada que ver con el clima de la calle; caminaron unas pocas cuadras, hasta el barrio céntrico donde ardían los arcos galvánicos, y entraron en el restaurante.
¡Qué risas, estrépito, hablar de gentes! Sostenía la orquesta de diez hombres su extraño ritmo; comieron en silencio; de vez en cuando cruzaba entre los dos una pregunta, una réplica; no pidieron nada después del pavo frío; más que la fruta, el café; la orquesta sólo se imponía pequeñas pausas.
Cuando salieron, cuando los recibió nuevamente el aire nocturno, la ciudad, caminaron un poco a la deriva entre las luces de los cinematógrafos. Él estaba distraído, exacerbado, y ella miraba los carteles rosa y amarillo - habría deseado decir muchas cosas, pero no valía la pena, callaba.
-Volvamos a casa -dijo él-. No hay ninguna parte adonde ir.
-Volvamos -dijo ella-. ¿Qué otra cosa podríamos hacer?


La ciudad junto al río inmóvil,
Editorial Sudamericana, Buenos Aires,
Argentina, 3º edición, 1954