viernes, 16 de diciembre de 2011


La bicicleta


Ángel Juárez Masares


En aquel barrio todos teníamos más o menos las mismas aspiraciones.
Ennoviarse con la más linda, jugar en primera, tener buena “pilcha”, y “ligar” en los bailes de los sábados.
Éramos tan jóvenes que el futuro era el domingo que viene, y tan libres que “tiranos temblad” era casi una frase sin sentido.
Naturalmente algunos tenían otras metas. Como el Julio Ortega, que soñaba con ser un campeón en ciclismo, pero no tenía bicicleta ni dinero para comprarse una. De manera que participaba en los “picados” de campito, pero siempre de arquero, porque “al centro” era un tronco.
Un buen día estábamos sentados en la alcantarilla de la esquina cuando alguien lanzó la idea de armarle una bicicleta, “aunque más no sea de media carrera”.
A partir de ahí decidimos que ese regalo sería una sorpresa. Cada uno trataría de conseguir todas las piezas que fuera posible, y las llevaríamos a lo de Don Fuentes –donde había herramientas- y donde encontramos además la buena voluntad del veterano para “dar una mano” en la tarea.
Así las cosas y hecho el pacto de silencio, cada uno de nosotros se dedicó a “mangar” alguna pieza para la bici del Julio. En dos semanas nos juntaríamos en el galpón de Don Fuentes cuando el destinatario estuviera en la panadería donde trabajaba de “latero” y peón de todo.
Como no podía ser de otra manera esas dos semanas fueron un caos. Todos fuimos a pedir a los mismos talleres, asunto inevitable si tenemos en cuenta que sólo había cuatro o cinco en todo el pueblo. De todas maneras la mayoría las obtuvimos de amigos o parientes a quienes obligábamos a hurgar en galpones y estanterías donde se guardan esas cosas que “en algún momento van a hacer falta”, y que por regla general jamás se utilizan.
Pese a todo el gran día llegó. Estuvimos “haciendo esquina” hasta que el Julio se fue a la panadería, e inmediatamente corrimos a buscar las piezas que cada uno tenía escondidas en su casa.
Don Fuentes hizo espacio en su galpón. Armó una suerte de “banco de trabajo” con un par de tablones blancos de cal, y puso una lamparita nueva colgando del techo.
Puestos los pedazos de bicicleta que habíamos logrado reunir sobre la improvisada mesa, teníamos cinco manillares diferentes, de los cuales dos estaban quebrados y uno carecía de “avance”. Esto reducía las opciones a dos, previa adaptación según fuera el resto de la máquina.
También habíamos logrado reunir seis ruedas, pero lamentablemente no había un par iguales. Teníamos dos traseras, pero adaptar una para adelante iba a ser muy difícil, además de humillante. De esas seis ruedas sólo dos tenían cubiertas, y estaban demasiado gastadas para intentar siquiera hacerlas rodar.
Seguimos con el “inventario”, y el “Coco” Núñez fue anotando:
Dos cuadros, uno sin juego central.
Ocho palancas de fuerza, tres torcidas, una quebrada, tres derechas, y una izquierda en condiciones pero diferente a las derechas.
Cinco pedales, pero ninguno igual.
Tres palancas de freno.
Cuatro maromas, todas sin cabezal.
Siete mordazas de freno, dos delanteras y cinco traseras. Todas incompletas.
Cuatro cadenas de tracción, todas muy gastadas.
Dos piñones y dos platos, también muy gastados.
Cuatro asientos, tres “de paseo” y uno “de carrera”.
A todo esto había que sumarle un montón de tornillos, tuercas, arandelas, y piezas menores –como chavetas abolladas y tacos de goma- que fueron saliendo de los bolsillos de cada uno para engrosar el capital.
Colocada la chatarra sobre el improvisado banco de trabajo, empezamos a opinar todos a la vez, no faltando quien sugiriera tirar todo a la mierda y entrenar al Julio para que jugara de arquero el resto de su vida, o de lo contrario que fuera nombrado “aguatero oficial” del cuadro del barrio, lo cual no dejaba de ser una dignísima tarea.
Afortunadamente Don Fuentes terció en el litigio y puso la cuota de madurez que faltaba. Con un poco de habilidad y mucho trabajo –dijo- allí estaba la bicicleta que llevaría al Julio hacia la gloria.
Casi un mes trabajamos alternados y a escondidas. El “híbrido” iba tomando forma y varias manos de pintura roja disimularon las soldaduras  hechas por un amigo de Don Fuentes que tenía taller de autos, mientras la buena voluntad se imponía para no darle demasiada importancia al hecho que los pedales no eran iguales, como tampoco lo eran las ruedas, que –si bien eran del mismo diámetro- calzaban cubiertas diferentes.
Atendiendo a un “principio de aerodinámica”, como aseguraba seriamente el “traga” del Diego Almeida, pusimos la más grande atrás, “para que quedara más liviana”.
Don Fuentes tenía razón. Armar aquel engendro insumió bastante ingenio y mucho trabajo. Luchamos contra roscas oxidadas, llantas torcidas, piezas que no encajaban unas con otras, cámaras demasiado usadas que no aguantaban la presión, y más de una vez rascamos nuestros bolsillos para comprar algunas piezas imprescindibles, como los cables de freno, las bolillas de rodamiento, y varios rollos de cinta de color para cubrir la mugre del descascarado manillar.
El último día que trabajamos en el monstruo apareció Doña Rosa –la esposa de Don Fuentes- con su contribución para la causa: un forro de tela azul confeccionado por ella misma para cubrir el único y rotoso asiento “de carrera” que habíamos podido conseguir. Tela –por otra parte- sospechosamente similar a las camisas de trabajo de Don Fuentes.
Así las cosas, organizamos para el sábado siguiente un asadito en el fondo, con el pretexto de “armar el cuadro” para el próximo campeonato.
Esa noche esperamos a que en la parrilla quedaran los últimos huesitos, y cuando rodeamos la fogata vaso de vino y pucho en mano, el Diego Almeida –designado para hacer entrega oficial de la bicicleta- tomó la palabra y se largó con un discurso tan digno del mejor de los políticos que nadie entendía nada. Afortunadamente fue interrumpido por el “Coco” Núñez, que puso las cosas en su lugar sacando la bicicleta del galpón y diciéndole al Julio –que tampoco entendía nada- que esa “chiva” era un regalo de todos nosotros, de Don Fuentes y de Doña Rosa, y que se anotara en la Federación para “largar” en cuento estuviera en condiciones.
Como era de esperar, el discurso del “Coco” fue realmente expeditivo, advirtiéndole al Julio que se dejara de joder con el fútbol, “porque al centro sos un tronco, y al arco como el alambre de abajo, no atajás ni las perdices”.
Agregó además que “mañana mismo salís a la ruta a entrenar o te cagamo a patada en el culo. Vó´ elegí”.
Un cerrado aplauso celebró la certera intervención del “Coco” y la ceremonia de entrega se dio por concluida.
Milagrosamente el esperpento funcionó y no se partió al medio a los primeros pedaleos.
El Julio puso su mayor esfuerzo en el asunto y todas las noches antes de ir a la panadería “se hacía” unos cuantos kilómetros. En la ruta si había luna, en la rambla costanera si estaba oscuro.
Nuestro Campeón cumplió con todos los requisitos, Tramitó y obtuvo la “ficha médica”, documento que lo declaraba apto para practicar deportes, aunque para ello tuvo que dejar dos muelas en Salud Pública.
También se inscribió en la Federación Ciclista, donde quedó habilitado previo pago de un peso con veinte “para el timbre”.
Los días fueron transcurriendo sin mayores alternativas.
El Julio entrenaba de firme y se había hecho “compinche” con otros ciclistas “de primera” que –gastadas las burlas por su bicicleta- nunca le negaban un consejo a un botija nuevo.
Pero como dicen algunos: “hay de todo en la viña del Señor”, y más adelante veremos que no siempre los consejos son dignos de tener en cuenta.
Finalmente llegó el día esperado, y la noche anterior a la carrera nos juntamos en el galpón de Don Fuentes para “poner a punto” la máquina que llevaría al Julio hacia la meta.
La competencia consistía en recorrer treinta veces un circuito sub-urbano, y daría inicio puntualmente a las siete.
Cuando la noche del sábado mandamos al Julio a dormir temprano, lo notamos tenso y retraído. No obstante no nos preocupamos porque –según Don Fuentes- “es normal que esté nervioso la noche antes del debut”.
Serían las seis de la mañana del domingo cuando el cielo se abrió en pedazos y comenzó a llover como si fuera la última vez. El viento del sur sopló con tal fuerza que por momentos la lluvia se puso horizontal, y el agua convirtió las calles de “granza colorada” en un lodazal intransitable.
El Comisario de Carreras suspendió oficialmente la competencia, y ciclistas, acompañantes, y espectadores se desbandaron buscando refugio.
Nosotros emprendimos el camino de regreso al barrio caminando bajo la lluvia, y tratando de alcanzar al Julio, que trotaba una cuadra más adelante llevando al costado su aún virgen bicicleta.
Fue inútil gritarle que nos esperara, que era en vano correr porque ya estábamos empapados, y fue inútil todo intento de alcanzarlo. Al rato su figura se perdió calle abajo borrada por el temporal.
Cuando llegamos al barrio y entramos al bar del “Tito” Flores para armar un truco de seis nos olvidamos del Julio y de la lluvia. Alguien nos tiró una toalla “para no mojar las cartas”, y la mañana pasó de frustrante a divertida.
Serían las diez, cuando el gurí más chico de los González entró al bar corriendo, descalzo, y tapado con una bolsa de arpillera. Con los ojos desmesuradamente abiertos y la voz entrecortada nos dijo: ¡Dice la mamá del Julio que vayan…que no sabe lo que le pasa…dice que ta como loco, vó…vayan!..
Tiramos las cartas y salimos corriendo cuesta arriba. El Julio vivía a pocas cuadras, sólo con su madre, una mujer prematuramente envejecida y muy frágil de salud.
¡No sé que tiene muchachos- nos dijo al abrir la puerta -se encerró en su cuarto y se oyen ruidos.., parece que corre de un lado a otro de la pieza!-
Cuando entramos –previo romper la puerta- el Julio no dejó de correr y saltar hasta que lo apretamos arriba de la cama. Tenía los ojos enrojecidos, las venas del cuello hinchadas, y algunos espasmos sacudían su cuerpo cada tanto.
Nosotros estábamos tan asustados como la madre cuando entró Don Fuentes. Arrimó su rostro a la cara deformada del Julio y preguntó: -¡Qué tomaste Julio…decime, dale…qué te dieron a tomar…!
El Julio bajó la cabeza, tembló un poco, y llorisqueando respondió: - ¡No sé Don Fuentes…no sé…terminaba como…edrina…o algo parecido…no sé…era algo así Don Fuentes…
El veterano agarró al Julio por los hombros y cuando todos esperábamos que lo sacudiera un poco, le habló en un tono casi paternal:
-¿Quién fue el hijo de puta que te dio eso Julio…por qué tomaste esa porquería hermano…?
El Julio se mandó otro par de temblores, se limpió los mocos con el dorso de la mano y se largó a llorar.
¡Perdonemé Don Fuentes…yo quería ganar hoy…quería ganar pa ustedes…pa ustedes que hicieron una bici pa mí…y la pintaron de colorao como a mi me gustan las bicis…quería ganar pa la vieja, que nunca tiene una alegría porque yo no sirvo ni pa hacer pan…yo quería ganar hoy Don Fuentes…!
Cuando el viejo se volvió hacia nosotros algo muy parecido a una lágrima resbaló mezclada con el agua de lluvia por su curtido rostro de albañil.
No se asusten –dijo- algún hijo de puta le dio una “pichicata”. Ya se le va a pasar…que tome bastante agua y llévenlo a caminar un poco. La lluvia no le va a hacer nada. Y cuando vuelva que doña Cata le haga una buena jarra de té, así mea toda esa porquería.-
Y nos fuimos en patota con el Julio a caminar bajo la lluvia. Íbamos abrazados por las calles embarradas de aquel barrio de casas humildes con jardines al frente y huertas en el fondo, y de chimeneas de lata por donde salía olor a tortas fritas.
Y empezamos a cantar canciones de murgas. Cantamos para ahuyentar los fantasmas del dolor, y para que la lluvia no lavara las ilusiones del Julio.
Y entre estribillo y estribillo el Julio nos dijo quién le dio las pastillas, y ese domingo el episodio quedó por esa.
Y otra noche nos fuimos en patota pero sin el Julio, y encontramos al “pichicatero”, y mientras unos “lo aguantaban”, otros le rompimos la bicicleta en mil pedazos, saltamos sobre las ruedas hasta dejarlas como un ocho, y le aplastamos el cuadro “Legnano” contra el cordón de vereda hasta que quedó hecho mierda.
Y le prometimos que si nos denunciaba, no sólo íbamos a “hablar”, sino que en lugar de la bicicleta le romperíamos la cara, y por ahí –si andábamos muy calientes- hasta una rodilla.
Y otro domingo el Julio debutó y llegó como a los veinte, pero igual lo trajimos al barrio “en andas” y cantando: ¡Dale campeón!...!Dale campeón!...
Y al pasar frente a su casa, la madre del Julio se asomó a la ventana con una sonrisa que nunca antes le habíamos visto, y aplaudió la caravana de guachos rotosos y de perros que marchaban por el medio de la calle.
Y el escándalo alertó a los vecinos que salieron a aplaudir a las veredas.
Y alguno de la barra levantó la bicicleta colorada bien en alto, y al recortarse contra el cielo azul aquel domingo, juro que jamás vi algo tan hermoso y tan perfecto como aquel armatoste creado en honor a la Amistad.

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