Déjà vu
ALDO ROQUE DIFILIPPO
Para Matías Rótulo,
que me prestó esta historia.
Necesitaba dormir, caer sobre la cama y olvidarme del mundo, fulminado por un sueño profundo que me borrara recuerdos y rastros de aquel día melodramático. Comí un trozo de carne que mi impericia culinaria chamuscó en aceite hasta convertirla en un remedo burdo de milanesa. Por suerte me quedaba media botella de vino, que aunque no era bueno, cortado con un resto de refresco, me sirvió para dejarme un regusto agradable, como el recuerdo de fin de semana. A las nueve de la noche ya estaba acostado, pensando en lo bueno que sería dormir sin soñar.
Los sueños siempre me han dificultado el descanso, haciéndome despertar en medio de la noche con el cuerpo sudoroso, la respiración estúpidamente entrecortada, o buscando en la oscuridad del cuarto la explicación al desamor que me invade y me hace renegar de mi incurable soledad.
Creí dormir, y en esa medianería entre el sueño y la vigilia tuve la certeza que algo me rozó la cara. Una leve brisa de caricia que me puso alerta. “Tonterías” pensé, y volví a cerrar los ojos al tiempo que un leve roce etéreo y frío pasó por mi mejilla. Me quedé tieso simulando no haberlo percibido, pero la respiración comenzó a agitarme el pecho, y desde lo profundo de la oscuridad del cuarto un ronquidito sordo de moribundo añejo pareció responderme.
Prendí la luz de un manotazo. Miré a los costados, debajo de la cama. Abrí los ojos como si no tuviera párpados intentando verlo todo, y todo estaba ahí: la mesa de luz, el ropero, la puerta entreabierta hacia la cocina, mis pantalones sobre la silla… todo, y yo estúpidamente solo y agitado.
“Parece mentira” me increpé “un tipo racional, materialista, maduro, sobreltado por monstruos imaginarios”; y el celular crepitó anunciando un mensaje de texto.
-¡La puta madre! –grité.
Era mi hermana comunicándome no se qué banalidad.
Apagué el celular sin contestarle. Apagué la veladora y me obligué a dormir, pero entreabría un ojo como cuando era niño que aguzaba el oído buscando en lo oscuro de la noche los sonidos más insignificantes y terribles.
Debajo de las sábanas se nos despierta una perversa inquietud, y el mundo exterior en esa cálida oscuridad del cuarto, parece más sombrío y amenazante. El viento ululando sobre una chapa, el goteo de la canilla como un metrónomo marcando el compás de las horas que no pasas, el reloj con su rozar de pasos próximos a darnos captura.
Y me dormí profundamente, con esa enorme paz ignorante de los recién nacidos.
Es raro, pero no recuerdo hacer despertado, o tomar el ómnibus. Tenía ese gusto a amanecer rancio de empezar un nuevo lunes y la espalda reclamando un poco de descanso.
-¡Estás ahí, apurate! Hay una lista enorme de pedidos por cumplir.
- …
-¡Movete pelotudo!
Salí expulsado, casi como aquellos dibujitos de historietas; y me vi atravesando la calle con un par de cajas y una boleta para cobrar. Miré la dirección y como no entendí la caligrafía volví por indicaciones. Contra la Farmacia , mi antiguo y actual trabajo, una voz familiar surgida de una obra en construcción me obligó a detenerme: “Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo”, dijo en un discurso que me pareció ya escuchado. Traspuse un recinto de lo que seguramente sería el futuro living, lleno de escombros y polvo. El hueco de lo que sería otra puerta y la imagen de dos obreros justificaron el golpeteo de un cincel desprendiendo revoques.
“A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba”… siguió la voz y la seguí. Estaba allí. En medio de un gran espacio donde la luz caía a plomo, blanca e hiriente. Su figura no proyectaba sombra alguna, ni siquiera la nariz en medio de esa cara calva que tantas veces había visto de lejos, pero que me resultaba familiar.
“¡Es Eduardo Galeano!” me dije apretando cada letra. A su lado un militar uniformado de fajina miraba la nada.
“El mundo es eso –reveló-. Un montón de gente, un mar de fueguitos”, recitaba Galeano sentado en un taburete diminuto con las manos atadas hacia delante, apoyadas sobre una mesa muy alta.
“Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fueguitos iguales”…
Tanteé mis bolsillos. “No tengo cámara fotográfica” me dije. “Estoy frente a la foto de mi vida, y no tengo cámara. ¡Ante la mejor nota que jamás escribiré y nadie podrá creerme porque no tengo una puta cámara fotográfica!... ¿Y para qué quiero una de fotos si yo no sé escribir notas? Tengo que ir a entregar este pedido, pero tengo una cámara y quizá sea la nota de mi futura vida de periodista, no de repartidor de farmacia; del oficio que algún día aprenderé”.
Salí corriendo. Los obreros seguían picando pared, mientras Galeano insistía: “Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco”…
“Una cámara” grité al salir y en la puerta de la Farmacia el gordo Mario no entendía nada. Estaba parado allí, eternamente joven y diáfano. Estuve tentado de abrazarlo, como se abraza a un amigo ausente o mejor dicho a un ser muy querido y recién resucitado, pero el gordo siempre fue medio homofóbico y no le habría gustado semejante escena.
Pasé a su lado corriendo con una agilidad inusitada, como si tuviera 20 quilos menos, y salí con mi cámara que parecía pesar como un tanque, que me retrasaba el regreso, aunque era extrachada y diminuta.
Me metí levantando polvareda casi como el Speedy González que me acompañó las meriendas de mi infancia en aquel televisor en blanco y negro que me ayudó a imaginar todos los colores.
En la obra en construcción no reparé si los obreros seguían con su cincel. En el amplio espacio iluminado solo quedaba la luz cayendo indolente, empeñándose a borrar las sombras. No había nada, ni una mota de polvo que recordara a Galeano recitando frente al milico. Nada bajo la luz que me dejó los ojos como un conejo enredado en las sábanas. En las sábanas que me mostraban que todo estaba ahí: la mesa de luz, el ropero y más allá la cocina.
A la tarde cuando en aquella conferencia que debía cubrir para mi crónica obligatoria en el periódico, en un escalofrío que me recorrió la espina dorsal. Eduardo Galeano leía por primera vez, y en exclusiva: “… pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende”.
Asesino de películas
MATÍAS RÓTULO
Para Aldo Roque Difilippo
que me regaló un sueño cumplido
No me había acostumbrado al frío de los cuerpos desfilando desnudos en una playa de Acapulco. El cine estaba lleno de imágenes peligrosas: una pareja se deshacía a besos, un hombre más allá, en las butacas más oscuras abría los ojos después de dormirse, tres adolescentes más adelante se explicaban unos a otros en un murmullo que yo trataba de subtitular en mi mente, el futuro desenlace del film.
Cuando escuché el golpe miré a mi costado, y mi bufanda me atrapó desde el cuello, sentí que me apretaba atascada con mi propia espalda. La señora se levantó de prisa, ayudada por la pareja de los besos. La novia se reía escondiendo su cara hacía el lado en tinieblas, donde el hombre recién despierto también se sobresaltaba del movimiento. El novio de la risueña muchacha se mostraba preocupado. Preocupado por la risa de la novia.
La muerte estaba cerca, los pasos sonaban detrás de la puerta, y el disparo se escuchó, mientras mi garganta sangraba aire, el aire que mi asesina me quitaba. Por fin pude desprenderme de la bufanda, y vi que la puerta se abría lenta, y el cadáver caía desnudo, sangrando, nervioso.
La película terminó y la parejita de novios comentó que el asesino en realidad podría ser Mercuri. Dejé atrás a los tres adolescentes, y la señora que se había caído salía quejándose de la oscuridad de la sala. Acomodé mi bufanda, le hice un nudo, caminé afuera de la sala. ¿Por qué la gente que uno ve cuando sale de la sala del cine tiene cara de preocupación? Es un rostro de expectativa. Tal vez temen que alguien cometa el pecado de contar el final de la película que recién vio. La sociedad puede cometer muchos atropellos, pero nunca el de contar un final de una película. Podemos pedir muerte, asesinar, esconder, ocultar, engaña, justificar, mentir, ignorar, patotear, dormir, exportar, importar, sacrificar, trabajar, mordernos, recordarnos, pero nunca podremos ser capaces de asesinar una película. Es eso, contar el final, es asesinar a la película. No interesa si la pobre inocente es una comedia de bajo presupuesto argentina, o una poesía francesa hecha trama, argumento, nudo, desenlace, imagen, sonido (o no).
Mi rostro, para los de la fila, sería el rostro de satisfacción. A mí me sucede que cuando los que ya pasaron por la experiencia de ver la película salen de la sala, intento descubrir si están satisfecho o no, si en sus ojos hay sueño, alegría, tristeza, si murmuran algo satisfactorio o pertinente.
Ahora yo tenía una verdad que ellos desconocían. Tenía el poder de aplastarlos ahí mismo, hacerlos tirar la entrada, darse vuelta e irse como llegaron. Me insultarán, pero les ganaré. Y los de la fila lo sabían. Las filas son la manera más ordenada de adoctrinar desde lo físico. En las escuela nos forman en fila, en los campos de concentración caminaban en fila rumbo al gas, para subir a un ómnibus hacemos fila, en el banco, las oficinas públicas y la feria hacemos fila, Dante nos mostró que también en el infierno se hace una fila eterna. La fila se respeta, y quien se adelante a la norma universal de llegar antes, falta al más necio de los respetos humanos: pensar que quien vino primero tiene cierto poder.
En definitiva, yo vine primero y tengo mi poder, por lo que la ley universal se sigue cumpliendo. Tengo el poder de desarmarla, de vaciarles el fin de esos ciento tres angustiosos minutos de una película policial. Lo tengo atragantado en la garganta. Tengo la muerte entre el pecho y las cuerdas vocales: la muerte del hombre detrás de la puerta. Soy cómplice de ese asesinato, de ese caso resuelto. Mi corazón es un proyector de imágenes que están en mis ojos viajando a una enorme velocidad.
Es como tener un sueño. Lo cuento y tengo una verdad que alguien no quiere saber, a nadie le interesa mi sueño, pero yo tengo esa propia verdad. Cuando contamos los sueños es porque queremos que el otro lo viva con nosotros. Pero es imposible. La mente lo elabora deprisa, frenético y enloquecido lo proyecta pero parcialmente. Nos despertamos y lo tenemos en la mente, pero lo que contamos no es más que una parte. Nos quedamos con la mejor parte. Inventamos otras para hacerlo creíble y nos convertimos en una especie de asesino de sueño, porque ¿Qué pasa si le cuento mi sueño a alguien que mañana podría soñar lo mismo? Se lo arruino.
Además, la otra persona pasa a tener la verdad de ese sueño, como yo tengo la verdad de la película. Lo que contamos, la otra persona lo recibe en fracciones, lo reelabora, y si lo va a contar, lo aniquila, lo modifica, lo renueva, lo revitaliza, lo transforma en suyo, y si lo cuenta, cuenta otra verdad, la verdad de un sueño que ya no es suyo, es una historia oral que se convierte en cuento.
Yo les podré contar a los del cine el final de la película, pero mi voz no tendrá las voces, los gritos, la fotografía, los cambios de plano, la intensidad, la trama, el argumento, y mi propia presencia en ese momento con el hombre que se despertaba, con la señora que se caía, con los adolescentes que se besaban.
Lo podré contar y ahí estaríamos ellos, los de la fila, y yo, totalmente convencidos del daño que me hacen, del daño que les hago. Porque mi verdad es como un sueño que no puedo contarles.
Por eso abro la boca, respiro, intentó gritarles en la cara a esos estúpidos lo que realmente sucedió. Pero explota el disparo en mi oído, y un timbre suena salvajemente rugiéndome las 8:00 de la mañana en mi boca hecha una pasta.
Era de mañana, llovía. Le conté a Aldo mi sueño. “Soñé con un cine, una vieja rodaba por la escalera y la gente de la fila que esperaba la otra función entraba, yo me besaba con una chica, y los actores de la pantalla me preguntaban qué había pasado con la señora, pero yo sólo les hablaba de campos de concentración”.
Aldo me miró fijo, me dijo que iba a escribir un cuento, y le salió uno titulado “El asesinato en la fila del cine”. Entonces una tarde, me puse a escribir un cuento sobre un tipo que soñaba algo en París, y se moría, y creía que estaba vivo, y en realidad no lo estaba: su cuerpo desnudo desfilaba en una playa de Acapulco, apuñalado, perdido, y respiró, y despertó.
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