De sueños y utopías
Ángel Juárez Masares
Esta historia ocurrió hace muchos años, y desde entonces estuvo en mi memoria.
Yo me había refugiado por un tiempo en un rancho perdido en medio de los campos de mi amigo Domingo Alvarado con la intención de terminar mi última novela. Sólo tenía por compañía dos perros marca perro -y por lo tanto muy guardianes- y una pareja de murciélagos que habitaba el alero de la casa que da al poniente, desde donde tenían a mal traer arañas y mosquitos.
Como suelo escribir en manuscrito no necesitaba otra cosa que un viejo farol a queroseno y algunas vituallas que Zaldúa –el capataz- me alcanzaba dos veces por semana.
Una tarde, el sol había comenzado a estirar las sombras sobre los campos cuando escuché el resoplido de un caballo.
Sorprendido, porque en todo caso esperaba oír el motor de la camioneta de la estancia, me levanté despacio y salí al patio.
Allí estaba. Era un gaucho flaco y alto encaramado en un matungo tordillo igual de flaco y de alto.
-Buenas tardes- dijo el hombre sin moverse de la montura.
-Buenas- contesté. ¿Qué lo trae por aquí?-
-Si tiene algún rincón pa´hacer noche le viá quedar agradecido.-
Por entonces yo llevaba casi un mes sin ver otra persona que no fuera Zaldúa, y que además tenía la orden de “no molestar”, de modo que se iba tan pronto descargaba “la provista”. De manera que sin pensarlo demasiado le dije:
-desensille. Contra aquel alambrado tiene agua para el caballo, y si lo suelta en el potrero de la tranquera de la izquierda tiene buen pasto. Después entre nomás.-
-Ta güeno…-respondió el viejo apeándose trabajosamente.
Así las cosas, entré en el rancho para tirar unos leños más al fuego, descolgar un cuarto de oveja que se oreaba al costado de la chimenea, y darle la primera vuelta al mate.
Con todo pronto me dispuse a disfrutar de la visita del desconocido. La experiencia me había enseñado que siempre se aprende algo de la gente de campo, y más de una vez, mis personajes de ficción tuvieron algo que ver con individuos de carne y hueso.
Al rato, dos golpes en la puerta anunciaron la presencia del hombre, que esperó delicadamente mi autorización para entrar.
Nos sentamos frente a frente junto al fuego, y pude ver su rostro pintado de rojo y amarillo a causa de la lumbre y el farol. Era un anciano de blanca barca recortada en punta y escaso pelo, también blanquísimo y lacio. Estiró un brazo extremadamente largo y huesudo para tomar el mate, y dijo:
-espero no molestar-
-Para nada –respondí- por ahí podemos armar una linda charla. Yo le cuento lo que estoy haciendo, y usted de dónde viene. Y si quiere, hacia dónde vá.-
-Ta güeno…pero mire que mi historia es larga…es mucho más larga de lo que usté puede suponer.-
-Bueno, entonces me cuenta algo nomás, mientras se asa la carne y tomamos unos mates.-
El hombre hizo silencio. Volvió a mirar el fuego, se rascó la barba en punta y dijo:

El viejo hizo una pausa para sorber el mate y volvió a mirar las brasas, oportunidad que aproveché para preguntarle:
-¿y cuál és. Si se puede saber?.-
-Alimento fantasías. Pongo dragones en la cabeza de quienes creen en ellos. Apaciento unicornios en noches de luna llena. Susurro poesía en los oídos de los enamorados, y quiebro las piernas de los hipócritas y los traidores.-
-Y…digo yo… ¿no le parece contradictorio?... Me atreví a opinar con cierto recelo.
-Para nada, porque –como ahora- comparto historias con quienes son amigos de duendes y fantasmas, y eso compensa alguna exageración que me surja de repente.-
-Y qué le hace pensar que yo soy amigo de duendes y fantasmas?-
El viejo sonrió ladinamente y respondió:
-Ya lo va´descubrir usté solito el día menos pensado. Y ese día podrá hacer dos cosas: guardar en secreto la certeza de haberme conocido, o contarle a los demás de mi presencia y que lo tomen por loco.
El sol despuntaba entre jirones de niebla y nubes de tormenta cuando el ruido de jergas y caronas me despertó sobresaltado. Me tiré del catre y con un poncho encima salí al patio.
El viejo ensillaba parsimoniosamente su tordillo, y allá a lo lejos se acercaba la camioneta de Zaldúa, perseguida y ladrada por los perros que la habían oído mucho antes.
Bajamos los cajones de verduras, la bolsa de galleta, medio borrego, y una de tres de tinto. Pregunté a Zaldúa por mi amigo, su familia, y las cosas de la estancia, y le conté del visitante que ensillaba –ahí nomás- junto al bebedero.
El capataz no dijo nada. Me miró a los ojos fijamente, cargó los cajones vacíos, y se fue tan rápido como vino.
A todo esto, el viejo había terminado de aparejar su caballo, montó con cierta dificultad, y se acercó al portón del guardapatio. Nos dimos la mano, nos deseamos suerte, y se marchó al trote rumbo al sur.
Sería quizá la una de la tarde cuando los perros atropellaron y salieron de estampida campo afuera.
Yo estaba releyendo un capítulo, pero salí al patio a conocer el motivo de la alarma.
Allá abajo, en medio de una nube de polvo y pasto, venía la camioneta de la estancia.
Allá abajo, en medio de una nube de polvo y pasto, venía la camioneta de la estancia.
-Zaldúa olvidó algo- pensé.
Pero fue mi amigo Domingo Alvarado quien descendió del vehículo.
Hablamos de cualquier cosa. Dijo que iba a ver un alambrado del potrero del fondo, y antes de subir nuevamente a la camioneta preguntó:
-vos… ¿estás bien?...
-Claro…¿por qué lo preguntás?...
-¿No estarás trabajando demasiado?...
-No, Domingo, estoy bien…¿qué pasa?.-
Alvarado bajó la vista, jugueteó con un montón de llaves, empujó la cubierta de la camioneta con la bota, y dijo:
-Dice Zaldúa que tuviste visitas-
-Un viejo llegó ayer de tardecita. Se quedó a dormir y se fue esta mañana. Justo cuando llegó Zaldúa.-
Mi amigo pateó otra vez la goma, subió a la camioneta, dio arranque y dijo:
-Este fin de semana andate para la estancia…ta?. Así charlamos, jugamos con los gurises, y salís un poco de esta soledad…Sabés…Zaldúa dijo que esta mañana aquí no había nadie.-
La camioneta de Alvarado se había perdido en la distancia, y los perros regresaban al trote y con la lengua afuera cuando caí en la cuenta que estaba parado en el mismo lugar. Mi cabeza funcionaba a mil por hora tratando de atar la infinidad de cabos sueltos que me dejó la visita de mi amigo. Y una de las mayores interrogantes la planteaban los propios perros, que ahora se revolcaban en el pasto ensayando una pelea.
¿Por qué no habían advertido la llegada del viejo la tarde anterior?
Ahora que hacía memoria, en ningún momento emitieron un solo ladrido.
Preocupado, entré al rancho para comprobar qué indicios había de la visita del hombre.
Frente al fuego –ahora consumido- estaban las dos sillas de madera y paja. En el suelo, dos vasos con restos de vino.
Nunca antes había contado esta historia, pero a pesar de Zaldúa nadie podrá decir que estoy loco. Yo seguiré guardando en secreto la certeza de haberlo conocido, y para que El siga cumpliendo su misión, esta noche tomaré nuevamente mi lanza, la apoyaré sobre el papel, y continuaré escribiendo sobre sueños y utopías.
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