viernes, 5 de agosto de 2011

La última huelga de los electricistas



Aldo Roque Difilippo


Lo terrible no es escribir a la luz de una vela, después de todo tiene su parte atractiva. Lo terrible es el calor y los mosquitos.
Todo empezó como algo sin importancia. Personalmente le resté trascendencia, y lo catalogué como un hecho más en el fárrago de informaciones que llegaban por millares a la redacción de la radio.
- El recientemente creado Sindicato de Electricistas y afines, se declaró en huelga por tiempo indeterminado -informó Álvarez dando la primicia, y el hecho quedó allí para nosotros.
Después las cosas fueron acomodándose como de costumbre en estos casos. Algunos gremios  y sindicatos se fueron uniendo a las medidas de los electricistas, y nosotros volvimos a nuestra rutina. Los compañeros corrieron tras la noticia. Yo volví a mis discos y a mi trabajo de animador radial; y los hechos  se fueron dando como algo natural.
Es curioso, pero no recuerdo qué desencadenó aquella medida del Sindicato de Electricistas y afines. Sólo recuerdo algunos detalles que salpicaron de tragedia las noticias. Un trabajador muerto por una descarga eléctrica, producto de la imprudencia y la falta de medidas de seguridad de la empresa. Después otro, y todo comenzó a convulsionarse.
Alguien propuso la idea del Sindicato y a la semana siguiente nos resultó sorprendente ver las primeras manifestaciones. Trabajadores de empresas importantes, y modestos electricistas independientes gritando a viva voz. Cortando el tránsito, inundando la calle de volantes y desperdicios de cables, enchufes y fusibles. Algo que provocó más de un pinchazo en autos y ómnibus, y posteriormente una feroz contienda con la policía que dispersó a los manifestantes.
Al otro día el PIT-CNT en pleno se sumó a las reivindicaciones de los electricistas y dos días  después las actividades se paralizaron por veinticuatro horas repudiando la represión.
A todo esto yo seguía con mis discos en la emisora de radio, y leyendo algunos cables internacionales, para luego de dos horas y media de trabajo, volver a casa, a los amigos y a las cosas cotidianas, aprontando el material para la próxima jornada de trabajo.
Recuerdo que por aquellos meses estaba enamorado de la voz de Nana Mouskouri, una griega que descubrí casi por casualidad escuchando una FM.
Empecé a gastar casi todo el programa pasando sus grabaciones, con algunos toques de folclore y rock. Llegué incluso a recorrer las disquerías con la voracidad de un coleccionista.
Los electricistas seguían con sus medidas reivindicativas en un movimiento que contagiaba a todo el país. A estas alturas comenzaban a perfilarse como un gremio fuerte y participativo, ante la apatía de los otros sectores. Por esos días la central obrera intentaba bajar los decibeles de la discusión ante la intransigencia de los electricistas.
Habían redactado sus reivindicaciones basadas en diez puntos y su intención fue no apartarse ni un centímetro; algo que cumplieron a costa de todo.
Los acercamientos y los diálogos propiciados por la central obrera fueron infructuosos y frustrantes, lo que llevó a la ruptura entre el PIT-CNT y  el Sindicato de los electricistas y afines.
Mientras tanto la vida discurría con una aparente normalidad. El fútbol seguía siendo una recurrencia en el trabajo o en el bar. Las críticas y alabanzas al gobierno, también, mientras los electricistas entraban en su quinto mes de huelga.
A estas alturas creo que no existía ni un "trabajador del cable", como se autodefinían, que no se hubiera  agremiado, y todo hacía suponer que el conflicto duraría algún tiempo más.
La gota que desbordó el vaso fue un ómnibus que ingresó al país por el Chuy, repleto de brasileros. Habían sido contratados para terminar los trabajos abandonados por los electricistas en un par de torres de edificios en Punta del Este. Los pobres brasileros fueron salvajemente golpeados por sus colegas orientales, que destruyeron las herramientas y materiales de trabajo, y terminaron incendiando el ómnibus, para iniciar una batalla campal con la policía.
Se sucedieron las detenciones y procesamientos en  medio de las críticas más airadas de todos los sectores políticos hacia este sindicato.
Como era de suponer todo empezó a hundirse en el fango ante la carencia de raciocinio. Se sumaron más detenciones y procesamientos, mientras los primeros electrodomésticos comenzaban a descomponerse, poniéndose a tono con la situación.
Cosas pequeñas. Los fusibles saltaron dejando a oscuras la piecita del fono. Una licuadora que chirrió envuelta en una nube de humo, o algún televisor que alargó figuras ante las protestas de cuatro niños que vieron truncada su serie de dibujitos.
Haciendo gala de nuestras mejores tradiciones de sieteoficios, más de uno salimos en busca de destornilladores y pinzas para arreglar los desperfectos, mientras los electricistas seguían con su intransigencia.
El clima se enrarecía cada vez más. Todo parecía confabularse. Los fusibles saltaban en cadena. Los electrodomésticos comenzaban a humear colapsados ante tanto cortocircuito.
El gobierno se  arrinconó en un silencio inconmovible buscando el desgaste del sindicato.
Recuerdo que todos los medios de comunicación hacían sus vaticinios en relación a cuánto aguantarían los trabajadores que repetían su decálogo a viva voz en las plazas, frente al Palacio Legislativo, o por las calles de cuanto barrio uruguayo fuera posible.
Organizaron ollas populares en plazas y parques, donde sus familias se apiñaron en campamentos improvisados y desde donde salían partidas hacia todos los puntos cardinales a recolectar los fondos  que les permitieran subsistir.
Algunos se  instalaron casi frente a mi casa, en una plazoleta que tomaron como propia y que colmaron de carteles, ruido de tambores y cacerolas; y olor a guiso de un recocido perenne.
No faltaron las tendencias aun más radicales en aquel gremio, y según se dijo (aunque nadie pudo comprobarlo) eran los responsables de ciertas pedreas amedrentadoras de los indecisos, de los saqueos a ferreterías y puestos de feria, destrozando todo material o herramienta que tuviera algo que ver con su oficio, y de las pintadas en cuanto paredón o frente de casa donde pudieran vivir los "carneros" como llaman a aquellos que no compartían sus medidas de lucha y desertando del sindicato.
El presidente del "Sindicato de electricistas y afines" era un tipo escuálido, posiblemente ágil para trepar escaleras y hacer equilibrios en las torres, como los había visto cuando tendían cables silbando tangos y haciéndose bromas futbolísticas. La elocuencia en la defensa de su postura no era relevante, pero su carisma era indiscutible. Un líder nato, que subía sobre cualquier cajón de frutas, megáfono en mano recordando el decálogo que defendía su postura, y que hablaba de reconocimiento laboral, un aumento significativo de los salarios, y una vuelta de tuerca importante en las medidas económicas del gobierno en lo relacionado con su situación laboral.
Mi trabajo en la radio seguía en una aparente normalidad aunque también allí habían llegado los embates de la huelga. Los trabajadores que realizaban el mantenimiento de los equipos también se plegaron a la paralización, y hacía varios meses que estábamos sin técnicos.
La radio funcionaba gracias a la buena voluntad de todos, que como improvisados técnicos, remendábamos lo que se iba desgastando.
Producto quizá de esos extremistas dentro del sindicato, fue que sufrimos  un corte de energía en la planta emisora, al tiempo que los equipos generadores, también se sumaron a la lucha negándose a funcionar.
Todo fue revuelo y desesperación en la madrugada, y la radio enmudeció por casi veinte horas, pues todo mundo andaba tras un equipo generador de energía, ya que los cortes eléctricos habían dejado medio país a oscuras.
Si no lo hubiese visto no lo creería. Volvía a casa con mi bolso lleno de publicaciones que pensaba utilizar en el programa, truncado por el corte eléctrico, cuando el ómnibus se detuvo en una esquina. Un hombre subido a una escalera intentando dar con el problema que dejó sin electricidad a su casa. Otro, algo robusto, vociferó algo que los vidrios de la ventanilla y el ronroneo del motor me impidieron escuchar. Se le acercó desafiante y ante la impasividad del de la escalera, como en un chiste de humor negro, la pateó.
El hombre intentó aferrarse a algo, cayendo ante nuestros  ojos  en forma brutal, en el instante en que el ómnibus emprendía otra carrera incentivado por la luz verde.
Los pasajeros quedamos atónitos ante el espectáculo del hombre desplomándose, mientras el otro lo insultaba, para correr y  perderse en una esquina.
Todo empeoró. Entramos en un hueco sin final donde no se divisaba el camino a la cordura.
El presidente del "Sindicato de Electricistas y Afines" se instaló en su gueto, la Plaza Independencia, pleno centro montevideano.
Yo había visto algunas acampadas en la Plaza del Congreso en Buenos Aires, pero la realidad frente a mis ojos no daba lugar a comparación.
Cercaron la plaza con alambres de púas, y desde los edificios altos de la zona se podía divisar las carpas apiñadas contra el Mausoleo, que embanderaron con los distintivos del sindicato.
La policía amagó allanar el lugar, pero retrocedieron despavoridos ante la pedrea recibida y las descargas eléctricas de los alambres de púas.
Nadie supo como se las ingeniaron para electrificarlos.
En la radio el caos era creciente. Los aparatos se descomponían enmudeciendo casetes y discos. Las computadoras terminaron envueltas en nubes de humo, ante la baja tensión y los sucesivos cortes de energía. Hasta que todo quedó a oscuras por un nuevo corte, mientras los nubarrones presagiaban una lluvia copiosa en medio de aquel calor insoportable.
El equipo generador tosió un par de veces y nuevamente la luz  nos alivió.
Reanudé la trasmisión con el mismo aplomo de siempre. Dije algunas palabras recurrentes en torno al corte de energía, para luego poner un casete (las compacteras ya habían sucumbido), buscando que la música mejorara nuestros ánimos.
- ¿Hasta cuando habrá que aguantar esto?
- Vaya a saber uno -contesté a Álvarez de mal humor, mientras él se  aflojaba el nudo de la corbata y se remangaba la camisa.
Era la primera vez que veía perder la compostura a aquel hombre atildado y de facciones asépticas.
El caos en la radio se acentuó al punto de carecer completamente de cualquier medio de reproducción de grabaciones. Las compacteras destrozaron los discos. Las caseteras aprisionaron las cintas y no existió  habilidad posible de nuestra parte que permitiera hacer funcionar aquellas máquinas. Por supuesto que las computadoras era una tecnología al alcance de nuestras posiblidades.
Mi grabador de bolsillo también se declaró en huelga y enmudeció sin causas ni motivos. Mi programa radial comenzó a transformarse en un monólogo, donde  leía cables internacionales atrasados, apenas interrumpido por los compañeros de redacción, que a la usanza de la radio primitiva leían las tandas comerciales.
Todo de buenas a primeras se transformó a tracción a sangre. Los periodistas, libreta en mano tras la nota, para luego teclear con dificultad aquellas máquinas que habían sido archivadas  por las computadoras.
Se notaba que habían perdido la destreza, y las redacciones se convertían en una seguidilla de borrones y protestas.
Por esos días comenzaron a llegar las críticas a la radio. Mi programa se caracterizaba por su marcado corte musical, y de la noche a la mañana se convirtió en un largo diálogo sobre la vida, analizando noticias viejas  ya que todo  sucumbió, hundiéndonos en la más profunda crisis de información.
Con mi mejor sonrisa iniciaba el programa, haciendo referencia al tiempo, o al partido de fútbol del domingo, para leer un par de diarios extranjeros, que curiosamente no hablaban  de la repentina mudez de los medios de comunicación uruguayos.
De tanto en tanto aparecía Álvarez con sus papeles borroneados para da un par de noticias locales y dejarme con la enorme incertidumbre de cómo afrontar lo que restaba del programa.
A las cinco de la tarde el alivio ganaba mi cuerpo: había superado un nuevo día de trabajo, que por estas alturas se tornaba insufrible.
- Mire Soto, la gente se queja. Usted lo sabe.
- De sobra señor.
-¿Y qué hacemos? -la pregunta del gerente me resultó ridícula.
- Comprar una radio brasilera o argentina y trasmitir desde el Chuy o de Buenos Aires.
- No se haga el gracioso, esto es serio.
- Lo sé, pero no hay salida. Todo el país está igual.
- Si queremos ser los primeros en audiencia tenemos que buscarle una solución.
Por supuesto que esa solución, surgiría de nuestra parte. Este tipo "desclasado", como decía Gabriel, uno de los periodistas, solo se encargaba de que los números dieran bien. Del Debe y el Haber para satisfacer a los patrones, pero ni entendía, ni quería entender, nada que no fuera números o recortes del presupuesto que permitiera aumentar las ganancias.
Gabriel era quizá el último comunista a ultranza que existía en el mundo. Un tipo tan inflexible como buen compañero, que hablaba poco y trabajaba con la convicción de quien cumple con un fin determinado, más allá de las apetencias personales o reconocimientos económicos.
- Mañana tiene que haber música en su programa.
- Perfecto, consígame algunos dólares, contrato músicos y armamos una fonoplatea -el tipo estaba buscando despedirme, esta era su oportunidad pero yo no estaba dispuesto a darle el gusto.
- Se ve que en estas circunstancias su humor tiende a depurarse. La empresa no puede gastar un peso más. No hay forma de hacerlo, tendrá que arreglárselas solo, para eso se le paga.
Salí con unas ganas de meterle una trompada a ese tipo prepotente, pero una de mis características no es precisamente la valentía.
Me fui caminando a casa, quería cansarme y descargar la bronca.
Demoré más de hora y media en llegar, mientras, me hacía la idea de que alguien me esperaba con un reproche por la tardanza. Inventé una pelea tonta, cargada de palabras de teleteatro venezolano, hasta que abrí la puerta de casa con una violencia poco frecuente.
Me esperaba Asdrúbal, mi gato, como siempre sobre el sillón, y estuve tentado de darle una buena patada, pero el pobre animal no tenía la culpa de mis histerias, y menos las de Sosa, el gerente "desclasado".
Bebí una cerveza que  tenía más de una semana esperándome en la heladera. Me tiré en la cama, cansado y perturbado por el calor que aumentó la cerveza tibia dentro de la inútil heladera. La leche del gato se había podrido junto a la puerta del fondo, pero no tuve ánimo de levantarme y tirarla. Me deje llevar por un sueño que el calor y los mosquitos convirtieron en tropical.
Desperté con las primeras luces del día.
La pequeña brisa que se colaba por la abertura provocó que mi humor cambiara.
Me bañé y vestí, se diría que con cierta meticulosidad y esmero infrecuente. Después de tomar unos mates revisé los estantes con casetes y discos. Elegí algunos para llevar a la radio sin preocuparme  en los electricistas y su huelga, el gerente y sus histerias, y ni siquiera en lo que haría para rellenar aquel hueco de dos horas y media de programa.
El pobre equipo generador de la radio sólo podía con un par de micrófonos y con las luces, que eran prendidas en forma racionada.
Hice de cuenta que todo estaba normal y a media mañana me fui rumbo a la radio. Tomé en sentido contrario para no encontrarme con la plazoleta ocupada por los electricistas, y subí a mi ómnibus que me dejó a dos cuadras de la radio.
- Hoy habrá música -le dije al gerente en un tono burlón al pasar por su oficina, y lo dejé hablando solo.
A las dos de la tarde estaba frente al micrófono dispuesto a enfrentar lo que viniera.
Increíblemente las palabras llegaron a mi mente con una fluidez desconocida. Recuerdo que me llegó la imagen de los comentaristas futbolísticos cuando en plena crisis de los canales de televisión comentaban con total desparpajo los partidos que nunca se vieron porque no fueron filmados. Ellos se plantaban frente a la cámara y hablaban de tal o cual jugada como si la estuviéramos viendo. Yo hice lo mismo. Me planté frente al micrófono y hablé mis dos horas y media. Comencé con el primer casete, hablando de las cualidades del interprete, y ni sé cuantas cosas más. Creo que desperté en la audiencia esa vibración que la buena música ofrece a quien se acerca a ella.
Me esmeré en detalles y adjetivos, las del compositor e intérprete, para perderme en un monólogo que Álvarez no pudo detener al llegar  la hora de las noticias.
El pobre tipo me hacía señas de toda clase, pero yo no quería perder aquel clima que quien sabe cómo arme, para terminar exhausto como un músico después de un "finale con brío".
Tomé mis cosas y salí de la cabina.
Es que los hechos que se añoran se magnifican y transforman cuando no se tiene una referencia palpable, y la ausencia de música produjo eso en el público y en mi; y a ello aposté.
Los teléfonos repicaron en todo los escritorios felicitando la idea del programa y pidiendo la grabación que por supuesto no existía, pero yo no quise atender ninguno.
Por primera vez había tenido el valor de meterle -a mi modo- una trompada al gerente, que se quedó plantado tras el vidrio, boquiabierto, ante mi verborragia. Por dos horas y media hice música con palabras sin que nadie pudiera decir lo contrario.
Después cuando me metí en un bar en busca de una cerveza, con cierto regocijo escuché los comentarios. Caminé despacio como para no romper aquel clima, y cuando llegué a casa ya era de noche. Asdrúbal me recibió como siempre sobre el sillón.
En la plazoleta los electricistas seguían con su ocupación, sus pancartas y bombos, y ese inconfundible olor a guiso recocido. Pensé que hasta sería bueno que no lograran desalojarlos.
Ahora son las cuatro de la mañana y la vela ya no aguanta más. Hoy faltaré a la radio, nada más que para hacerle la vida imposible al Gerente. Ya no importa si me despide.

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