El viaje
Héctor Raúl Chilibroste
El tren había salido a la hora exacta, lo que no dejaba de ser asombroso. Era una formación de seis vagones relucientes, con cómodos asientos tapizados en cuero y amplio espacio para estirar las piernas. Lo arrastraba, sin embargo, una de esas viejas locomotoras a vapor que no circulaban desde varios años atrás.
Andrés la observó con curiosidad. En verdad nunca había visto algo semejante más que en fotografías. Tenía unos diez metros de largo y se sustentaba sobre tres pares de enormes ruedas conectadas entre sí por un intrincada maraña de planchas de hierro. Coronaban su parte delantera una chimenea de regular altura y una brillante cúpula cuya función no pudo imaginar. Detrás de la cabina donde se encontraba el conductor, había una suerte de cajón de hierro lleno de carbón de coke. Dispuesta a emprender la marcha, los sonidos que emitía y el vapor que escapaba por sus costados evocaban algún monstruo legendario a punto de acometer contra una víctima indefensa.
Ahora hacía un par de horas que había partido. La noche serena y sin luna, el monótono traqueteo del tren, la penumbra del vagón y el silencio de los demás pasajeros, invitaban a dormir. Andrés iba en uno de los últimos asientos. No tenía sueño. Pensó en el tedio que le aguardaba, sin un libro, un diario o una revista que le ayudaran a matar el tiempo.
La primera ventanilla se abrió en el momento que cruzaban sobre un puente y el ruido del tren era mayor. Fue la tercera contando desde el frente del vagón. Junto a ella iba sentada una muchacha joven, de no más de veinte años, rubia, bonita, de aspecto inocente, a la que Andrés había observado sin mayor interés al pasar junto a ella por el pasillo. En ese momento la chica estaba, con seguridad dormida y no llegó a comprender que le estaba ocurriendo cuando una suerte de mano invisible pareció arrancarla de su asiento y lanzarla con fuerza a través de la ventanilla abierta. Andrés se puso de pie de un salto y corrió hacia donde había estado la muchacha. Otros pasajeros hicieron lo mismo y en unos minutos el pasillo estaba lleno de gente que observaba, en incrédulo silencio, como la ventanilla volvía a cerrarse con toda suavidad junto al asiento ahora vacío.
A la sorpresa del primer momento siguió una sensación de temor que hizo enmudecer a todos y que los paralizó de tal manera que nadie atinaba a hacer nada. Un hombre mayor, que viajaba en el primer asiento, corrió hacia la puerta que comunicaba con el vagón contiguo. Su esfuerzo por abrirla resultó inútil. Andrés vio cerca de él una manija con un letrero de letras rojas que indicaba "en caso de emergencia accione esta palanca". Se aferró a ella con todas sus fuerzas pero no logró moverla ni un milímetro. "Nadie se ocupa de comprobar que estas cosas funcionen", pensó.
De pronto todos comenzaron a hablar al mismo tiempo. Cada uno manejaba una teoría diferente acerca de lo que había ocurrido y se habló sin lógica alguna de suicidio, de crimen, de diferencias de presión, de la altura, de imprudencia, del destino, de lo inexplicable. El anciano insistía en su afán de abrir la puerta, y Andrés seguía procurando accionar la palanca de la alarma; ambos sin éxito.
Cuando treinta minutos más tarde se abrió la segunda ventanilla y desapareció por ella un hombre corpulento, macizo, sólido con aspecta de reciente prosperidad, que viajaba solo mordisqueando una pipa apagada y explotando cada tanto en fuertes accesos de tos, el espanto comenzó a apoderarse del resto del pasaje. Una vez más la ventanilla se cerró con toda suavidad, sin ruido. Los pasajeros volvieron en silencio a sus asientos y en sus rostros se reflejaba el desconcierto que nace del temor a lo misterioso. Todos evitaron la proximidad de las ventanillas y sentados junto al pasillo, se aferraban con todas sus fuerzas a los posabrazos de madera. Nadie hablaba. Simplemente se miraban unos a otros, esperando el momento (que intuían inevitable) en que otra ventanilla se abriera y otro de ellos desapareciera en la noche. Andrés no recordaba haber sentido nada parecido en su vida. El corazón le latía con tal fuerza, que podía sentir en su cabeza su alocado ritmo. Tenía una piedra en el estómago, le resultaba difícil tragar, le temblaban manos y piernas, los ojos parecían pronto a salirse de sus órbitas, el frío lo atenazaba. El hombre de la puerta había desistido y estaba sentado con la cabeza entre las manos, todo el cuerpo sacudido como la hoja de un árbol en plena tormenta.
Cada tanto hería la noche el silbido de la locomotora, agudo estridente, destemplado, áspero penetrante. El tren parecía haber alcanzado una velocidad extraordinaria, y vieron con asombro como pasaba sin detenerse por las pequeñas estaciones de campaña que encontraba en su camino.
En la siguiente medida hora, la ventanilla se abrió tres veces más y volvió a cerrarse otras tantas, después de haberse tragado a la señora de verde del tercer asiento, al,anciano que había luchado con la puerta y a un joven con aspecto de deportista cuyos esfuerzos por ocultar el temor que lo dominaba habían resultado inútiles.-
A pesar de la penumbra que reinaba en el vagón, Andrés atinó a hacer un rápido recuento de los sobrevivientes. Eran cuatro, sin contarse a sí mismo. Había una pareja de edad madura que se tomaba las manos a través del pasillo. La mujer tenía los ojos cerrados y sus labios se movían ligeramente, como rezando. El hombre la miraba sin pestañear, pálido con una palidez que Andrés solo creía posible en la muerte, curvados los labios en una expresión de infinita tristeza. Ellos fueron los próximos. Salieron por la ventanilla así, tomados de la mano, sin proferir un solo grito y la noche se los tragó de golpe como si nunca hubieran existido. Le tocó después en turno a la madre que, aferrada a un niño de pecho, lloraba en silencio en el asiento contiguo al de Andrés. Cuando comprendió que había quedad solo, cruzó fuertemente sus brazos, cerró los ojos y, mientras sentía que un líquido cálido le bajaba a lo largo de una de sus piernas, comenzó a pedir, a rogar, a suplicar, a implorar, a clamar por que la ventanilla se abriera por fin de por última vez.
(*) HÉCTOR RAÚL CHILIBROSTE (TAITE). Nació en Argentina.
Vivió en Mercedes por 35 años, desarrollando actividades deportivas y comerciales.
Comenzó a escribir cuentos como simples ejercicios literarios, participando de diferentes talleres. Falleció en Montevideo.
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