viernes, 3 de junio de 2011

La Cigüeña

Serafín J. García


Como todos los sábados, día en que se renovaba en la estancia la provisión de agua potable, Fausto Ruiz y yo rumbeamos para el arroyo aquella dorada tarde de febrero, cribada por el susurro incesante de infinidad de insectos. Yo iba a horcajadas sobre el petiso lerdo, que hacía rodar sin prisa sobre las flechillas ásperas el panzudo y traqueteante barril. Mi amigo se esforzaba por acompasar sus largas zancadas con el tranco menudo y pachorriento del imperturbable animalejo. Y uno y otro repartíamos nuestra atención entre las mil pequeñas incidencias que matizaban el viaje: la fuga súbita de alguna lagartija que hendía como verde saeta el pastizal; el furioso griterío de los teruteros al perseguir algún avieso chimango; los relinchitos breves y azorados de algún potrillo que acababa de extraviarse, y que corría buscando a su madre por el campo inmenso.
De pronto Fausto me hizo señas para que me detuviera, y yo le obedecí, como de costumbre, seguro de que algo interesante habrían descubierto sus penetrantes y vivaces ojillos.
– ¿Ves aquella manchita blanca, allá arriba? –me preguntó extendiendo el índice hacia determinada dirección.
Y cuando yo, tras minuciosa búsqueda, pude localizarla al fin, casi diluida entre el profundo azul del cielo, añadió:
–Es un Juan Grande, muchacho, o mejor dicho, una cigüeña, como les llaman ustedes los puebleros. Tú no te imaginabas que volara tan alto, ¿eh?
Efectivamente, nunca lo hubiera supuesto. Estaba habituado a ver la cigüeña en la orilla de los bañados o de los pantanos, descansando sobre una de sus larguísimas patas rojizas, y con la otra recogida hasta casi desaparecer entre el abundante plumaje, cuya admirable blancura hacía resaltar aún más la orla negra que le adornaba las alas. Así solía permanecer durante horas enteras, en una curiosa actitud de éxtasis o de meditación, inmóvil como una estatua, despreocupada de cuanto la rodeaba. Y las raras veces que se decidía a andar hacíalo dando zancadas torpes y deteniéndose, de trecho en trecho, para hundir el pico, larguísimo también, entre el légamo donde pululaban cangrejos, renacuajos, u otros animalillos acuáticos que le servían de alimento.
Por eso aquella tarde quedé maravillado de verla volar así, a una altura que sólo había creído accesible, entre nosotros, a las potentes alas del águila o del cuervo.
– ¿Y cómo sabe usted que es una cigüeña si sólo se ve un puntito blanco en el cielo? –pregunté a mi compañero.
– En primer término, me contestó, porque es la única de ese color, entre todas las aves que conozco, capaz de remontarse a semejante altura; y luego por la manera de volar, trazando espirales en el aire cuando asciende.
–Me gustaría saber algo más acerca de ella. Es muy poco sociable, ¿verdad?
Serafín J. García
–Efectivamente. Rehúye la compañía de los demás pájaros y prefiere los lugares silenciosos. En primavera se reúne con su pareja y juntos construyen el nido en medio de los esteros, dentro de juncales enormes donde es casi imposible encontrarlos. Incuba generalmente dos huevos, a lo sumo tres, y apenas los pichones aprenden a volar, se desintegra la familia, tomando cada uno de sus miembros el rumbo que más les place. Y cuando se aproxima el invierno, todos emigran en procura de clima propicio, para retornar a la querencia al promediar la nueva primavera. Por otra parte, la cigüeña es un ave utilísima en el campo, al igual que la lechuza y el ñandú, pues destruye muchos animales dañinos o ponzoñosos. Alguna vez tendrás ocasión de ver el procedimiento que emplea para matar las víboras. Es algo realmente interesante. Al divisarlas desde lo alto con su mirada de notable alcance, desciende en forma casi vertical hasta ellas, las aprisiona entre las largas patas y luego se remonta velozmente, para dejarlas caer cuando se encuentra de nuevo a gran altura. Y si un golpe solo no basta para exterminarlas, repite la operación cuantas veces sea necesario.
Mientras el viejo peón me contaba todas estas cosas –que andando el tiempo pude confirmar–, yo continuaba con los ojos fijos en la manchita blanca que, siempre elevándose en forma de espiral, acabó por perderse en el espacio.
Recién entonces proseguimos la marcha hacia el arroyo. Fausto, silbando muy quedo su milonga favorita. Y yo contento por haber aprendido algo más de lo mucho que él sabía, y que con generoso afán se empeñaba en trasmitirme.



Extraído de  Revista El Grillo, Consejo Nancional de Enseñanza Primaria y Normal, Montevideo, 1955.

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