viernes, 6 de mayo de 2011

Salva tu alma


Ángel Juárez Masares

La capilla Santa Rosa era para el barrio lo que el vaticano para Roma. Estaba ubicada en un descampado entre las últimas casas y la escuela 39, y en realidad era un rancho de ladrillos con techo de chapas a dos aguas. En el amplio e indefinido patio había una cruz de madera en cuyo travesaño se leía: “Salva tu alma”. En el interior, varias filas de bancos de madera sobre el piso de ladrillos, y un altar con la estatuilla de la virgen rodeada de algunas latas que oficiaban de floreros.
Allí nos juntábamos los gurises del barrio todos los sábados para asistir a las clases de “catecismo” que –aseguraban- nos pondría “en el camino del Señor”.
Así fue que entre padrenuestros y avemarías nos enteramos que éramos pecadores por herencia, y que debíamos pedir perdón por culpas de las cuales no teníamos nada que ver. Varios de nosotros no pudimos jamás aprendernos el “Credo”, y nunca entendí por qué debía juntar los dedos de la mano derecha y golpearme el pecho diciendo: “pésame dios mío”.
Lo mejor venía después de estas sesiones, cuando nos tiraban una pelota de goma al campo y se armaban unos partidos de rompe y raja en la cancha –con arcos y todo- que estaba al costado de la capilla.
En mi caso, la pretendida introducción a los rituales de la iglesia resultó un verdadero fracaso desde el principio. Algunas veces solía sentarme a pensar en el asunto y no lograba entender por qué debía temer a dios, ni por qué ese ente –indefinido e inmaterial- me iba a castigar.
La cosa se ponía aún peor cuando llegaba “semana santa” y – en nuestra casa- mi madre cubría cuidadosamente el retrato de un cristo afeminado y con barba, que desde una pared del cuarto apuntaba con el dedo de su mano exageradamente pequeña, al corazón instalado en medio del pecho y del cual salían rayos de luz.
Recuerdo que alguna vez me trepé a una silla para ver mas de cerca esas manos, y luego compararlas con las de mi padre, grandes y manchadas de cal, donde el mate se perdía entre sus dedos gruesos y muchas veces machucados por un martillazo de obra. Manos que recuerdo rasgando una sábana como si fuera de leve gasa para vendarme un pié lastimado por mis primeras veleidades de hachero.
Esas infantiles elucubraciones me fueron apartando poco a poco del camino del señor, y las manos de ese cristo inexpresivo y anodino jugarían un importante papel en mis decisiones.
Y fue una tarde de fútbol en la capilla Santa Rosa, cuando un camión que estaba estacionado enfrente soltó sus frenos y aplastó a Jesús, pero no al del retrato, sino al hijo del mecánico, que tenía cinco años y jugaba con tierra un poco más abajo.
Murió justo frente a la cruz en cuyo travesaño se leía:
“Salva tu alma”.

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