viernes, 27 de mayo de 2011

Los viejos


Ángel Juárez Masares


Los viejos estaban sentados al sol aquella tarde de domingo.
Habían elegido un lugar apartado de los árboles, y se amontonaban buscando un poco de calor en el patio del hospicio.
La tarde languidecía como cualquier tarde, de jueves, de lunes, o de miércoles. Todos los días eran iguales de fríos. El maldito frío no se iba nunca. A veces ni en verano.
Serían las seis cuando la gorda Inés salió al patio y comenzó a golpear las manos para que todos fueran entrando al comedor.
Lentamente comenzaron a arrastrar los pies por los senderos de grava. Cada uno con su cruz, todos con la misma resignación y el mismo hambre. Cada uno se sentó como pudo a la larga mesa, que en realidad no era más que dos tablones sobre caballetes de madera.
La gorda Inés y Rodríguez ya habían distribuido los platos y las tazas de lata sobre las tablas machadas de grasa, y cuando todos estuvieron sentados comenzaron a repartir “la cena”, una suerte de sopa-guiso agrio e incoloro acompañado de un trozo de pan que debería tener la edad de cada viejo.
Las bocas desdentadas engulleron en silencio, y no faltó quien se guardara el pan en el bolsillo “para la noche”, o porque comerlo no era fácil. Había que romperlo en trozos más o menos pequeños y mojarlos con saliva para que se pudieran tragar.
Un viejo terminó primero con su pitanza, pero no se levantó hasta que todos lo hicieron y marcharon a sus camas.
Dentro de la casa todos se movían juntos. El reglamento así lo establecía por “una cuestión de orden”.
Así fueron llegando al “dormitorio”, un barracón largo y con fuerte olor a orines.
Las viejas a la derecha, los viejos a la izquierda, total, la intimidad ya no tiene importancia.
Acostarse vestidos, con los mismos harapos que colgaban de sus huesos durante todo el día. Tratar de dormir con los mismos fantasmas que los aterraban durante la noche, o quedarse con los ojos abiertos fijos en las maderas del techo.
Poco antes de las diez, Rodríguez apaga la luz y se mete en la pieza “de la guardia” con la gorda Inés. Se escucha el ruido de la cama durante diez minutos, después la gorda se levanta y se va. Rodríguez se duerme.
La vieja Orfila comienza a hablar sola. Primero es un murmullo, después la “charla” se anima, sube de tono, discute con alguien. Le pide que se vaya.
Silencio…
Ahora está llorando. Lo hará durante un largo rato, hasta que se canse y se duerma.
Allá, cerca de la puerta, Otaño putea porque se le cayeron los diarios. Dice que es lo mejor para calentarse. Todo el día anda buscando diarios viejos. A veces se arrima a la reja y pide diarios a la gente que pasa por la calle. No pide plata porque no tiene donde gastarla. No pide pan porque no tiene dientes. Pide diarios porque tiene frío. Otaño siempre tiene frío. Castro -el de la cama contigua- se levanta y le pone los diarios encima, porque si no lo hace deberá soportar un lamento más entre todos los lamentos nocturnos.
Entonces Otaño se queda quieto. Muy quieto para que no se le caigan los diarios.
Al fondo, Riquelme se baja de la cama y busca su botella de plástico cortada por la mitad. Mea. Lo hará varias veces en la noche, hasta que en la madrugada se duerma y se orine en la cama.
Mañana habrá lío con Benedicta, la que entra a las seis.
Pese a todo, los viejos tiene la fortuna que los empleados del asilo recuerden sus nombres: Orfila, Otaño, Riquelme, Castro, Egúren…
No tienen historia. La dejaron afuera, pero al menos los viejos conservan sus nombres para que los puedan putear.

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