sábado, 2 de abril de 2011

 La pública pasión de Tobías Abdul Haroldo Clemenceau


Ángel Juárez Masares

Tobías Abdul Haroldo Clemenceau tenía una personalidad tan disparatada como su nombre. Había llegado a estas latitudes siendo muy niño. Sus padres provenían de una mezcla de gitanos y judíos que –a su vez- descendían de alguna parición producto de la promiscuidad de caravaneros y nómades del desierto. En resumen, Tobías era un capricho del estado de celo de sus antepasados.
A los cincuenta y tantos años de aquel arribo poseía una nada despreciable porción de tierra que había llenado de ganado, dedicándole además buena parte a la agricultura, lo que daba como resultado una vida por demás cómoda para nuestro personaje.
Manejaba éste la hacienda con mano firme, valiéndose más de la intuición que de la técnica. Jamás se había casado, lo cual no era óbice para que mantuviera tres o cuatro pseudo concubinas, y hubiera sembrado algunos hijos al voleo en varias leguas a la redonda.
De cualquier manera se podía decir que Tobías Abdul Haroldo Clemenceau era casi un ser humano, y como para medir esta especie no hay patrones, convengamos que era un buen tipo.
Nunca nadie se fue sin comer de la hacienda de nuestro hombre, y menos aún sin una paleta de borrego en las alforjas. Tampoco estaba libre de íntimos traumas, y hacía gala de algunos que eran festejados por los habitantes del feudo. Entre ellos sobresalían las comidas que organizaba invariablemente todos los lunes a mediodía. Ese día se trajinaba desde las primeras horas de la mañana. Catorce mujeres se movían con la precisión que otorgan largos años de experiencia en estas lides, en medio de un fárrago de ollas, sartenes, y marmitas, saltando, friendo, revolviendo, y probando los cocidos, las salsas, y los tucos que bullían en varios fuegos esparciendo el aroma de las especies más allá de los confines de la hacienda.
Exactamente a las doce entraba Tobías Abdul al amplio comedor, donde
-desde la cabecera de la mesa- presidiría uno más de sus fantásticos almuerzos con la convicción -y ese era su orgullo- que cuando los veintiocho comensales, más algún eventual invitado, cayeran sobre la mesa o en el piso, ahítos de manjares y bebidas, él seguiría incólume y aún devoraría tres o cuatro platos más, antes de irse a defecar en medio de la quinta de eucaliptos que se erguía más allá de las casas y antes de las pocilgas de los cerdos.
Y fue uno de esos lunes de banquete que apareció por el camino. Era un tipo retacón y mofletudo vestido con una túnica, que llegó como cualquiera de los que cada tanto se arrimaban –al azar o a sabiendas- a las comidas de Tobías Abdul Haroldo Clemenceau. Se le hizo lugar y el almuerzo dio comienzo.
Las catorce mujeres comenzaron su periplo alrededor de la mesa para servir los más diversos manjares que los comensales devoraban, rociándolos con el exquisito vino de la casa.
Las horas pasaron dejando lugares vacíos, porque los que no salían a vomitar al patio, caían borrachos debajo de la mesa, en tanto que algunos simplemente se tumbaban de bruces metiendo media cara en el plato, desparramando el cocido de carne con papas, y volcando el último vaso de vino no bebido.
Sin embargo ese día –y para su sorpresa- Tobías Abdul vio al mofletudo forastero comer y beber impávido, sentado frente a él en la cabecera opuesta de la mesa.
Nunca antes el orgullo de Tobías había sufrido afrenta igual. De todas maneras mantuvo la calma y con una sonrisa ordenó mas comida.
Las catorce mujeres comenzaron entonces una nueva embestida, repartiéndose esta vez en siete para cada comensal.
Y el tiempo pasó mientras Tobías y el forastero engullían pastas, carnes, y ensaladas, debidamente regadas con varias copas de buen vino.
La tarde comenzó a declinar y las catorce mujeres  debieron reanudar la tarea en la cocina. Las marmitas y los peroles comenzaron de nuevo a borboritar, y en las sartenes a saltarse la cebolla y los pimientos.
Para entonces la noticia del inusual duelo gastronómico había trascendido los límites de la hacienda, y los curiosos comenzaron a llegar asomándose al comedor por sus amplios ventanales.
Algunos comedidos retiraron a los invitados que se hallaban dispersos en torno de la mesa, haciendo más cómoda la circulación de las mujeres que reponían los platos vacíos.

Y fue a media tarde del día siguiente cuando se le anunció a Tobías Abdul
-no sin temor- que el vino se había terminado.
El inicio del estallido de cólera del anfitrión fue interrumpido por la serena actitud del forastero, que se incorporó sonriente, caminó hasta el otro extremo de la mesa con su copa en la mano y llenó la de Tobías, aunque al regresar a su silla la suya estaba llena.
El extraño duelo continuó. Cada vez que Tobías Abdul vaciaba su copa, el forastero se levantaba y servía de la suya, que siempre estaba llena por más que éste ahora bebía en forma desmedida.
Serían las seis cuando Tobías Abdul Haroldo Clemenceau cayó muerto sobre un plato de lentejas, no sin antes intentar soltar un eructo en honor a sus antepasados árabes que quizá le hubiera salvado la vida.
El mofletudo simplemente se levantó, trinchó un muslo de pavo para el camino y salió despacio.
El sol de la tarde pintó de dorado las motas de polvo levantadas por su túnica, e iluminó las huellas de sus pequeñas pezuñas sobre la tierra.

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