(…) “No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.(…)
Elegía. Miguel Hernández
Desapercibido
Dostin Armand Pilón
I
Cuando Marbey abrió la puerta de su casa, en una oscura noche de invierno, su voz pronunció de manera agitada e imprecisa la palabra: -“Pase”.
Si bien en los pequeños poblados a esa altura del día se acostumbra a saludar anteponiendo un atento “buenas noches”, esta vez el protocolo comarcal había quedado de lado.
Una joven de escurrida silueta llamada Soledad, militante de la escasa izquierda local, era la esperada visitante que traería novedades de un grito de muerte cuyos lejanos ecos parecían oírse después de 30 años. Durante ese tiempo Marbey y su madre Ramona venían hurgando entre los datos residuales de una dictadura militar que le había quitado al hijo mayor de la familia, en aquel Buenos Aires de los años ’70, que por ese entonces, tragaba hombres y escupía miedo.
La joven, quién recientemente había conocido la familia, entró en aquel hogar de tonalidades grisáceas, al que sólo lo interrumpía el fuego lento de una estufa cansada de trabajar horas extras contra el tenaz frío de ese invierno.
El rostro de Marbey parecía ajustar su tirantez habitual, su prolija cabellera disminuía la lejanía casi infinita de una mirada empujada hacia atrás por unos lentes de un grosor impertinente. En la caída de su cara sus labios olvidados por la sonrisa y acostumbrados a las preguntas se pusieron en acción. Entonces interrogó con laconismo: - ¿Novedades?
Soledad levantó su mirada y en el trayecto se cruzó casi imprevistamente con el rostro de unas 200 personas amontonadas en un cuadro que colgaba de la pared, entre los que se encontraba Lujan: aquel hijo que la terminología de la impunidad ahora lo llamaba “desaparecido”.
Esta casi imperceptible pausa puso nervioso a Marbey que repitió: -¿Y, tenés novedades?
-Claro- respondió Soledad con un tono que entremezclaba el miedo y la satisfacción.
-El fin de semana se presenta el libro en el pueblo, y de Montevideo dijeron que ustedes tienen que contar su historia.
Un inmenso silencio se apoderó del lugar, del cual Ramona sólo atinó a ser cómplice. Bajó su mirada al suelo como reafirmando que sólo una noticia le daría permiso para olvidar que durante todo este tiempo había luchado contra la intacta negación de tener que entender por medio de la fuerza la pérdida de su primer hijo. Es que, de aquel campo desolado con olor a hierbas en que habitaba, poco o nada podía comprender sobre tantos relatos de torturas, luchas y revoluciones que curtió su oído desde aquel lejano lugar en que se respira tumulto y se transpira encierro al que le llaman ciudad.
Marbey pensó que después de todo el dolor padecido dejaría de ser anónimo para dar paso al parto de una lucha común; aunque se asomaban en el horizonte de su pensamiento miedos frente a la indiferencia o comprensión de sus vecinos de ese pueblo en que vivía; José Enrique Rodó, de no más de 2000 personas, ubicado en el desolado litoral uruguayo, lejos de todo y cerca de nada.
Ramona se levantó de su silla y se dirigió a su dormitorio a refugiarse o esconderse, como tantas veces lo había hecho. Mientras que Marbey se puso de pié abruptamente y despidió a Soledad diciéndole: -Deciles que sí nomás.
Antes de salir de la casa la joven se dejó abrazar por su bufanda y salió a enfrentar la noche, que luego de algunos pasos, mostró una tibieza inusitada; tal vez porque su alma estaba por ese entonces congelada.
II
- Vení, no ves que mamá te está esperando; le gritó Marbey a su hermano. A unos metros Luján lo miraba como si no lo reconociese; lo que agravó su angustia.
-Dale, que estás esperando, que se muera de tristeza ¡Vení te digo!, le ordenó Marbey mientras escuchaba que su voz se hacía trizas.
Se abrió rápidamente camino entre un paisaje que no lograba registrar, cuando de pronto un sonido lo distrajo. No era más que la música desentonada de un nuevo día que le informaba que todo seguía igual y que su sueño recurrente lo había estado atormentando una vez más.
Su corazón latía con tanta fuerza que le producía un intenso dolor en medio de su pecho. Al pararse intentó con dificultad llenar sus pulmones de aire para calmarse. Luego de un rato caminó con cuidado hacia el baño y sintió que su madre ya estaba en la cocina.
Se enfrentó al espejo y al reconocerse se preguntó porqué –a pesar de tanta tristeza- nunca pudo llorar. Levantó sus párpados con escasa suavidad para apreciar ese par de ojos duros y resecos como la mismísima muerte, que desde hace un buen tiempo rengueaban sujetados a un par de lentes que, en ese momento, esperaban en su bolsillo para ser usados. Se lavó la cara y luego tomó un amarillento cepillo de cerdas encorvadas. Percibió que se trataba del mismo que su hermano había olvidado en aquella temprana partida a Buenos Aires, lo soltó repentinamente dejándolo caer con violencia y tomó el suyo.
Al salir de allí le dio a su madre un beso casto en la frente y le anunció que no desayunaría, ya que iba a buscar a Soledad para colocar la cartelería de la presentación del libro que contenía los casos de detenidos-desaparecidos.
Al abrir la puerta siente como el sol le choca la cara como nunca antes, y lo hace retroceder, pero sigue. El sabía que no era un día más, aunque, como de costumbre, el saludo de un vecino le atrajo la atención y le distrajo la tensión:
-Como le va mi amigo ¿Qué le parece la mañana?
Marbey respondió tan entre dientes que ni siquiera él podría haber descifrado lo que dijo: -Ah, buenmms.
En estos momentos le resultaba increíble que los pocos metros que lo separaban cotidianamente de su vecino fueran tan rígidos e impenetrables. Fue allí que sintió que la superficialidad que comprendía esta relación, - como tantas otras que mantenía en el pueblo-, le sugería desprecio y rechazo.
Subió a su moto y salió en busca de su circunstancial compañera Soledad, a la que encontró en el frente de su casa ya preparada para iniciar el camino.
-¿Ya estás pronta che?, le preguntó con suma obviedad Marbey.
-Me parece que vos pensás que soy perezosa, y estás equivocado; respondió Soledad.
Una leve sonrisa ofició como reconocimiento para que juntos se dirigieran a un local comercial a sacar copias de los afiches que les habían enviado.
El comercio abierto esperaba en un quieto silencio a sus primeros clientes. A su dueño se lo podía oír a unos metros de allí, ya que tras la cortina divisoria estaba su hogar. Golpearon sus manos para alertar sobre su presencia. Un hombre de una surcada frente y escenario de una vencedora calvicie salió a atenderlos.
Soledad desenrolló el cartel y le dijo: - Hágame unas 15 copias por favor.
El comerciante lo leyó con aparente prevención, y como lo hacía con cada persona que promocionaba alguna actividad, les sugirió que lo colocaran en su negocio, señalándole su polvorienta vidriera.
Ante el éxito inesperado Marbey tomó, -en medio de un silencio que hacía inútil el sentido del oído-, el primer afiche que arrojaría un poco de luz a su oculto dolor.
Cortó bruscamente la cinta adhesiva y lo pegó. De allí retrocedió un par de pasos y lo apreció por unos instantes fijando su mirada en la foto de su hermano que por primera vez era presentada en el pueblo de esa forma.
En ese momento el funcionario que distribuía las facturas de la empresa de energía eléctrica es detenido por el afiche. Su cabeza permanecía inmóvil, lo que pronunciaba aún más el trayecto que recorrían sus saltones ojos al leerlo.
Marbey, con postura de cazador frente a su presa, lo vigila sigilosamente, mientras sus acompañantes lo asisten de igual manera.
Aquel hombre de aspecto desgarbado ingresa sin percibir aún la atención que generaba y saluda con una voz fuerte: -¡Buenos días! –Dijo, a pesar que sólo se vive de a uno solo.
En un tono casi coral responden a su saludo el comerciante, Soledad y Marbey.
Antes de retirarse ojea caprichosamente el cartel y casi como señalándolo con su mirada hace un leve movimiento de cabeza y dice: - ¡Los padres de antes eran menos descuidados que los de ahora!, resulta que otro gurí se perdió. ¿Saben de quién es este cabezón?, preguntó apuntando hacia la foto. Soledad reacciona rápidamente y para aventar la incómoda situación responde sin detenimientos a la explicación concreta del caso: -Pa’ ni idea ché.
Sin más comentarios aquel distraído personaje sale con una novedad ajena y sin explicación, lo que evidentemente no le causó mayor inquietud, por lo que abre la puerta y se retira intrigado.
Dentro del comercio, en tanto, la tensión parece acrecentarse entre los testigos de este comentario. Tal es así que sólo atinan a fijar sus miradas en la máquina que sigue despidiendo copias. Marbey coloca una mano en el escritorio y la otra en su cintura, como sujetándose, y dice: -No entendió nada el hombre; y sonríe. Los demás lo acompañan con una tímida expresión que en el transcurso de unos segundos se transforma en un concierto de carcajadas que apabulla el áspero silencio que los rodeaba.
III
Ya se oyen los pasos del fin de semana. El mismo que pensó que no existiría por ser tan inútil como innecesario. ¿Para que? Si al fin y al cabo el dolor y la angustia serían de todos modos eternos. ¿Sería bueno aquello de compartir un profundo dolor propio con llanas felicidades ajenas que levantan polvareda desde el suelo de la inconciencia y la ignorancia? ¿Acaso el egoísmo se había disfrazado para confundirlo otra vez?
Afortunadamente las preguntas surgentes no pudieron ser respondidas en ese momento, que como había acontecido siempre, la respuesta andaba esquivándole otra vez, pero ahora a su favor.
Marbey no atinaba ni a patalear en la inmensa superficie de la pasividad y sólo esperaba.
De pronto se le atravesó su madre. Notó que su ajada cara no era la misma. Sus párpados vencidos amenazaban con tapar sus ojos y sus mejillas entumecidas poco o nada ayudaban a la sonrisa pasajera que intentaba, en ese momento, treparse entre sus labios.
Había pasado el tiempo y el cuerpo de Ramona se lo estaba recordando.
Las agujas de su reloj, aquel que su padre le había regalado aún antes de la partida de su hermano mayor, habían engañado todo lo que le rodeaba, envejeciéndolo, rompiéndolo, menos olvidando aquella incomprensible sensación.
Marbey sintió como desde su interior nacía la certeza que el dolor es atemporal y que una vida no basta para derrotarlo.
Levantó con lentitud el brazo que sostenía aquel noble reloj, lo miró sin mirarlo, se lo quitó y lo dejó caer en una actitud de desprecio o repugnancia, fue difícil para él precisarlo en ese momento.
Ya era hora de salir. Aquellos amigos de la capital que los estaban esperando fuera de su casa nunca advirtieron que las líneas del libro que traían subirían a los rieles de la verdad y chocarían contra la lógica y la razón.
La disfonía del olvido y el miedo hablaban en silencio. ¿Acaso la memoria estaría presente para enfrentarlos?
IV
Aquel velatorio de agonía había transcurrido.
Cuando el silencio y la ausencia retornaban al cuerpo afectivo de Marbey, éste divisó en la puerta del salón ya vacío la figura de Soledad, quién se encontraba acompañada de su pequeño hijo. Ella se dirigió hacia él haciendo sonar sus tacos contra el suelo. Al alcanzarlo cruzan sus miradas con un dejo de complicidad; se sonríen tímidamente y ella saca del bolsillo de su campera una caja de cigarrillos. Toma uno, se lo coloca primero entre sus labios y lo mantiene apretado hasta que Marbey toma el suyo. No se quitan las miradas de encima ni por un instante. Pronto el humo esconde sus rostros plagados de miradas ciegas y sonidos mudos. Parecen enamorados, pero el sólo parecerlo los estremece.
En medio de esa conversación ausente el niño se acerca hacia su madre y le pregunta si puede ir a los juegos infantiles próximos de allí. Soledad asiente aunque le advierte: -Andá nomás, pero volvé enseguida, mirá que te voy a estar esperando…
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Luján Alcides Sosa Valdez. Desaparecido en el año 1977 a los 19 años de edad en Buenos Aires (Argentina) durante la dictadura militar.
* Dostin Armand Pilón Cáceres (1978) Periodista. Se desempeña actualmente como corresponsal en José E. Rodó para Periódico Centenario y guionista de la historieta “Godofredo” de esa publicación. Obtuvo el primer premio en concurso sobre ensayos de la vida y obra de José Batlle y Ordoñez. Uno de sus cuentos fue incluido en libro publicado por el MIDES sobre la temática Adultos Mayores, mientras otro fue seleccionado para ser publicado en el III Concurso de Minicuentos de Ancel. También ha obtenido distinciones en concursos de diseño gráfico.
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