viernes, 25 de marzo de 2011

La última visita

Wilson Armas



Al generoso amigo Fdo. Laens



El viejo entró en la piecita a los diez minutos. Su mujer se había encargado de recibir a los amigos. Acababa de levantarse de la siesta y se excusó de recibirlos de entrecasa; pero se encontraba de buen humor, alegre, feliz de verlos después de mucho tiempo. Eran viejos amigos. Querían desearle un buen viaje. Quizá fuera la última visita...
La casa del viejo mira hacia el poniente. Un rayo de sol se cuela hasta el banco de trabajos manuales y lo tiñe de oro viejo. Está atestado de flautas, quenas, ponzoñas, fabricadas con cañas de bambú o tacuara criolla. Desde hace más de un año no las vende, no va a la feria. El frío, las lluvias... la vejez, son las causas por las cuales la producción ha cesado. Está amontonada sobre el banco. Mira con tristeza cómo se van muriendo de a poco. Acaba de cumplir ochenta y dos años y le hubiera gustado continuar fabricando. Pero ahora, sus manos...
Aprendió a hacerlas haciéndolas. Ensayó mil veces una quena hasta que, de pronto, un sonido medio nasal, desafinado y seco, salió de ese tubito de caña agujereada. Fue un silbido tímido, dentro de la escala pentatónica de los indios; pero era como si un nudo de tristeza se hubiera desatado. Lo mantenía oculto en su corazón, desde que los hombres de las montañas se lo hicieron sentir. Fue un “mercachifle” que recorrió los más apartados rincones de la civilización. No quiso contarles a esos indios en qué consistía el bienestar, los placeres, las orgías, la locura de las calles de la gran “serpiente  devoradora” de hombres y mujeres extranjeros que llegaban para “hacerse la América”. La sencilla cordialidad con que lo acogieron,  quedó enquistada en él como un mágico pedernal pronto a dar lumbre. Y logró  mantenerlo  en el rescoldo de sus recuerdos.
Todos los días, el viejo, acaricia sus instrumentos, los repasa con sus manos, les habla y hasta logra arrancarles algunos sonidos. Pero se convence que sólo son testimonios de otros tiempos.
De pronto, un muchacho llega con una quena de su propia cosecha. –Es para usted, le dice, y le insinúa con un gesto, que la pruebe, que la haga sonar. Y el viejo se la coloca en posición, mide con los dedos las distancias, observa los dibujos que el muchacho le hizo para embellecerla y, muy tímidamente, pretende tocarla. –Calculaste mal las distancias. Olvidaste medir los cuartos a partir del agujero trasero –observa el viejo, muy sabio. Intenta nuevamente y logra un carraspeo flaco, muy chiquito, desafinado. –Es para usted, se la regalo –insiste el muchacho. Y el viejo acepta, emboca tozudamente la caña y enlaza hábilmente sonidos tenues hasta  pergeñar una simplísima melodía.
Los amigos lo miran. Observan los mismos adornos que colgó treinta años atrás, en esas mismas paredes, en los mismos rincones, en los mismos lugares elegidos con un recóndito deseo de eternidad. Todavía, en ese momento, estaban frescos los consejos de Quinquela Martín, de Spillimbergo y de algunos otros que le pulieron, en la Escuela de Bellas Artes, sus intuitivas ansias de artista. Y allí respiran, como ángeles de la guarda, sus tallas de cholitas, de coyas pobrecitos, de menesterosos vendedores que él pudo conocer, de indios de milenaria tristeza que deambulaban con un silbo susurrado entre los gruesos labios. Un bajorrelieve hecho en madera rojiza, ocupa el centro de la pared. Los trazos son profundos y firmes, como el paisaje montañoso que patentiza la hosca soledad andina. Un poco más al costado, un charanguito prendido a la pared, que parece sonar dentro del caparazón del armadillo. Y un cristo crucificado, lánguido y retorcido, trabajado en la raíz de un árbol. Diseminadas, formas extrañas, diabólicas, pintadas con tonos ocres y anaranjados suaves. Una selva de objetos aparentemente inútiles, obtenidos por la magia de sus manos. Cuadros pintados al óleo con rostros de personajes anónimos, doloridos, torturados, carcomidos por la miseria, la soledad...
Se incorpora dificultosamente; se dirige a una vitrina de vidrio biselado en donde, con celo, guarda bajo llave, la otra parte de su tesoro artesanal. Muestra a los amigos, con una cierta tristeza, las ocarinas indias de barro cocido, sonajas, castañuelas hechas con maderas duras de nuestros montes; panderetas engalanadas con cintas de colores. Un arsenal de objetos que testimonias el fruto de una vida. ¡Se ha pasado construyendo! Creó como un supremo mandato interior. Y vendió para poder comer, y regaló a los amigos para compartir momentos de felicidad.
Se siente algo cansado. Las piernas no le responden. Cierra con muchísimo cuidado la vitrina y vuelve al sillón. Entonces saca del bolsillo una pequeña armónica y esboza una sonrisa como para prepararlos. Acomoda todo el cuerpo para elevarse al cielo, y arranca unas primeras notas, que le salen secas, sin fuerza, cortantes, sin modulaciones. Pero entra de a poco en ese espacio, en el que no existe otra cosa que un arrobamiento casi místico. Tampoco nadie se atrevería a interrumpirlo.
Dentro de muy pocos días se marchará a Buenos Aires. Llevará su armónica, la vitrina, las herramientas. Todo se lo llevará: es su vida. No puede ni debe desprenderse de nada. Hasta el arsenal de penas metido allá adentro de su pecho esmirriado...  Y la armónica gime con un ritmo más rápido, más alegre; quiere obsequiar a sus viejos amigos un poco de música para distraerlos y evitar explicaciones sobre su destierro. No deseaba hablar, rehuye los recuerdos dolorosos. ¡Es tan triste volver al pasado! ¿Qué alguna vez pensó en la muerte? ¡Vaya si lo pensó! -¡Si no fuera por mi amor a la vida...! –reflexionó. Con este presentimiento del suicidio el viejo no creyó jamás en traicionar sus principios. -Mi muerte no contribuye a desterrar la injusticia...-.  Se le  hizo difícil decidir... Pero más difícil fue llegar al reencuentro consigo mismo. Soy un tornillito perdido en este mundo que no entiendo –se decía. Y las tallas, y los instrumentos, y todo lo que salió de sus manos fue respuesta a esa incertidumbre. Tenía que construirse una fortaleza y defenderse de los ataques exteriores. Tenía que proteger sus sueños, sus convicciones. Y no le resultó fácil. Luchó cincuenta años para comer; vendió en la feria de Tristán Narvaja, libró a brazo partido durísimas batallas; trabajó como vendedor de útiles de oficina, hasta que el dueño del comercio –jefe de una oculta logia que pregonaba la equidad- lo despidió para salvar su empresa. Y día a día, la fortaleza se agigantaba. Desde las almenas rechazaba las embestidas y, él, como respuesta, creaba una talla, un instrumento, un cuadro. En eso consistía su defensa. Y llegó a palpar con los dedos de su fantasía, que la sobrevivencia es posible cuando dentro de uno se es fuerte y sano. ¡Le hubiera sido tan fácil bajar la guardia y  venderse!
La  jubilación es mezquina; no logra ni pagar el alquiler de la casita. La feria dominguera... No, no puede. Su hijo, en Buenos Aires, trabaja de mecánico y lo llama: entre todos podrán mejorar las cosas. Pero él no se anima, titubea. Mide sus fuerzas, vuelve a hacer pininos. No se encuentra seguro. Pero contempla sus obras de arte y descubre que aún le resta un hilito de energías para seguir resistiendo. Entonces se resuelve. Le contesta al hijo que se irá, que se irá con su vieja, que llevará sus herramientas, que seguirá haciendo sus obras, que seguirá viviendo...
Los amigos visitantes permanecen como estáticos, oyéndolo. De vez en cuando, descansa unos segundos y retoma con  nuevo impulso, sin esfuerzo aparente, una saga andina. Y sigue, y sigue, y los sonidos de la armónica parecen perderse entre las cuatro paredes del cuartucho.
Es posible que quiera eternizar este momento; es probable que no se haya dado cuenta que la tarde ya murió en los filos de los muros.

Montevideo, 12/10/1985



* De “Cuentos de Atardeceres”, Ediciones Géminis, Montevideo, 1986.


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