viernes, 25 de marzo de 2011

El amanecer de la Patria

Aldo Roque Difilippo

Blanco de luz
Te veo trotar libre y sin arreos. La crin al viento, sin jinete ni horizonte, porque vos estuviste y estás en todas partes. Fuiste una masa de músculo y sudor en la batalla, un amigo que no habla pero que invita al diálogo, un devorador de leguas, descubridor de horizontes, un resoplar atronador en la revuelta gaucha.
Los cobrizos de a pie te temieron cuando cargabas barbudos envueltos en metales, y después te adoraron, porque fuiste uno de ellos, una musculatura indómita que avanzaba en la primera línea de batalla.
Dicen que te domesticaron, hablándote al oído, y que después esos cobrizos vestidos con andrajos y algunas plumas, te sumaron al combate, revoleando boleadoras y lanzas. No será acaso que encontraste en esta América la razón de tu galopar sin marca.
En Europa eras tan sólo músculo endurecido para la carga. Para cinchar sin tiempo ni distancia, máquinas de guerrear o de labranza; tan sólo una cosa que cargaba.
Aquí el verdor virginal de  las praderas, te invitó a la libertad, a fabricarla, a dejar galopar las utopías.
Después, al despuntar la clarinada libertaria, fuiste la máquina, el instrumento, el arma que permitió vadear los ríos, trepar o descender entre el barro o la escarcha, el que aguantó en su lomo todo el peso de la montonera, y el que cayó herido de muerte tras una descarga.
Vos supiste acortar distancias, como se acorta la espera con un mate, o un trago de caña. Supiste aplacar los sinsabores, en furtivas visitas hasta aquel rancho donde una mujer mitigaba las heridas del cuerpo, o del alma, al que llegaba cansado de tanto cabalgar sin luces que guiaran la esperanza.
Vos supiste trotar sin fatigarte, como la mano de aquel que pulsa la guitarra, taloneando pericones y cielitos, bailoteando en milongas y chamarras. Endulzando tardes de domingo en carreras y bailes de  la indiada.
Hoy te veo trotar, blanco en el escudo, blanco inmaculado de pureza, blanco de luz y de esperanza. En mi escudo rojo y azul, el de sueños artiguistas, sin horizontes, sin monturas y sin marcas.

Como el muerto no quería morirse
No hay fotos de Tomás Xavier, pero igual puedo verlo con su sotana descolorida, sus piernas fuertes de tanto caminar, y su Biblia maltrecha de tanto dormir a la intemperie. Rebelde, impetuoso,  en una rueda de mate y guitarra, o escupiendo insultos en la misa cuando alguien no lo escuchaba.
"El día 25 de este mes de mayo expiró en esta provincia del Río de la Plata, la tiránica jurisdicción de los Birreyes. La dominación déspota de la península española y el escandaloso influxo de todos los españoles" -escribió en el libro de defunciones de la Parroquia de Villa Soriano, en 1810 al enterarse de la revolución de Mayo.
Hubiera querido darle cristiana sepultura, pero sólo pudo contentarse con registrar su defunción, y como el muerto no quería morirse, se arremangó la sotana y salió con su Biblia bajo el brazo, de a pie o a caballo, predicando un Evangelio mestizo, que se negaba a dar la otra mejilla, devolviendo cachetadas.
Trenzó plegarias con cielitos y pericones. Hablaba de un cielo de gaucherías, y un Dios revolucionario.
Dicen que murió solo y pobre, pero no es cierto. Murió henchido de montoneras. Un Cristo gaucho y una Virgen medio india y africana lo recibieron en el cielo, de verde inmaculado, con  ceibos florecidos y cantos de guitarra.


Felipa
Felipa armó un cigarro. Sus dedos anudados, artríticos, jugueteaban ágiles con el tabaco y la chala en una danza juvenil imitando un pericón. Las mismas que cebaron mate a Perico el Bailarín; los mismos ojos que gozaron viéndolo bailar sobre zancos.
La vieja curandera tenía 113 años, aunque no le importaba, discurriendo por tres siglos, y  ni lo sabía.
Los vio reunirse en torno a pericones, en ruedas de mates y ginebra en guampa, mientras algunas parejas  buscaban la complicidad del monte.
Después ensillaron los caballos  para hundirse en el horizonte.
El 27 de febrero de 1811, aquellos paisanos de bombachas raídas, y talones rajados por tanta intemperie, entraron en la historia a puro coraje y alarido, haciendo clarear la revuelta gaucha.


Avispas revolucionarias
Dicen que la tierra tembló, que el monte de Asencio fue testigo del alarido libertario. Dicen que fueron Perico y Venancio quienes encabezaron todo, y que el griterío fue tremendo. Pero en realidad el griterío provino de las filas españolas. No fue un grito de libertad, fue desesperación. A falta de sables, trabucos y facones, Perico y Venancio, ordenaron ocultarse en el monte, y azuzar un par de lechiguanas.
 Es que las avispas también eran artiguistas y encabezaron el tropel que desató la revolución. 


Ramón y Román
Don Dionisio Fernández sabía que el misterio debe propiciarse, que debe sembrarse, para que la duda haga el resto. Por eso llamó a sus hijos Ramón y Román. A los dos les enseñó a montar, hacerse diestros con las armas, para iniciarlos en la vida miliciana. El resto vendría solo.
Por muchos años una plaza de Mercedes recordó el nombre de sus dos hijos, y la pompa oficial engoló la voz destacando su indómito coraje en "el glorioso día de Asencio". Primero fue Román, luego Ramón.
Alternativamente los hijos de don Fernández fueron considerados los paradigmas del coraje gaucho.
Lo que no supieron era que Román se encontraba por esos días en Buenos Aires, y que Ramón fue quien se había arrodillado suplicando por su vida.


Parir y luchar
Dicen: 'La Patria se hizo a caballo', y aunque es hembra, aunque es gaucha, la Patria fue sudor de macho, sudor viril en la batalla. Que se hizo oliendo a humo en los fogones, a tabaco de chala, a caña en guampa, a tacuaras desafiantes, a boleadoras enfrentando la metralla.
Dicen: el caballo, el macho, el libertario. Dicen: es de machos la batalla. Pero el hombre es tan sólo un ser pequeño, reducido, acorralado por sus miedos y a veces cazador de utopías, azuzado por sueños y esperanzas.
La hembra, la olvidada de la historia, supo de combates, de sudor a pleno sol, o de noches pisoteando la escarcha. No hay cuadros de yeguas en batalla. Nadie canta sobre el chasque que llegó con la noticia esperada, taloneando a una yegua que se quedó a un costado del palenque, sudando y de crines enmarañadas.
Ellas son las olvidadas de la historia. Estuvieron y están en todas partes. Fueron y son hacedoras de todos los hechos, de los cotidianos, los pequeños; y fueron el puntal aguantando el peso de aquellas historias imponentes cargadas de coraje y sufrimientos.
Pero el silencio  las tapó como al yuyo cubierto por la escarcha.
Yo se bien que ellas estaban allí, sufriendo o penando en cada caravana, hundidas en el barro, tironeando carretas, abriendo surcos en la historia, sembrando a su modo en la conciencia de aquellos seres que nada tenían, y pocas cosas esperaban.
Ellas fueron la chusma de la historia. Las que siguieron al macho en la batalla, las que curaron heridas, las que  acunaron amores y esperanzas. Las que parieron tropillas; las hacedoras del mañana.


Perico el bailarín
Tus ojos saltones parecían conocer cada rincón del horizonte. Dicen que eras un hombre corpulento, y que enamorabas chinas en los pericones. Alguien te apodó "Perico el bailarín" y no había pericón sin tu presencia, dando giros sobre un par de zancos. Seguramente no hubo potro que aguantara tu infatigable cabalgar. De tu Río Grande natal hasta cualquier rincón de la Banda Oriental. Seguramente no hubo mujer que no se sintiera hechizada por tu voz, por tu risa enmarcada en esos labios delgados, casi femeninos, pero que se convertían en puñales hirientes escupiendo maldiciones. Porque nadie te igualaba defendiendo una convicción. Porque pocos se atrevieron a enfrentarte, y cuando lo hicieron supieron de tu coraje casi inigualado.
Es cierto que después de Asencio, vos, el que encabezó la columna gaucha, el que gritó "¡Viva la Patria!" con más fuerza, vos, Pedro José Viera, te apartaste de la causa. Algunos putearon tu nombre cuando lo supieron, hablaron de traición y otras cosas. Después de todo, Perico -y permitime que te llame así- algo me dice que el potro que galopaba en tu interior era más indómito, un orejano empedernido, acostumbrado a perseguir horizontes de revueltas, cebado por el combate cuerpo a cuerpo, más que por andar despacio tras una quimera de Patria.

El ejército nuevo
Cada uno aprontó lo poco o lo mucho que tenía. Lazo, boleadoras, carabina, armas de matreraje. De andar sin tiempo las distancias. Un facón, un sable, o tan sólo una tacuara con cuchillos enastados. Un caballo conocedor de pasos y noches sin descanso; y la esperanza como mayor capital, como bandera enarbolada en la conciencia de la paisanada.
Por aquí, un gaucho, melena y vincha al viento. Más allá un cobrizo con sus flechas, que abandonó la toldería y se sumó a la revuelta, o un moreno de ropas raídas, aprontando un lazo o una tacuara. El peleaba por su doble libertad. Por la doble convicción de ser libre. Libre del patrón al que había dejado. Libre como hombre sufriente en un suelo prestado.
Este nuevo ejército, dispar, sin charreteras, escudos, o estandartes, avanzó resuelto. Cada quién en busca de un sueño. Cada uno convencido que valía la pena la esperanza. Cada uno sabedor que a tesón y sacrificio, a entrega y sangre derramada, la Patria paría libertades en cada embestida de la indiada.

Venancio, el matrero
Lo llamaron vago, reo, incendiario, pendenciero y asesino. No tenía ni veinte años y por Durazno su nombre era sinónimo de inquietud. En las noches se sentía el galopar de su caballo sembrando miedo en el caserío. Después, en el año once, cuando rumbeaba buscando querencia, el destino o la fortuna lo hizo coincidir con su amigo Viera.
- ¿Pa'donde rumbea paisano?
- Voy buscando querencia.
Tras algunos tragos de ginebra Venancio Benavídez ya tropeaba de segundo de su amigo Pedro Viera.
En la toma de la Capilla Nueva fue un puntal agrupando la paisanada, dando coraje en cada rincón del monte cuando los godos bombardeaban sin sentido ni criterio, buscando ahuyentarlos en la noche de febrero.
Raro misterio el de Venancio y Perico. Algunos dicen que la envidia cundió entre los amigos, y que después de Asencio cada uno buscó su rumbo fuera de la causa oriental. Lo cierto es que su vida fue un continuo entredicho. Una sucesión de pujas internas y externas. Parco al hablar, poco amigo de los chistes y las bromas, Venancio dejó que la acción, que sus actitudes frente a la vida hablaran más que sus palabras. Prefería empuñar el sable o la carabina y  así dirimir los conflictos, más que por las palabras o la letra escrita en un papel. Así fue que terminó combatiendo en el Perú, defendiendo la causa española. No podía soportar que sus dichos fueran rebatidos por nadie, ni podía permitirse el lujo de caer prisionero de quienes habían sido sus amigos. Así fue que quedó, tendido en medio de la calle, con el cráneo partido de un balazo, abandonado por sus compañeros españoles, casi odiado por sus antiguos camaradas americanos, pero más matrero que nunca, más indómito y rebelde, porque su conciencia seguía, torpemente, tenazmente, incendiando, saqueando, arrebatando amores y amistades a su existencia. A su escasa vida de matrero incurable. Es que el matrero se hace amigo del camino, y se cobija en la soledad. En la soledad de su conciencia sin bozales, alambrados y palenques que sofrenen su desmelenado andar sin importarle el mañana.

La chapetoneada
La voz corrió por los fogones. Un sordo rencor susurrado con los dientes apretados por tanto despotismo padecido, por tanta indiferencia, pese a ser los verdaderos dueños de este suelo. Los verdaderos hijos de esta tierra. Los de talones agrietados, los eternos padecedores de miserias e infortunios. Los relegados, los oprimidos.
- ¡Guerra al  godo! -fue la consigna. La estrella que guió la revuelta. La voz repetida en los fogones por labios gauchos y mestizos, por los negros libertos, por los mulatos y zambos, por voces guaraníes cansadas de ver morir hermanos a manos de invasores desde que Zapicán y otros tantos anónimos guerreros vieron por primera vez aquellas naves que surcaban ese río tan grande como el mar.
El olor a pólvora española, el zumbar del látigo sobre la carne negra, la reducción a la ignominia de la cultura cobriza, y el despotismo hacia el hombre de piel tostada por el sol y la intemperie, fueron el detonante, la mecha que encendió la revuelta en esta Banda.
Después, sólo después, vendría la presencia del Gran Cacique para los indios, del Protector para los gauchos, del que  abolió las cadenas para las manos negras o de cualquier color. La mecha ya estaba encendida, y él solo se limitó a unificar conciencias, a encauzar la lucha revolucionaria.
Alguien le restó importancia al hecho. Dijo que la revolución fue solo una defensa del Rey Fernando VII, que Artigas solo buscaba deshacerse de personeros, recordando dichos donde hablaba de fidelidad a la corona y a un Rey encarcelado y que a estas tierras ignoraba. ¡Que sabía! Ese alguien no se dio cuenta que era tan solo una gran chapetoneada. Una treta de viejo criollo para aglutinar conciencias, para encauzar la revuelta, y hacer florecer la idea de Patria.


Soledad
Soledad Cruz sonrió viendo a Perico bailar sobre los zancos. El paisano disfrutaba como un niño bailoteando, y sintiéndose centro de las miradas y la admiración de todos. La negra acariciaba su tacuara que parecía desbocársele de las manos, ansiosa por entrar en combate. Soledad, de motas renegridas y encrespadas en perpetua altivez, contenía sus ansias vagando por  recuerdos y sueños infantiles. Después, ese carácter altivo la llevaría a encabezar la columna de la infantería en la Batalla de las Piedras. Con su lanza, y su pecho desnudo, como lo hacían sus abuelas africanas, Soledad se distinguió por su coraje y destreza en el combate.
Sus ojos retintos miraban al paisano, pero su pensamiento vagaba por otras praderas donde una abuela africana le contaba de paisajes extraordinarios. Donde la libertad y la vida inundaban todos los rincones, hasta que comenzó aquella cacería infame que los hacinó en naves oscuras como el destino que les esperaba.
En los fogones se hablaba de Soledad, de su belleza de esplendorosa negritud, de su valor de mujer transitando por la vida sin pedir permiso, sin dar ni pedir nada a cambio, ofreciéndose entera cuando sus ansias o el deseo se lo exigían.
De esos fogones surgió el rumor, que corrió de boca en boca, y se instaló en el repertorio obligado de las viejas en las tardes de domingo. Soledad tenía amores con una sombra. La vieron perderse en el monte, confundiéndose en la oscuridad de la noche, y hablar en la antigua lengua de su abuela africana, mientras la luna se colgaba en la rama de los espinillos, y las lechuzas, con su chistido, guiaban a los amantes por esa negrura plagada de grillos y luciérnagas.
Fue en vano que Perico se esmerara en sus requiebros amorosos, la negra ya había sido cautivada y amada por la sombra errante de un guerrero que encontraba en la noche su oportunidad para contagiar de sueños libertarios a los hombres que esperaban el amanecer de la Patria.


Río revuelto
La estrategia fue sencilla, veinte hombres desarmados en las afueras del monte como carnada. Después esperar que los Blandengues y españoles, envalentonados por una victoria segura, arremetieran contra los gauchos, para terminar acosándolos con las avispas. Solo el Teniente José Maldonado logró salvarse, tirándose con su caballo al arroyo de la Calera. El resto imitó a Ramón Fernández, que se hincó suplicando piedad.
Más tarde vendría el acoso a la Capilla Nueva. Una noche en vela compartiendo tabaco y un pedazo de charque, mientras desde el caserío los españoles pretendían disuadirlos disparando sus cañones, algo que enardecía el ánimo de la paisanada.
Con las primeras luces del día un escaso parlamento alcanzó para terminar con la resistencia de la ciudad. La primera partida estaba ganada sin siquiera disparar un tiro. Viera, Benavídez, Justo Correa, y Francisco Bicudo festejaron la victoria, mientras Ramón Fernández preparaba su estrategia para sumarse a los vencedores.
El paisano sabía que una jugada oportuna sirve para salvar el pellejo. Le bastó con estar atento y esperar la oportunidad.
Un formulismo de guerra le sirvió, y cuando Reyes buscaba a Benavídez para que firmara un oficio, Ramón Fernández puso la suya en el papel. Desde ese día la Junta de Buenos Aires incluyó su nombre en la nómina de héroes, y por muchos años la oficialidad de turno destacó el coraje y el valor de aquel paisano que supo acomodar el cuerpo a las circunstancias para sumarse a la causa oriental. Es que el río estaba revuelto y era una picardía desaprovechar la oportunidad.


La chusma
Una columna de figuras andrajosas, desmelenadas, con los pies hundidos en el barro, seguía al ejército en su eterno caminar. Mujeres y niños, ancianos y perros. Ropajes descoloridos por tanto sol. Manos encallecidas de tanto esfuerzo. Olor a sudor y a constancia, vadeando arroyos, trepando cerros, o por tanta intemperie tendidos bajo un árbol.
Ellos, la chusma, la brasa siempre encendida en cada fogón, parecían la sombra del ejército que avanzaba o se replegaba, que hablaba de Patria y libertad en aquel verdor donde la desolación adquiría sus ribetes más bellos y dramáticos.
La chusma fue desde siempre la mano tendida mitigando heridas, entibiando soledades con un mate, aportando ramitas al fogón de la patriada. Mujeres convertidas en la sombra de su hombre que cargaban de afecto el duro transitar de cada jornada, y que eran tan diestras para repartir trozos de nada y mitigar el hambre de todos sin distinción, como para empuñar una tacuara y arremeter primeras en la fila, desprovistas de todo, pero henchidas de coraje.
La columna avanzaba resuelta en el combate o la marcha, levantando  polvareda en la patriada americana. Tras ellos iba la chusma, colmada de gritos de gurises, desmelenados, de ropas andrajosas y manos renegridas. Contagiando de alegría y ternura aquel interminable vagar, ese continuo ir y venir en el despuntar ruidoso de la Patria.

Amanecer de la Patria
"...y tiemblen esos tiranos de haber exaltado vuestro enojo, sin advertir que los americanos del Sur están dispuestos a defender a su patria y a morir antes con honor que vivir con ignominia en afrentoso cautiverio", dijo el General y todo fue bullicio y alegría desbocada.
Paisanos llegados de todas partes. Negros, mulatos y zambos, inundaron de ruidos cada rincón, cada espacio de la ciudad y la campaña.
Un guitarrero improvisó una copla, hablaba del coraje de esta Banda. La ginebra corrió de boca en boca, y un costillar, a modo de festejo, chisporroteó sobre las brasas.
La Capilla Nueva ya era criolla, y por la leve pendiente del terreno, salpicado de ranchos y modestas casas, las voces repetían la consigna. "¡Guerra al godo!". El antiguo rumor era alarido, estruendoso, desafiante, libertario.  "¡Guerra al godo!", aquí ya está de más cualquier corona, cualquier imperio; ya nadie más tendrá marca.
Las columnas se formaron. Los gauchos con sus pingos y sus armas, los negros con sus lanzas o sin armas, los indios con sus flechas y sus hondas. Todos con sus esperanzas.
La vieja Iglesia de modesta torre, les dio la despedida con una campanada, anunciando el clarear de la victoria, del nuevo orden impuesto por la revuelta gaucha.

2 comentarios:

  1. ¡Qué hermoso! ¡Qué pedagógico cuando la Historia se fuga de la solemnidad de la Academia y se hace trinar literario, volando muy alto en el sentimiento con aterizaje en el intelecto...para siempre!

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  2. Gracias Profesor, aprecio mucho sus conceptos. Aldo

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