viernes, 27 de enero de 2012

El Domador de Bestias Diminutas



Aldo Roque Difilippo

Los circos llegaban a la ciudad con su cargamento de animales exóticos, aromas desconocidos y personajes extraños. Alzaban puntales y correas para maravillarnos bajo la carpa con las proezas más arriesgadas.
Después de unos años ya nada parecía conmovernos. Habíamos visto desde los actos más extraños a las rarezas nunca imaginadas, o por lo menos eso habíamos creído.
La nueva caravana se enrolló, como un gusano, y en medio de miradas inquisidoras, comenzaron a levantar la carpa, tan similar a las otras.
No era fácil llegar al pueblo, por un camino pedregoso, por momentos empinado, o resbaladizo por la lluvia. Un serpenteo inquietante, entre la vegetación baja y la incertidumbre de no saber si todo aquello conduciría a algo.
Periódicamente llegaban, quizá intrigados por descubrir cómo podíamos sobrevivir en esa inmensa desolación, o tal vez porque presumían que pocos viajeros transitaban aquel camino, y que terminarían convirtiéndose en una atracción a la cual no podríamos resistirnos.
Un cartel plagado de estrellas y dibujos de animales espléndidos fue alzado frente a la boletería, donde se leía "GRAN CIRCO DE LOS HERMANOS LETRÁN", teniendo como atracción principal su domador de bestias diminutas.
Nosotros pretendimos descubrirlas entre las jaulas. Las imaginamos amenazantes, de pelaje y apariencia subyugante, pero no encontramos nada. Sólo los clásicos leones y elefantes, junto a otros animales de movimientos ágiles, pero que no nos reservaban ningún secreto.
Mientras algunos personajes hacían sus piruetas, ensayaban sus trucos junto a la carpa, o cepillaban los caballos, un hombre de cabellos lanudos se entretenía con una cajita de forma irregular, mirando el interior con unos lentes extraños.
Parecía un vellón mal cortado, clavado en una estaca.  Era desmesuradamente delgado, de espesa barba confundiéndose con el cabello tupido que ocultaba aún más sus ojos diminutos. Los pómulos parecían apenas dos líneas marcando el inicio de la barba que adelgazaba  aún más su figura. 
Tenía dedos demasiado largos y sus movimientos eran lentos, como si necesitara meditarlos.
Por el hombre de la boletería supimos que era el Sr. Weisz, el domador de las bestias microscópicas, y pretendimos  que nos enseñara los maravillosos animales que amaestraba, pero era un ser parco al que sólo pudimos arrancarle algunos monosílabos, para quedarse acariciando la barba en una  forma mecánica y constante.
Fumaba unos cigarros que daban risa. Parecían pedacitos de madera que humeaban haciendo juego con en la delgadez con sus dedos descarnados.
A la hora de la función todos estábamos ocupando nuestro lugar en  las gradas, en medio del olor a churros, chorizos de humareda grasosa y perpetua, y la continua cantinela de carameleros, vendedores de refrescos y chucherías. El murmullo se apagó cuando apareció un personaje entrajado de lentejuelas, con una galera enorme, para anunciar el comienzo de la función. Su abultado vientre parecía agrandarse con los movimientos de las luces.
-¡Señoooras y señooores; con ustedes los artistas!... -dijo impostando la voz-. Aquellos que quieran presenciar el maravilloso acto de nuestro domador de  bestias diminutas, único en el mundo, deberán pasar al recinto contiguo, en grupos de a cinco, debido a lo arriesgado de la prueba, y de otros detalles que después comprenderán...
Mientras unos presenciaban la función, pequeños grupos de espectadores hacían cola para ingresar a aquella  casilla misteriosa.
Allí sólo había una mesa diminuta, los lentes extraños que habíamos visto manipular al Sr. Weisz,  y un par de cajas.
Él apareció enfundado en una toga negra y desgastada, que lo adelgazaba aún más, junto a una muchacha de facciones adolescentes que presentaba el acto, y anunciaba cada uno de los trucos. El Domador sólo se limitó a inclinarse levemente para saludar, y emitir pequeños silbidos, casi imperceptibles, para ordenar a sus bestias las piruetas a realizar.
De a uno pasábamos frente a los lentes para presenciar el acto, pues según se nos dijo, eran seres tan diminutos que no veríamos nada a simple vista, pero que debíamos guardar cierta distancia pues eran verdaderamente feroces, y podían atacarnos y liquidarnos sin que pudiésemos hacer nada.
Alguien del grupo dijo que no existía nada tan chico que no pudiera ser visto, y si existiese, sería completamente inofensivo.
El Sr. Weisz  lo miró, y la inexpresividad de su rostro denunciaba cierta sonrisa burlona. Sacó un conejo de una de las cajas, le abrió la boca y  lo obligó a  beber de un frasco diminuto que extrajo de la toga. Era un líquido que nos pareció agua, pero muy viscosa, al punto que le costo caer hasta la boca del animal.
La muchacha dijo que se trataba de una dosis altamente letal, que liquidarían al animal.
El pobre conejo comenzó a convulsionarse, como si hubiese recibido un golpe fortísimo. Después su pelaje se tornó de un color verdusco, para quedar rígido sobre la mesa, con las patas extendidas y los ojos encendidos.
Al tocarlo, el pobre animal parecía haber adquirido una consistencia pétrea, como si se hubiese fosilizado.
El hombre no expresó ningún sentimiento de culpa por el asesinato, sólo se limitó a mirarnos con cierta sonrisa en los ojos, rumiando una victoria ante el descreído auditorio. Luego nos indicó con un gesto que comenzáramos a desfilar frente a los lentes.
Aquellas gotas de líquido viscoso estaban pobladas de seres diminutos, minúsculos granitos que formaban extrañas figuras. El domador emitía pequeños silbidos y aquellos extraños seres formaban nuevos dibujos. Se alineaban en un mosaico chinesco, o se aglutinaban en pequeños bultitos, como eczemas que desaparecían ante un nuevo silbido, similar a un lamento. Una pena surgida de las entrañas de aquel ser enjuto.
Las bestias diminutas formaban cadenas, pequeños serpenteos, dibujos cuadriculados, cambiando incluso su colorido al mandato de los silbidos. Del verdoso marino se volvían cepias, o de un rojo pálido, salpicado por pequeñísimos toques sanguinolentos.  Para demostrarnos que su arte podía sortear todos los obstáculos filtró aquel líquido, pasándolo por un pañuelo doblado en cuatro, y ante nuestros ojos aparecieron nuevamente esos seres, haciendo sus piruetas al ritmo de los silbidos quejumbrosos y monótonos.
Era el espectáculo más maravilloso y diminuto que habíamos presenciado, y la muchacha nos habló de las dificultades que suponían cada pirueta. Sobre todo por la condición anárquica de las bestias. En otros animales  -nos dijo- el trabajo del domador se simplifica descubriendo quién  era el líder, ya que tras él marcharían todos. Pero estas bestias carecían de toda formación jerárquica, y ahí radicaba la maestría y la paciencia del domador.
Para el final, el hombre se reservaba el acto más arriesgado. Tomaría del agua que petrificó al conejo, y cuando estuviese a punto de convertirse en un trozo de piedra, tan sólo con sus silbidos, las obligaría a dejar su cuerpo.
Se bebió el contenido del frasco de un trago, y casi al instante comenzó a transpirar. Su cuerpo, que denunciaba una magritud excesiva, sudaba como un trozo de carne puesto sobre el fuego. La toga se le pegó al cuerpo, como si estuviera bajo una lluvia torrencial.
Después, igual que el conejo, sus movimientos se volvieron convulsivos, y sus ojos se encendieron como el sol en la temporada de sequía. Su piel perdió esa carencia de pigmento, que lo acercaba a un francés destiñéndose por una fiebre eterna. Comenzaron a aparecerle los primeros bultos que lo convirtieron en un tronco de parra, reseco y agrietado.
-¡Señoras y señores! -gritó, y su voz  pareció surgir de un lugar ignoto-. Comprueben ustedes mismos. Aquí no hay trucos. ¡Toquen, huelan!
La pestilencia que emanaba su cuerpo inundó la pieza.
El hombre hablaba sin parar, y su rostro era una seguidilla de gestos y contracciones. Los pómulos se le encendieron de un rojo sanguinolento, que creímos terminaría incendiándolo.
De pronto su verborragia cesó, como si acatara un mandato supremo, para quedar tieso, como una estatua que apenas respiraba. Su piel parecía la de una roca reseca y agrietada. Con el último hilo de respiración emitió su silbido que se volvió más quejumbroso, un lamento desgarrador de condenado sin esperanzas.
En menos de quince minutos su cuerpo comenzó a recobrar el aspecto inicial, regresándole el mutismo infranqueable. En una cuchara pequeña dejó caer un poco de saliva para ponerla bajo los lentes.
Ahí estaban nuevamente las bestias, haciendo sus piruetas marcadas por la monotonía de los silbidos.
El domador se inclinó levemente para recibir el aplauso. Miró a su secretaria y se perdió tras la puerta.
El circo seguía con su función, y nosotros volvimos a nuestro lugar en las gradas. Después la proeza del Sr. Weisz sería comentada y repetida por todo el pueblo, que se quedó mirando cómo se desenrollaba la oruga de casillas y jaulas para perderse en el camino.
Varios años después el Circo de los hermanos Letrán regresó, pero nada volvió a conmovernos. El Domador había muerto, según se nos dijo, tras una rebelión de aquellas bestias ingobernables; y ya nadie se atrevió a seguir sus pasos.
En esta edición le regalamos una selección de los mejores cuentitos medievales.
“Historias de la Comarca”, de Ángel Juárez Masares, para repasar las peripecias del Señor Feudal y sus súbditos.


Léalo, descárgelo, imprímalo, regálelo a un amigo o a algún gentilhombre de la comarca que todavía no lo haya leído, en:
A la mierda


No iré
ni aunque me manden
No me mandaré
Ya estuve allí demasiadas veces
También en el carajo

Renovaré mis puntos
(provisorios)
de destino.


Rolando Revagliatti

El cuento del niño malo



Mark Twain



Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que éste se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era.
Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él.
La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan para que se duerman con su voz dulce y lastimera; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba Jim, y su mamá no estaba enferma, ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo.
Antes por el contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partiera la nuca no se perdería gran cosa. Sólo conseguía acostarlo a punta de cachetadas, y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le jalaba las orejas.
Este niño malo se robó una vez las llaves de la despensa, se metió a hurtadillas en ella, se comió la mermelada y llenó el frasco de brea para que su madre no se diera cuenta de lo que había hecho; pero acto seguido… no se sintió mal, ni oyó una vocecilla susurrarle al oído: “¿Te parece bien hacerle eso a tu madre? ¿No es acaso pecado? ¿Adónde van los niños malos que se engullen la mermelada de su santa madre?”, ni tampoco, ahí solito, se hincó de rodillas y prometió no volver a hacer fechorías, ni se levantó, con el corazón liviano, pletórico de dicha, ni fue a contarle a su madre cuanto había hecho y a pedirle perdón, ni recibió su bendición acompañada de lágrimas de orgullo y de gratitud en los ojos. No; este tipo de cosas les sucede a los niños malos de los libros; pero a Jim le pasó algo muy diferente: se devoró la mermelada, y dijo, con su modo de expresarse, tan pérfido y vulgar, que estaba “de rechupete”; metió la brea, y dijo que ésta también estaría de rechupete, y muerto de la risa pensó que cuando la vieja se levantara y descubriera su artimaña, iba a llorar de la rabia. Y cuando, en efecto, la descubrió, aunque se hizo el que nada sabía, ella le pegó tremendos correazos, y fue él quien lloró.
Una vez se encaramó en un árbol, donde Acorn, el granjero, a robar manzanas, y la rama no se quebró, ni se cayó él, ni se quebró el brazo, ni el enorme perro del granjero le destrozó la ropa, ni languideció en su lecho de enfermo durante varias semanas, ni se arrepintió, ni se volvió bueno. Oh, no; robó todas las manzanas que quiso y descendió sano y salvo; se quedó esperando al cachorro, y cuando éste lo atacó, le pegó un ladrillazo. Qué raro… nada así acontece en esos libros sentimentales, de lomos jaspeados e ilustraciones de hombres en sacoleva, sombrero de copa y pantalones hasta las rodillas, y de mujeres con vestidos que tienen la cintura debajo de los brazos, y que no se ponen aros en el miriñaque. Nada parecido a lo que sucede en la clase de religión.
Una vez le robó el cortaplumas al profesor, y temiendo ser descubierto y castigado, se lo metió en la cachucha a George Wilson… el pobre hijo de la viuda Wilson, el niño sanote, el niñito bueno del pueblo, el que siempre obedecía a su madre, el que jamás decía una mentira, al que le encantaba estudiar y le fascinaban las clases de religión de los domingos. Y cuando se le cayó la navaja de la gorra, y el pobre George agachó la cabeza y se sonrojó, como sintiéndose culpable, y el maestro ofendido lo acusó del robo, y ya iba a dejar caer la vara de castigo sobre sus hombros temblorosos, no apareció de pronto para pasmo de todos, un juez de paz de peluca blanca, que dijera indignado: “No castigue usted a este noble muchacho… ¡Aquél es el solapado culpable!: pasaba yo junto a la puerta del colegio en el recreo, y aunque nadie me vio, yo sí fui testigo del robo”. Y, así, a Jim no lo reprendieron, ni el venerable juez les leyó un sermón a los compungidos colegiales, ni se llevó a George de la mano y dijo que tal muchacho merecía un premio, ni le pidió después que se fuera a vivir con él para que le barriera el despacho, le encendiera el fuego, hiciera sus recados, picara leña, estudiara leyes, le ayudara a su esposa con las labores hogareñas, empleara el resto del tiempo jugando, se ganara cuarenta centavos mensuales y fuera feliz. No; en los libros habría sucedido así, pero eso no le pasó a Jim. Ningún entrometido vejete de juez pasó y armó un lío, de manera que George, el niño modelo, recibió su buena zurra y Jim se regocijó porque, como bien lo saben ustedes, detestaba a los muchachos sanos, y decía que éste era un imbécil. Tal era el grosero lenguaje de este muchacho malo y negligente.
Pero lo más extraño que le sucediera jamás a Jim fue que un domingo salió en un bote y no se ahogó; y otra vez, atrapado en una tormenta cuando pescaba, también en domingo, no le cayó un rayo. Vaya, vaya; podría uno ponerse a buscar en todos los libros de moral, desde este momento hasta las próximas Navidades, y jamás hallaría algo así. Oh, no; descubriría que indefectiblemente cuanto muchacho malo sale a pasear en bote un domingo se ahoga: y a cuantos los atrapa una tempestad cuando pescan los domingos infaliblemente les cae un rayo. Los botes que llevan muchachos malos siempre se vuelcan en domingo, y siempre hay tormentas cuando los muchachos malos salen a pescar en sábado. No logro comprender cómo diablos se escapó este Jim. ¿Será que estaba hechizado? Sí…, ésa debe ser la razón.
Nada malo le pasaba. Llegó incluso hasta el extremo de darle una tableta de tabaco a un elefante del zoológico, y éste no le dio en la cabeza con la trompa. Esculcó la despensa buscando esencia de hierbabuena, y no se equivoco ni se tomó el ácido muriático. Robó el arma de su padre y salió a cazar el sábado, y no se voló tres o cuatro dedos. Se enojó y le pegó un puñetazo a su hermanita en la sien, y ella no quedó enferma, ni sufriendo durante muchos y muy largos días de verano, ni murió con tiernas palabras de perdón en los labios, que redoblaran la angustia del corazón roto del niño. Oh, no; la niña recuperó su salud.
Al cabo del tiempo, Jim escapó y se hizo a la mar, y al volver no se encontró solo y triste en este mundo porque todos sus seres amados reposaran ya en el cementerio, y el hogar de su juventud estuviera en decadencia, cubierto de hiedra y todo destartalado. Oh, no; volvió a casa borracho como una cuba y lo primero que le tocó hacer fue presentarse a la comisaría.
Con el paso del tiempo se hizo mayor y se casó, tuvo una familia numerosa; una noche los mató a todos con un hacha, y se volvió rico a punta de estafas y fraudes. Hoy en día es el canalla más pérfido de su pueblo natal, es universalmente respetado y es miembro del Concejo Municipal. Fácil es ver que en los libros de religión jamás hubo un James malo con tan buena estrella como la de este pecador de Jim con su vida encantadora.